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Moish, cuya palidez grisácea había adquirido un tono oscuro y terroso, se llevó la mano al estómago.

– No pienso quedarme ni un minuto más en el kibbutz -dijo Rickie con voz trémula a la par que decidida-. No puedo soportarlo, ésta es la gota que colma el vaso.

Nadie reaccionó.

– ¿No cree que está exagerando un poco? -preguntó el doctor Reimer. Sus inteligentes ojos miraron a Majluf Levy desde detrás de las lentes de sus gafas. Se pasó los dedos por la rubia barba. Levy hizo un enfático gesto negativo, pero Reimer prosiguió-: Hay que tener en cuenta que por el kibbutz se pasea todo tipo de gente, voluntarios extranjeros, y hay otras posibilidades…

– No desdeñaremos ninguna posibilidad -prometió Michael-, pero piense en el frasco de paratión que desapareció del cobertizo de los productos venenosos y pregúntese cómo alguien de fuera pudo tener acceso al cobertizo, o pudo saber que Osnat Harel estaba en la enfermería; quién se habría arriesgado a actuar en los veinte minutos que le bastaron al asesino si no hubiera tenido un motivo legítimo para estar allí -dejó que lo asimilaran antes de añadir-: Nuestra perspectiva dista mucho de estar clara, desde luego. No sabemos suficiente de la víctima y, naturalmente, estamos a oscuras con respecto al móvil del crimen, pero es posible que la próxima vez que hablemos con ustedes ya sepamos algo.

– Me he quedado corto con lo que he dicho -dijo Majluf Levy volviéndose hacia el médico-. Creo que no son conscientes del peligro que corren.

– ¿Qué esperan de nosotros? -estalló Moish-. ¿Quieren que empecemos a fisgonear en las habitaciones de los demás?

Levy no estaba escandalizado por la pregunta, y tampoco había dado vueltas a su anillo ni una sola vez durante la conversación. Parecía muy relajado -y no como yo, pensó Michael- cuando dijo:

– Exactamente. Eso es lo que tienen que hacer. Tienen que sospechar de todo y de todos y mantener siempre los ojos bien abiertos; tienen que andarse con cuidado y, a la vez, proteger a los demás -la última frase fue acompañada de un movimiento admonitorio del dedo.

Los dos jóvenes lo miraban de hito en hito, boquiabiertos; Shlomit había dejado de separarse obsesivamente la larga melena en bien dispuestos mechones y su hermano, el soldado, seguía petrificado en su asiento.

Rickie se enjugó la húmeda frente, se dio una palmada en la rodilla y dijo:

– No pienso meterme en este asunto. Me marcho mañana por la mañana. La gente me mira en el comedor como si lo hubiera hecho yo -echó una nerviosa ojeada a los jóvenes y luego miró por el rabillo del ojo a Dvorka, que estaba sentada a su lado; sin decir nada, la anciana le posó en el brazo una mano surcada de venas.

Dvorka no había dicho nada en ningún momento, pero sus ojos habían ido enrojeciendo más y más. Tenía los anchos labios fruncidos en el gesto que Michael recordaba de la primera vez que la había visto; ahora dibujaban un trazo más exagerado hacia abajo. Su cabello recogido en un moño plateado, su sencillo vestido gris, la quietud con que reposaba en la silla, todo ello hablaba de una encomiable reserva, y, no por primera vez, Michael se preguntó si dicha reserva no era en efecto admirable, pues ¿cuál era la ventaja, el valor absoluto, de la capacidad para expresar abiertamente los sentimientos? Al propio tiempo cavilaba sobre qué tipo de sociedad producía personas como Dvorka, personas para quienes la reserva era el valor supremo, el armazón que permitía que el frágil, precario y maltrecho espectáculo siguiera en marcha. Ahora bien, también albergaba sus dudas con respecto a aquella cultura que se decía espartana, que enseñaba a no encorvarse bajo el temporal, a aguantar sus estragos con la cabeza bien erguida para salir fortalecidos de la experiencia. Dvorka era la única de los presentes, quizá con la salvedad de Yoyo, que hasta el momento se había mantenido impasible, y Michael sabía por experiencia que el menor resquebrajamiento en aquella compostura haría que todo el edificio se viniera abajo.

