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Michael tomó nota mentalmente del estallido de cólera y del sudor que perlaba la frente de aquel hombre hasta entonces tan correcto y se dijo que debía averiguar los motivos.

– Me marcho hoy, o mañana como muy tarde. No soporto más esas miradas. Tenía la esperanza de que se lo íbamos a explicar a todos y ahora resulta que tenemos que mantenerlo en secreto, con lo que la gente seguirá tratándome como si la hubiera matado yo -rompió en llanto y Dvorka exhaló un hondo suspiro-. ¡Juro que no he sido yo! -exclamó implorante-. ¡No ha sido culpa mía!

– Nadie la acusa de nada -dijo Majluf Levy- El mero hecho de estar aquí debería bastar para convencerla -Rickie continuó llorando.

– Haremos lo que sea necesario -dijo Yoyo-. Mantendremos la boca cerrada y buscaremos el frasco, hasta que lo encontremos o hasta que nos digan que abandonemos la búsqueda. Lo que suceda antes.

– Una cosa así no se puede mantener en secreto mucho tiempo -dijo Moish con desánimo-. No se puede, en un kibbutz, y menos un secreto de este calibre.

– No estoy tan seguro -dijo Michael calmosamente-. Tal vez ése sea otro de los mitos sobre los kibbutzim -y sus palabras no sólo iban dirigidas a Moish.

Aquella frase la había pronunciado pensando sobre todo en Dvorka, a quien ahora tenía sentada enfrente mientras revolvía sus papeles y la miraba alternativamente. A los demás miembros del grupo se los estaba interrogando en otros despachos y el hecho de que Michael hubiera llamado «entrevistas personales» a esos interrogatorios no alteraba en absoluto su verdadero carácter. Había puesto a Yoyo en manos de Majluf Levy y Benny se había encerrado con Moish. Los jóvenes estaban con Sarit en el despacho de atrás. «No puede verlo ahora, está realizando un interrogatorio», oyó decir a Sarit al otro lado de la puerta, convenciendo a la enfermera Rickie de que esperase fuera.

Ahora estaba a solas con Dvorka en su despacho. Mientras le ponía delante un vaso de agua fría, la miró directamente a los ojos azules, inyectados en sangre, que le dirigieron a su vez una mirada taladrante que le hizo sentirse incómodo, infundiéndole un temeroso respeto y, a la vez, la determinación de no eludir aquella mirada. Al cabo, Michael dijo:

– Es muy difícil investigar un caso de esta naturaleza sin comprender a la persona implicada.

Sobre las dificultades de comprender «el espíritu de las cosas» nada dijo, como tampoco se lo había dicho a sus colegas. La UNIGD no era lugar apropiado para transportes poéticos, como Shorer le había advertido: «Allí será mejor que guardes para ti tu filosofía y tus reflexiones sobre la vida». Y cuando comenzó a hablar con Dvorka, o tal vez antes, mientras se sostenían la mirada, Michael recordó la conversación que había tenido con Nahari el día en que le asignó el caso.

– ¿A qué edad llegaste a Israel? -le había preguntado Nahari.

– A los tres años -respondió Michael.

– Y, desde esa edad, ¿nunca has tenido la menor experiencia de la vida en un kibbutz? -comentó Nahari sorprendido-. ¿Cómo es posible? Muchos chicos de tu colegio estuvieron destinados en kibbutzim durante su servicio militar, o con unidades Nájal, ese tipo de cosas -y cuando Michael pronunció algunas frases huecas sobre su miedo a las estructuras rígidas que inhiben al individuo, Nahari había sonreído sarcásticamente, y, abarcando el cuarto con un ademán, había dicho-: Nadie podría decir que has escogido una estructura flexible como lugar de trabajo. Aquí la dinámica no es precisamente individualista.

– No lo es -hubo de reconocer Michael-, pero al menos no afecta a tu vida personal.

Ahora Dvorka le preguntaba con voz hosticlass="underline"

– ¿Qué sabe usted del movimiento de kibbutzim? ¿Ha vivido alguna vez en un kibbutz?

Michael pasó por alto la pregunta y dijo:

– Hábleme de Osnat -encendió un cigarrillo y quedó a la espera.

Dvorka bajó la vista hacia el vaso de agua y él observó sus leves tics faciales, los anchos labios tensándose y relajándose, y aquellos ojos que lo miraban de frente y lo acobardaban. Parecía que veían a través de él, como si fuera transparente, como si no existiera.

