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Luego Dvorka le habló de sí misma, del ajetreo de su vida cotidiana, y Michael se sintió como si estuviera dejándole atisbar algo muy elevado, haciéndole partícipe de algo de lo que no era digno.

– Yo misma peco en ese sentido algunas noches, cuando estoy demasiado cansada para moverme y sólo me apetece tomar un yogur. A mi edad… -se recobró enseguida-. Pero pongo mucho empeño en ir siempre al comedor, porque es allí donde te encuentras con los demás y compartes mesa con ellos, comentas lo que has hecho y te mantienes al tanto del día a día, que en realidad es lo que importa -se quedó callada, como si acabara de recordar con quién estaba hablando, y en sus ojos había una mirada escéptica cuando prosiguió-: Somos una sociedad no alienada, el último bastión de la no alienación en el horror del mundo actual. Ya ha visto usted nuestro comedor -añadió de pronto.

– Sí, claro que lo he visto -dijo Michael con entusiasmo-, es estupendo, muy moderno, con todo ese mármol, y los azulejos, y los aparatos más avanzados…

En realidad estaba respondiendo a las que suponía que eran las expectativas de Dvorka, y por eso se sintió abrumado por el fracaso cuando ella lo miró airada y le espetó:

– Ése es precisamente el problema, justamente que no nos falta de nada, y hay algo corruptor en la abundancia. La maldición de la riqueza.

Michael la miró avergonzado y retomó sus preguntas sobre lo que había hecho el día del asesinato.

Había tenido la intención de ir a la enfermería después de comer, le dijo Dvorka, pero se encontró con Rickie por el camino y la enfermera le dijo que Osnat estaba reposando después de que le hubiera puesto una inyección, y Dvorka se retiró a su habitación.

– ¿A su casa? -preguntó Michael dubitativo.

– La llamamos habitación -respondió Dvorka en tono condescendiente, y, comprendiendo el abismo de su ignorancia, empezó a afinar en los detalles. Michael casi siempre lograba transmitir a sus interlocutores la sensación de que le faltaban conocimientos pero no la capacidad de comprender, y gracias a eso ellos le proporcionaban sin darse cuenta la información que él necesitaba. Bajaban la guardia al ver la expresión de alumno inteligente que adoptaba. Pero ante Dvorka, a pesar de que estuvieran en la sede de la UNIGD, que supuestamente era su fortaleza, donde él debería llevar las riendas de la situación, Michael se sentía abrumado por la ignorancia y la torpeza. Cuando Dvorka había mencionado la maldición de la riqueza, Michael se había dado por aludido, sintiéndose parte integral del fenómeno que ella denunciaba, y ahora esa sensación se agudizó.

– Mi habitación está situada entre el comedor y la enfermería, no muy lejos de la guardería de la casa de los niños -le había dicho en la secretaría-, y pensaba pasarme por allí de camino. La pequeña estaba acatarrada, y con Osnat enferma…

– ¿Y llegó a ir? -había preguntado Michael.

– No, era la hora de la siesta en la guardería, y es importante no alterar la rutina. Las visitas de los padres interfieren en las pautas educativas. Según mis cálculos, la encargada ya habría metido a los niños en la cama y mi visita iba a ser un trastorno. Decidí esperar.

Aquella noche, en la secretaría, Michael ya había hecho hincapié en la necesidad de confidencialidad, en tono autoritario y sin dar explicaciones, y Dvorka había reaccionado frunciendo los labios. Michael lo recordaba ahora, viéndola abrir y cerrar los ojos, bajar la vista para luego mirarle de nuevo a los ojos. No daba la impresión de que estuviera buscando las palabras adecuadas, sino más bien cavilando si el esfuerzo merecía la pena, como si dudara de la capacidad de Michael para comprenderla. La noche del kibbutz Michael ya se había interesado por su relación con Osnat, y ahora oía como en un eco lo que ella le había dicho triste y sinceramente: «Habíamos tenido nuestras diferencias recientemente. Graves diferencias ideológicas».

– ¿Por qué no empieza por esas diferencias que tuvo con ella? -sugirió Michael ahora.

Dvorka suspiró.

