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– ¿Ojalá qué? -se atrevió a preguntar Michael.

– Ojalá hubiera canalizado correctamente sus capacidades -susurró Dvorka, relajando los dedos.

– Pero si tenía entendido que ella, como usted, era una educadora, y que salió elegida secretaria del kibbutz.

– Sí -dijo Dvorka sin entusiasmo-, no sé si podré explicárselo a alguien de fuera.

Michael callaba.

– De manera que tuve que explicarle a la madre -dijo Dvorka, y Michael comprendió que estaba decidida a contar la historia a su manera- que la niña se negaba a verla, que la rechazaba y que lo mejor sería que la dejara en paz. Y aquella mujer -Dvorka suspiró y cerró los párpados, como si no pudiera soportar el recuerdo de aquella escena-, y la madre -repitió levantando los párpados-, tendría que haberla visto -repentinamente lo miró con inusitado interés, como si lo viera por primera vez-. Usted debe de ver a muchas mujeres así en su entorno.

Michael hizo un esfuerzo para aplacar la cólera que lo había inflamado ante la condescendiente arrogancia de aquel «en su entorno» y posó la barbilla en la mano.

– Parecía una putilla barata, con el pelo teñido y el vestido de flores muy ceñido. Recuerdo sus zapatos rojos de tacón alto; era difícil creer que entonces, a finales de los cincuenta, existiera gente así. ¡Qué vulgaridad! Toda maquillada, en pleno verano, con la cara pintarrajeada como una muñeca, siendo tan joven, y con el calor que hacía. Nosotras, como mucho, vestíamos pantalones cortos y sandalias -sus labios se estiraron, no exactamente en una sonrisa, sino con el gesto de quien contempla una imagen salida de las profundidades del pasado, examinando de cerca su colorido. En otras circunstancias Michael habría sonreído-. Pero, al propio tiempo -continuó Dvorka-, era difícil no sentir lástima por ella. La pobre criatura, tan perdida y, a pesar de todo, manteniendo el orgullo. Recuerdo muy bien que se repuso y dijo: «Si no quiere verme, no tiene por qué». Ni una lágrima derramó. Tenía la fortaleza de quien ha vivido en el arroyo. Y lo más asombroso era su parecido con Osnat, aquella determinación testaruda, claro que en una dirección muy distinta, como es evidente.

– ¿Como es evidente? -repitió Michael, extrañado. Su voz le sonó rara, artificial.

Dvorka callaba.

– ¿Y Osnat continuó confiando en usted a lo largo de los años? ¿Hablaba con ella de cuestiones personales?

– Nadie hablaba directamente con Osnat de cuestiones personales -aseveró Dvorka-. Había que leerla entre líneas. Osnat nunca, nunca jamás, confió en nadie por completo. Su mundo interior era algo que se podía deducir de cómo se comportaba y de lo que hacía, pero era imposible tener una conversación íntima con ella. Ni siquiera cuando… -volvió a quedarse callada y un gesto de pánico cruzó su semblante.

– ¿Ni siquiera cuándo?

– Hay cosas que nadie sabe.

Michael permaneció callado. («"Sutil" no es la palabra», diría Nahari más adelante, cuando escucharon juntos la grabación. «Esos silencios tuyos, ¿quién te enseñó cuándo hablar y cuándo callar? Es lo que todo el mundo me había dicho de ti, que eras increíble en los interrogatorios.»)

– Cuando tenía quince años, y esto nunca lo supo nadie, ni siquiera Aarón Meroz… Hasta el día de hoy me pregunto cómo logró mantenerlo en secreto… Cuando tenía quince años, Osnat se metió en problemas.

– ¿Cómo?

– La dejaron embarazada.

– ¿Quién?

– ¿Qué más da? -dijo Dvorka-. Alguien. Alguien de quien no se podía esperar nada.

– ¿Quién? -persistió Michael.

– El hijo de una pareja del kibbutz, un chico muy problemático, un año menor que Osnat. Imagíneselo, sólo tenía catorce años.

– ¿Todavía vive en el kibbutz?

– Sí, todavía, por suerte para él; ésa es una cosa que hemos conseguido mantener, una cosa maravillosa, acoger a nuestros miembros descarriados. Él lo es, sin duda, pero no por ello ha dejado de tener su lugar entre nosotros. Nadie ha soñado jamás con… echarlo.