– ¿No tienes nada que decir? ¡Di algo! -exclamó Moish desesperado, dirigiendo hacia ella una mirada expectante. Dvorka se tomó su tiempo para responder.

– Creía que ya no nos quedaba nada por ver -dijo al fin con voz sorda-. Vosotros quizá sois demasiado jóvenes para recordarlo, pero ¿quién podría haber previsto lo que sucedió en 1951, cuando las cuestiones ideológicas y políticas dividieron los kibbutzim por su mismo centro? Desde entonces pensaba que ya no me quedaba nada por ver. Familias destruidas. Y mucho odio. El odio no es nada nuevo, pero entonces se manifestaba claramente -hablaba con el ritmo monótono de un canto fúnebre, sus palabras se sucedían sin cambios en la cadencia de la voz.

– Pero ¿qué estás diciendo? -le espetó Moish a voz en grito-. ¿Que deberíamos estar preparados para lo peor? ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¡Dvorka! ¡Es un asesinato! ¡Están hablando de un asesinato en nuestra casa!

– Tendremos que superarlo -dijo Dvorka suavizando la voz y mirando a los jóvenes. Luego volvió a dirigir la mirada hacia Moish- ¿Qué quieres que diga? -dijo al fin, y a su voz asomó una nota más humana-. Mi vida toca a su fin, no me quedan muchos años por delante. Es vuestro futuro y el de vuestros hijos el que está en juego; hay que enderezar lo que se ha torcido.

– ¿Lo que se ha torcido? -Michael se lanzó sobre aquellas palabras como si fuera la primera vez que las oía.

– ¡Lo que se ha torcido! -repitió Dvorka con firmeza-. ¡Es un proceso lento y gradual de deterioro! No ha empezado ayer. Mano de obra contratada… -elevó la voz con pasión-. ¡Mano de obra contratada en el kibbutz! Hoy día todos los kibbutzim se están prostituyendo, ¡prostituyendo, sí! Alquilan los jardines de delante de los comedores para la celebración de bodas y bar mitzvás, ¿no es inconcebible?

Moish suspiró.

– Dvorka, no es de eso de lo que estamos hablando -apeló a ella desesperado-. ¿No ves que esto es distinto? Nunca había ocurrido nada semejante, ni siquiera en la peor de mis pesadillas…

– ¿Distinto por qué? -replicó Dvorka, poniendo énfasis en todas las palabras-. No es distinto en absoluto. Una cosa lleva a la otra, es un proceso, ¿no comprendes que se trata de un proceso? ¿No comprendes que es un proceso que trata de poner al individuo por encima del grupo, de situar el bienestar personal por encima del bien común, y que hay una incapacidad para actuar sin esperar que las gratificaciones materiales nos lleguen de inmediato? ¿No ves que todo forma parte de un largo proceso? -extendió el brazo ante sí-. Se empieza por especular en la bolsa y por sacar beneficios de las acciones, y se termina teniendo que conceder puntos a tus compañeros por recoger la fruta de nuestros propios árboles. Lleváis mucho tiempo negándoos a hacer examen de conciencia -continuó con fatiga-. Hace ya mucho tiempo que los kibbutzniks consideran que su hogar son sus habitaciones privadas y no el kibbutz en general. Se trata de un proceso cuyo clímax son esos planes vuestros paja que los niños duerman con la familia y… -se quedó en silencio, los labios curvados hacia abajo, las manos trémulas. Entrelazó las manos y se apretó los nudillos.

– Yo me marcho, no puedo quedarme aquí -dijo Rickie.

– Vamos, déjalo ya – la amonestó Moish con voz ahogada.

– Tenéis que tomarme en serio -insistió Rickie, la histeria aflorando a su voz.

– Está bien, ya te hemos oído. Nadie te obliga a quedarte -dijo Yoyo impaciente-. ¿Qué te pasa? ¿Llevas demasiados minutos seguidos sin ser el centro de atención?