– Todo se remonta al problema de que Osnat no nació aquí, no disfrutó de los beneficios de una educación colectiva, no durmió con los demás bebés en la casa de los niños. Y como no recibió unos fundamentos sólidos… -Dvorka permaneció callada un instante, dejando la frase a medias, y, de pronto, lo cogió por sorpresa al soltar abruptamente-: ¿Sabe quién era su padre?

E inmediatamente pareció arrepentirse mucho de lo que había dicho, como si las palabras se le hubieran escapado contra su voluntad. Pretendía, según vio Michael, retomar el tema de los principios, pero él se abalanzó ansiosamente sobre aquella frase.

– ¿Quién era su padre? -preguntó, recordando vividamente la categórica afirmación de Moish de que Osnat era hija de padre desconocido y no tenía familia fuera del kibbutz.

– Excepción hecha de mi compañero y de mí misma -Michael tomó nota de que no había dicho marido, un término excesivamente burgués, supuso-, nadie del kibbutz tenía ni idea de esto. Nadie lo dedujo y nosotros lo guardamos en secreto, pero lo cierto es que ya no tiene importancia -y muy sofocada, como si estuviera anunciando una catástrofe, dijo-: Era un acaparador de tres al cuarto en el mercado negro, en el periodo de austeridad.

Michael reprimió el gesto de sorpresa que estuvo a punto de pintarse en su cara y se mordió la lengua para no decir: «¿Eso es todo?». Pero Dvorka captó el desengaño no manifestado y, advirtiendo que no había entendido el quid del asunto, le reprochó:

– Para usted es algo sin importancia. En fin, quizá es demasiado joven para recordarlo -hizo una pausa para darle pie a hablar, pero se abstuvo de preguntarle directamente su edad-. Eran la escoria, la hez de la hez, los acaparadores del periodo de austeridad. Por otro lado -los ojos se le nublaron-, resultaba muy difícil no venderles nada, y siento mucho decir que el kibbutz vendía huevos, pollos y otras cosas en el mercado negro. Mi compañero, Yehuda, era secretario de asuntos externos en aquel entonces, y nos vimos obligados a tratar con el hombre en cuestión, con aquel canalla miserable, un pobre diablo, pero lo suficientemente despabilado para explotar la situación. Un especulador. Y más adelante, cuando Osnat vino a parar al kibbutz y la asistente social que la trajo me dijo en un susurro que el padre había abandonado a la familia, negándose a tener trato con ellos, y mencionó su nombre y lo describió, comprendí inmediatamente que era él. Pero él nunca llegó a venir al kibbutz. Las abandonó desde el principio, sin mostrar el menor interés por su hija, y, por lo que a la madre se refiere… no era mejor que él.

– ¿Qué ha sido del padre? -preguntó Michael.

– Está muerto -repuso Dvorka, cerrando los ojos-. La madre me contó que había muerto la última vez que vino de visita -abrió los ojos-. Me ha hecho recordar cosas en las que no pensaba desde hacía años. La última vez que vino la madre tuve una conversación con ella. Fue muy duro -respiró hondo y tomó un sorbo de agua-. Osnat se negó a verla y no hubo manera de convencerla. Le prohibió venir al kibbutz. Eso tampoco lo sabía nadie. Osnat sólo tenía doce años, estaba en los inicios de la pubertad, y cuando se presentó aquella mujer, Osnat vino a verme, como siempre que tenía problemas, y dijo: «Échala», y hasta a mí me dejó de piedra, a pesar de lo bien que la conocía. Me sobrecogió la crueldad con que Osnat, una niña de doce años, me dijo: «Para mí no existe, está muerta. Dile que no quiero verla nunca más, dile que se marche y que no vuelva nunca» -Dvorka dejó el vaso en la mesa-. En mi calidad de profesora, de educadora, ya me había tocado enfrentarme a situaciones difíciles, a problemas dolorosos. Pero nunca había visto un odio como el de Osnat. Ni una fuerza de voluntad como la suya. Esa determinación la tuvo desde el principio; era imposible hacerla cambiar mínimamente de opinión. Sólo Dios sabe de dónde sacaba aquella fortaleza, ojalá… -calló y se apretó las manos con fuerza.