En su vida se había sentido tan insignificante como ante Dvorka, le diría a Shorer aquella noche, pese a que no le había dicho nada hostil ni despectivo que justificase aquella sensación de que para ella no existía. Además del miedo y del respeto que le infundía, empezaba a sentir cierta animadversión hacia ella. Como después le explicaría a Shorer: «Quién sabe, quizá es natural sentirse así ante una madre que ha perdido a su hijo. Te sientes culpable porque tu vida sigue adelante, porque te has salvado -tocó madera, en la mesa que los separaba-, de momento».

Shorer esbozó una mueca escéptica.

– Pueden hacerte sentir así por cualquier motivo -dijo-. Esos kibbutzniks que levantaron el país y desecaron las tierras pantanosas tienen al mismo Dios en un puño. Pregúntaselo a Nahari. Si es que aún no te lo ha contado.

– ¿El qué? -preguntó Michael.

– ¿Cómo? ¿No te ha dicho nada? ¿No te ha pasado por las narices lo mucho que sabe sobre el movimiento de kibbutzim?

– Sí, lo cierto es que me ha sorprendido. Parece muy bien informado -comentó Michael.

– Pues tengo que decirte que él también los odia. Estuvo en un kibbutz con un grupo de la Juventud Aliyá [7]. Pensaba que te habría hablado de eso -dijo Shorer-. ¿No le has preguntado nada?

– No he querido meterme donde no…

– Pues bien -dijo Shorer-, tú no eres el único a quien quiere hacer la puñeta. También se quiere vengar de ellos, no sé muy bien por qué.

Ahora Michael seguía cara a cara con Dvorka, que lo taladraba con aquella mirada aparentemente ausente, y sus ojos lo atraían como a un pájaro los de una serpiente. Dvorka cerró los ojos y él esperó pacientemente a que los abriera mientras la anciana entrelazaba los dedos y decía:

– No sé si voy a poder hablarle de Osnat -era la primera vez que oía un rastro de acento ruso en su manera de pronunciar la ele. Con la firme convicción de que todos, incluida Dvorka, tenemos la necesidad de desahogarnos, Michael guardó silencio y le prestó toda su atención cuando ella añadió-: No sé qué decirle; era parte de mí misma, como una hija, más que una hija.

– No se preocupe si le parece que lo cuenta de una manera confusa -la tranquilizó-. Puede empezar por la historia de su vida, su personalidad, la gente que la rodeaba. Necesitamos alguna pista.

Y mientras Dvorka volvía la cabeza hacia la ventana y entornaba los ojos, Michael reconstruyó la conversación que había tenido con ella en la secretaría del kibbutz, la noche que Majluf Levy, Moish y él habían estado buscando el frasco de paratión, cuando Dvorka le describió sin rechistar lo que había hecho el día de la muerte de Osnat. Había estado dando clases hasta el mediodía y luego había ido al comedor. Michael había advertido que, a pesar de lo tarde que era, Dvorka no cejaba en su tendencia a divagar sobre cuestiones ideológicas. Con la emoción bullendo tras su fachada de contención, había pronunciado un breve discurso entre paréntesis sobre los motivos de que, por sistema, cocinara y comiera lo menos posible en su habitación particular.

– Estoy en contra -Michael recordaba las palabras exactas- de que la gente se encierre en sus habitaciones a comer. Compartir las comidas también es uno de los valores de la vida en el kibbutz -y Michael supo ya entonces que no podría encontrar mejor encarnación del espíritu de las cosas que Dvorka; pero en aquel momento, como ahora, se sentía incómodo, presa de la apremiante necesidad de llegar a ella, de establecer contacto, de ganarse su respeto. Y cuando en el curso de aquella conversación, en la secretaría, Michael quiso informarse sobre el comedor, ella le explicó como si no esperase que la comprendiera-: Forma parte del cambio general que está sufriendo la sociedad de los kibbutzim. La gente está anteponiendo la célula familiar a la experiencia colectiva, sobre todo por las noches.

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[7] Rama del movimiento sionista, fundada en Alemania en vísperas del as censo al poder del nacionalsocialismo. Organizó la emigración de los niños y jóvenes judíos a Palestina, donde muchos fueron absorbidos por los kibbutzim. Más adelante se amplió para dar cabida a niños judíos desheredados de otros países, incluido Israel.