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Michael encendió un cigarrillo sin apartar la vista de Dvorka.

– Y luego estaban las enfermedades, en fin, todas esas cosas que para usted son historia, literatura, yo qué sé… -dirigió a su alrededor una mirada vaga-. Cuando perdí a mis hijos, la gente me esquivaba, como siguen esquivándome hoy día. En aquellos tiempos, cuando iba por los caminos, las mujeres daban media vuelta y echaban a andar en dirección contraria para no toparse conmigo. El sentimiento de identificación era tan fuerte que se morían de remordimiento. Sobre todo -volvió a suspirar-, las mujeres que habían sido madres recientemente. Es difícil enfrentarse al dolor ajeno, es comprensible -dijo con naturalidad. Mientras Michael trataba en vano de imaginársela como una joven en pantalón corto caminando por los senderos del kibbutz, ella continuó con renovada energía-: Pero sobrevivimos, y luego llegó Yuvik. Lo que me ha contado de Aarón Meroz y Osnat me ha cogido completamente por sorpresa -dijo de pronto, acorralándolo con la mirada-. Aarón era un chico fuera de lo común, pero su historia demuestra que efectivamente es necesaria una base sólida para conservar tu identidad en nuestra sociedad. Era un chico introvertido, muy unido a Osnat, y para él fue un golpe terrible que ella se fuera a vivir con Yuvik -durante todos aquellos años, añadió avergonzada, ella se había sentido culpable ante él-. Y el hecho de que haya llegado tan alto al marcharse de aquí no me libra del remordimiento por no haber sido capaz de transmitirle un auténtico sentimiento de pertenencia al kibbutz. Miriam… -su voz se apagó-. La mujer de Srulke -prosiguió- no era una persona sofisticada. Era una mujer sencilla, una compañera fiel y una gran trabajadora. Trabajó toda su vida en la cocina, y en los tiempos de escasez alimentar al kibbutz era un trabajo duro… -Michael tuvo de nuevo la impresión de que las imágenes del pasado estaban abrumando a Dvorka; al cabo se oyó su voz cascada-: Hasta que la situación económica mejoró, Miriam dirigía la cocina a base de milagros hechos con berenjenas, como supongo que lo hacían en la ciudad en aquellos años -miró a Michael esperando su reacción, algo que delatara cómo había sido su infancia, pero no le preguntó nada explícitamente y él permaneció callado.

– Estaba hablándome de Miriam -dijo al fin-, de su relación con Osnat y el parlamentario Meroz.

– Sí -dijo Dvorka, meditabunda, como si hubiera perdido el hilo de sus pensamientos y toda su pasión-. Miriam no se daba cuenta del aislamiento de los dos niños, de sus desesperados esfuerzos para sentirse parte del kibbutz. Con Osnat lo logramos, con Aarón Meroz fracasamos.

Michael recordó una fotografía de Osnat y se preguntó cómo habría sido su vida amorosa.

– Como ya he dicho antes, tenía una clara tendencia al ascetismo, y había algo insano en su abstinencia del sexo -dijo Dvorka sin el menor sonrojo-, y de las emociones, también. Le hablé de eso unas cuantas veces, pero ella me miraba y me decía: «No es una cuestión de principios, simplemente no sale de mí», y yo me sentía impotente ante aquellas pasiones suyas que tanta fuerza le daban cuando las canalizaba hacia el terreno ideológico pero que, al mismo tiempo, tenían algo destructivo, y no sólo para ella, para todos nosotros, para todos cuantos la rodeábamos, para el kibbutz en su conjunto, era algo insano…

– Tenías razón; nunca se sabe cómo se van a desarrollar los acontecimientos -le dijo Michael a Majluf Levy a la vez que escudriñaba el interior del arrugado paquete de Noblesse y se apresuraba a recoger sus cosas-. Hazme el favor de comunicarle que voy a llegar tarde -añadió para no oír el silencio de Levy. Y vio en sus ojos una mirada sarcástica con la que parecía decirle: «Tranquilo, conozco mi oficio».

