Выбрать главу

«No me extraña nada, si la tenía a usted de modelo», se dijo Michael.

– Y en el kibbutz, en el movimiento en general y en el nuestro en particular, no éramos conservadores en cuestiones sexuales. Ya en aquella época no estaba mal visto hablar del sexo con franqueza, abiertamente. Se distribuían preservativos, impartíamos educación sexual a los niños, y entre los adultos no faltaron escándalos de carácter sentimental y sexual. Había varias madres solteras, mucho antes de que se pusiera de moda, y nadie pronunció una sola palabra de censura. A pesar de todo… ella… -Dvorka quedó en silencio y Michael a la espera, con el corazón todavía brincándole cada vez que ella abría los ojos y fijaba en él su mirada pesarosa-. Osnat era todo un carácter. No sé si es usted capaz de comprender, de imaginar, el impulso de aquella energía suya, tan instintiva en sus orígenes, cuando la canalizaba hacia ideas concretas. Estaba decidida a renunciar a la parte heredada de su personalidad, a echar raíces en el kibbutz, a multiplicar su presencia, a ejercer influencia, a contribuir. Ése fue el impulso de la campaña ideológica que llevó a cabo durante estos últimos años. Libró una batalla muy poderosa -masculló Dvorka, tensando los labios-, muy poderosa pero carente de visión constructiva. De fundamentos endebles -argumentó, como si estuviera debatiendo con alguna presencia invisible.

Se puso a hablar una vez más de la adolescencia de Osnat, del hogar acogedor que Srulke y Miriam habían tratado de ofrecerle, de sus ataques depresivos y sus estallidos incontrolables.

– Cuando murió su madre -dijo Dvorka-, le pedí, le rogué, la insté a ir al entierro, a llevar una corona de flores a su tumba. Todo en vano. Osnat jamás hablaba de ella, ni siquiera a sus hijos. Y una vez… -su voz se apagó y miró a Michael aturdida, turbada-. No tiene importancia -dijo con brusquedad.

– ¿Qué es lo que no tiene importancia?

– No quiero entrar en esas pequeñas miserias que forman parte de la vida de cualquier kibbutz.

– Yo sí quiero que entre en ellas -insistió Michael.

Dvorka vaciló.

– Las minucias de ese tipo son un tanto equívocas y sórdidas.

– También el asesinato es un tanto sórdido -dijo Michael sin saber de dónde le salía la voz.

– Yo no me precipitaría a descartar el suicidio -apuntó Dvorka.

– De eso hablaremos después. ¿Qué pasó una vez?

– No sólo una vez -reconoció Dvorka-. Unas cuantas veces, este último año también -con cierta repugnancia, concisamente, le habló de las supuestas aventuras sentimentales de Osnat, de los líos con hombres del kibbutz que le habían imputado, de las escenas de celos de las mujeres-. El tipo de poder que poseía Osnat despierta instintos muy fuertes -dijo en voz baja-, y es natural que Boaz se sintiera atraído por ella. Y no sólo él. Pero lo importante no es eso. Si no nos atascamos en los detalles insignificantes, veremos el proceso global que fue transformando a Osnat en una monja. Así de sencillo, en una monja. Fanática, casi peligrosa -su respiración se había acelerado.

– Peligrosa -repitió Michael.

– Para sí misma. Peligrosa para sí misma. Obsesa. En realidad no tenía la fortaleza necesaria para el liderazgo. Quería cambiar las cosas, ponerlo todo patas arriba, dejar huella. Una huella bien visible. Suscitaba oposición y eso no lo soportaba. Para eso no tenía fuerzas. Y sus ideas suscitaban oposición.

– ¿Por ejemplo? -quiso saber Michael.

– La cuestión de que los niños duerman con la familia, a la que ya se ha hecho alusión; pero eso no es una innovación radical, basta mirar a los demás kibbutzim… hasta el punto de que el Kibbutz Artzi está estudiando cambiar de política. Lo que quería Osnat era establecer una comunidad aparte para los ancianos, una «residencia de ancianos», como la llama Fania, y eso provocó una fuerte oposición.