– ¿Quién es? -dijo Michael en un tono que exigía una respuesta.

– El hijo de Fania y Zjaria -soltó Dvorka-, pero eso no es lo que…

– Se quedó embarazada y luego ¿qué? -preguntó Michael, consciente de la avidez con que se lanzaba sobre una posible pista.

Dvorka parecía medir sus palabras.

– ¡Lo mantuvo en secreto durante seis meses!, eso para que vea hasta qué punto era reservada. Nadie se enteró, ni siquiera las niñas que compartían habitación con ella. Y estamos hablando de la intimidad de las duchas comunes, de vestirse y desvestirse juntas, de un grupo de personas enormemente sensibles al mínimo cambio que se operase en sus compañeras. Pero a nadie se le ocurrió pensarlo.

– ¿Y nadie sabía que había algo entre ellos? -quiso saber Michael.

– No había nada entre ellos, salvo breves encuentros sexuales, o tal vez un solo encuentro. Ni siquiera entonces conseguí arrancarle la menor información; Osnat se cerró como una ostra.

– ¿Y qué pasó?

– La enfermera que teníamos entonces, Riva, que ya no está entre nosotros, notó que los periodos de Osnat eran irregulares. Me llamó la atención sobre el hecho de que llevaba meses acumulando compresas, o de que tenía los periodos irregulares, no lo recuerdo exactamente. Debería haberse dirigido a Lotte, la encargada de la casa, pero la gente solía acudir a mí cuando surgía cualquier problema con Osnat -se alisó los pliegues del vestido gris y sus ojos entornados volvieron a dirigir a Michael una mirada que le hizo sentirse como un vulgar mirón.

– ¿Qué pasó entonces?

– En cuanto Riva me lo contó, recordé que Osnat había engordado mucho en los últimos tiempos y… al final le pedí que viniera a mi habitación, cuando no había nadie, claro está, y ni siquiera se lo pregunté, le dije directamente que estaba embarazada.

– ¿Y?

– Interrumpimos el embarazo -dijo Dvorka secamente.

– ¿En el sexto mes?

– Se diría que todo es posible cuando estás decidido a hacerlo. Y yo estaba decidida a impedir que incurriera en el mismo error que su madre. Además era lo que ella quería, deshacerse del niño. Por supuesto. Si le he contado esto no ha sido por otro motivo que para demostrarle lo cerrada, desconfiada y autodestructiva que era.

– Y nadie se enteró -reflexionó Michael en voz alta.

– Nadie. Excepto Riva, la enfermera, y ya no está entre nosotros. Falleció hace unos años. Ni siquiera el chaval, ni Fania. Nadie se enteró.

– Entonces, ¿es posible?

– ¿Qué es posible?

– Que nadie se entere de algo así en un kibbutz.

Dvorka guardó silencio.

Por primera vez, Michael se sintió triunfante. Pero luego Dvorka dijo, con un deje de malicia colándose en su voz:

– Yo me enteré. Era imposible ocultarme nada.

Michael no dijo nada. Dvorka bebió un sorbo de agua y él encendió un cigarrillo, pensando en Nira, su ex mujer. «Tiene ojos en la espalda», solía decirle refiriéndose a Fela, su madre. «Ya verás cómo es», le advirtió antes de que se casaran, cuando él le sugirió que interrumpieran su embarazo sin decírselo a sus padres. Nira se había puesto muy pálida y, por primera vez, Michael la había oído expresar el miedo que le inspiraba su madre. «Lo mejor que se puede hacer es mentirle de antemano para luego ir descubriendo la verdad a la vez que ella. Aunque no sepa nada, ella cree que lo sabe todo, pero si se te ocurre decirle algo así, ya me contarás lo que pasa», había dicho desconsolada. «Pone al descubierto toda la maldad que hay en mí, cosas que yo ni sospechaba, y al final consigue que me forme una opinión horrible de mí misma.»

– Osnat tenía muchísima energía -prosiguió Dvorka-, pero, a partir de entonces, no permitió que nadie la tocara. Se abstuvo de todo lo relacionado con el sexo, pero no porque hubiera sufrido un trauma; con Yuvik, mi hijo, no dio muestras de estar traumatizada…, a fin de cuentas, tuvieron cuatro hijos. Más bien era una cuestión de voluntad: por lo visto, tomó la decisión de canalizar su energía en otras direcciones.