En aquel momento, pensó Michael mientras se precipitaba escaleras abajo y oía cómo se cerraba estrepitosamente tras de sí la puerta metálica, Majluf Levy volvía a recordarle al tío Jacques.

10

Michael volvió a llamar al Hilton desde el despacho de Elroi, el psicólogo de la policía. Aarón Meroz estaba en su habitación, esperándolo. No se quejó cuando Michael le comunicó que aún iba a retrasarse más.

– Como quiera, yo sigo aquí -dijo con un suspiro.

Mientras cargaba lentamente su pipa, Elroi sopesaba sus palabras con cuidado, eludiendo comprometerse. Hacía hincapié una y otra vez en la necesidad de analizar todas las hipótesis «y fundarlas en los hechos». Pese a sus aires de grandeza y a los modales distantes y formales que afectaba, Michael lo respetaba y valoraba sus opiniones profesionales. Sus contactos tenían siempre un tono prosaico que, sin predisponer a nada más profundo, tampoco resultaba molesto. «La cortesía también tiene su valor», le había dicho Michael a Danny Balilty en cierta ocasión en que éste se burlaba de Elroi, imitando su manera de limpiar la pipa y de caminar muy rígido hacia la puerta para abrirla con ademán cortés; «y no digamos ya la competencia profesional». «Eso es verdad», había admitido Balilty a la vez que se desvanecía su sonrisa, «eso nadie se lo puede negar».

Ahora Elroi murmuraba algo referente al psicólogo que trabajaba para la UNIGD y, sin decirlo explícitamente, dejaba caer que sus propios servicios seguían disponibles. Con una curiosidad poco común en él le preguntó a Michael qué tal era su nuevo lugar de trabajo y si se sentía cómodo en él. A todas luces satisfecho con la vaga respuesta recibida, escuchó la consulta de Michael y luego preguntó:

– ¿Qué medicación está tomando?

Michael se sacó una nota del bolsillo y leyó titubeante:

– Doscientos miligramos de Mellaril al día y quince miligramos de Haldol. No tengo ni idea de lo que significa, no conozco estos medicamentos, pero la enfermera me dijo que se le consideraba un enfermo en hospitalización domiciliaria. En el kibbutz tratan de no excluir a las personas en su situación. Lo que quiero saber es si un enfermo de estas características puede ser violento.

Elroi dejó la pipa al borde de la mesa y, poniendo énfasis en cada palabra como para asegurarse de que le comprendieran, dijo lentamente:

– Sí, al menos cabe la posibilidad de que lo sea. Ya sabes que la gran mayoría de los enfermos mentales no son violentos. Si, por ejemplo, me hubieras dicho que era maníaco-depresivo, te habría respondido que podías irte olvidando de él. Ese tipo de enfermo sólo es peligroso para sí mismo. Pero puesto que me dices que le han diagnosticado una esquizofrenia paranoide, en caso de que no tomara la medicación…

– Pero sí la tomaba. Se presentaba todas las mañanas y todas las tardes a que se la dieran.

– ¿Dónde se la diagnosticaron? -preguntó Elroi con desconfianza.

– En el hospital. Ha estado ingresado un par de temporadas. La enfermera parecía muy segura del diagnóstico.

– ¿Y recibía algún tratamiento, aparte de la medicación?

– Durante algún tiempo estuvo yendo a consulta psiquiátrica en el centro regional…

– Sí, los conozco. ¿Y ahora?

– Según me dijo la enfermera, llegó un momento, años atrás, en que se negó a ir, no colaboraba en las sesiones, y tuvieron que contentarse con mantenerlo vigilado en el kibbutz. ¿Por qué lo preguntas? ¿No estás de acuerdo con el diagnóstico?

– No es eso, es el diagnóstico lógico para la medicación que toma, pero la cuestión es si la toma. El hecho de que vaya a recogerla no significa nada. Basta con que la enfermera mire hacia otro lado y él aproveche para meterse las pastillas debajo de la lengua en lugar de tragárselas. Recurren a toda clase de trucos; he trabajado en un hospital, me los conozco todos.