– ¿Por qué quería hacerlo? -preguntó Michael, queriendo enterarse de detalles, nombres, de esos incidentes concretos que Dvorka eludía contarle, aunque no por los mismos motivos que Moish sino más bien, según le parecía, porque sencillamente se negaba a reconocer que tuvieran la menor importancia y pretendía elevarlo todo al plano de los procesos inevitables donde los individuos no son sino accesorios del decorado. Era la vínica manera en que Dvorka podía defenderse, pensaba Michael, protegerse del dolor, de todo lo que no quería ver.

– Nosotros sabíamos cuál era el fondo del asunto. Hay muchos miembros de edad, y eso es un obstáculo para llevar a cabo nuevos proyectos, algunos de ellos importantes y deseables; comprendíamos que el objetivo oculto del plan era trasladar a los ancianos a otro sitio, lo mismo que estaban tratando de hacer en el kibbutz Bet Oren, donde también andaban en juego cálculos económicos. Muchos miembros de mi generación, la fundadora del kibbutz, están débiles, o incapacitados, algunos enfermos, pero todos quieren tomar parte en la toma de decisiones. A mí el proyecto me parecía un despropósito, y así se lo dije a Osnat; en todo caso, nunca habría superado la votación -Dvorka frunció los labios.

Testarudamente, Michael volvió a la vida personal de Osnat.

– Sí -dijo Dvorka-, el cargo de secretaria del kibbutz puede crear enemigos a la persona que lo desempeña, sobre todo si no es flexible, y Osnat no era flexible. Pero en su vida personal era intachable, sólo se le podía reprochar su aislamiento social, algo que yo le venía echando en cara desde que tenía nueve años -Dvorka esbozó una sonrisa desvaída y melancólica, un leve estiramiento de las comisuras de los labios y apenas un temblor de sus marchitas mejillas-; incluso a esa edad se empeñaba con todas sus fuerzas en preservar su intimidad. Pero, dejando eso aparte -dijo recobrando su actitud habitual-, la manera que tiene usted de enfocar las cosas es totalmente errónea. No es una cuestión de tener enemigos, así, en términos tan burdos.

– Y estaba casada con su hijo -dijo Michael, atreviéndose al fin a abordar el tema. Fue entonces cuando comprendió que parte del temeroso respeto que sentía derivaba de los remordimientos que le inspiraba el hecho de que Dvorka había perdido a su hijo. El dolor de la pérdida de un ser querido siempre había sido un tema espinoso para él, incluso en situaciones de aquella índole.

– Sí -confirmó Dvorka-, estaba casada con Yuvik. Un psicólogo diría que fue una elección que le permitiría infiltrarse aún más en el kibbutz para socavar sus cimientos, pero Osnat no era consciente de ello. Y Yuvik era una persona especial -dijo esto último en tono desapasionado, como si hablara de un desconocido. Michael contuvo el aliento-. Todas las madres dicen eso de sus hijos, pero lo cierto es que Yuvik poseía una capacidad de comprensión y una ecuanimidad extraordinarias. Era un trabajador nato, uno de los últimos exponentes de la pureza; amaba su tierra por encima de todo.

Michael aguardó, en silencio.

– Fue un hijo muy deseado. Perdí a otros dos antes de que naciera él -dijo Dvorka, mirando por la ventana-. Ni siquiera Osnat lo sabía. Sí, fueron tiempos terribles -Michael no comprendía por qué se le concedía aquel privilegio. ¿Sería el principio del resquebrajamiento? Dvorka hablaba como en un trance-. Yuvik nació después de que perdiera dos niños. Que nacieron muertos -suspiró-. Era una época muy distinta, muy dura, puede informarse sobre ella en el folleto que editamos con ocasión del cincuentenario del kibbutz, pero ni así lo entendería. Es difícil comunicar cómo fue el primer contacto con una tierra como ésta. La dureza del trabajo, la sequedad, la escasez de agua, el hambre. Sobre todo el hambre, y el trabajo extenuante. A veces trabajábamos doce horas seguidas, desbrozando, arando y construyendo poco a poco. Soportando el calor en verano, el frío en invierno, la pobreza, el hambre. Los hombres estaban debilitados por el hambre y las fatigas, todos estábamos debilitados. Había días -otra vez la sombra de una sonrisa- en que todo lo que teníamos para comer, las embarazadas incluidas, eran dos rebanadas de pan y medio huevo, y un puñado de aceitunas.