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Y, una vez más, Aarón había sentido que con esas palabras le estaba queriendo decir que no era un auténtico hijo del kibbutz y que, pese a ser forastero, había llegado muy alto, y había percibido la sombra de un reproche porque le hubieran distinguido con un trato de favor. Ante esto, había logrado hacer acopio de la rabia necesaria para cuadrarse de hombros y decir:

– Lo pensaré; en realidad, aún no me he decidido.

De tanto en tanto, cuando volvía a casa desde Jerusalén, se preguntaba dónde estaría hoy si hubiera compartido su vida con Osnat, si ella no hubiera preferido a Yuvik, si se hubiese quedado en el kibbutz. ¿Se habría sumergido en una vida de plácida y calmosa crianza de los hijos y de acalorados debates en las asambleas del kibbutz? Nunca conseguía imaginarse la historia hasta el final; su mente siempre se detenía en el momento en que Osnat y él se quedaban a solas en su habitación, después de acostar a los niños (Osnat había tenido cuatro hijos con Yuvik… ¿cuántos habría tenido de haber estado con él?). Llegado a ese punto la imagen se desintegraba, porque entonces retornaba la rabia, aún viva e intensa.

La ceremonia concluyó. Aarón se quedó esperando a Moish, que charlaba con el técnico que estaba desconectando los micrófonos, y observó a la multitud encaminándose despacio hacia el comedor. Le vino a la memoria la fiesta de Shavuot de hacía treinta años. En aquella época no había cremas faciales ni exóticas frutas tropicales, ni tampoco el menor rastro de la plácida apatía que ahora reflejaban los rostros en torno suyo. Todo era más intenso, sin sonrisas de circunstancias, y la alegría tenía una cualidad distinta, cargada de tensión. Todo el mundo se tomaba tan en serio sus funciones que los preparativos duraban muchísimo tiempo. En su segundo año de estancia en el kibbutz fue él quien condujo al burrito de la granja durante el desfile. Aarón se vio marchando en medio de la fila y recordó la nuca de Hadas, que iba cargada con el pan horneado por los niños. Recordó su trenza. Ahora Hadas estaba en Estados Unidos. Se había marchado años atrás, siguiendo a su marido.

Hacía ya mucho tiempo que los miembros del kibbutz no vivían en «habitaciones» sino en casas de dos o tres cuartos, dependiendo de sus necesidades; casitas equipadas con todas las comodidades: neveras y estufas de gas, batidoras, licuadoras y molinillos de café eléctricos. Y en el circuito cerrado de televisión pasaban las películas de madrugada y otros programas grabados, sobre todo los de los sábados por la noche, para que la gente pudiera asistir a las reuniones semanales y ver después los programas que se habían perdido.

– Competir con la televisión es imposible -le había dicho Moish, y luego comentó que también televisaban las sijot-. Compramos un par de cámaras de vídeo desde el principio, pensando en unos cuantos ancianos demasiado débiles para acudir a las reuniones; pero, claro, algunos aprovechan para ver la sijá desde casa -suspiró-. Qué le vamos a hacer, siempre hay quien saca partido de las circunstancias.

Ahora Aarón caminaba junto a Havaleh, la mujer de Moish, que sujetaba a su hijo pequeño por la pringosa manita. Otro niño los seguía a pasitos inseguros mientras los hijos mayores, un chico y una chica, se alejaban en dirección al monumento que conmemoraba a los caídos en la guerra, desde donde llegaba el sonido de risas y gritos. Aarón miró a Havaleh y pensó con asombro que no tardaría en ser abuela. La satisfacción que reflejaban sus ojos mientras veía alejarse a sus hijos adolescentes prácticamente eclipsó la amargura del gesto que antes le viera mientras tomaban café en la habitación. Su voz había vibrado de ira antes de que Moish atajara con una mirada admonitoria la discusión en la que se habían enzarzado.

Iban camino de las habitaciones donde vivían los jóvenes, una hilera de cabañas que en su día alojaran a los fundadores del kibbutz. Aarón todavía recordaba el día en que Srulke y Miriam se mudaron de su cabaña a una casa de piedra. Ahora vivían allí los chicos y las chicas que estaban cumpliendo el servicio militar y también los solteros, hasta que les llegara el momento de trasladarse a las casas familiares. Moish se detuvo a hablar con Amit, el segundo de sus hijos, a la puerta de su habitación. Amit estaba haciendo el servicio militar, pero le habían dado permiso gracias a la nueva normativa anunciada en un recorte de periódico que Moish le había mostrado a Aarón: «Se insta a todos los comandantes en jefe a permitir que los kibbutzniks asistan a las celebraciones del jubileo». Mirando al joven soldado, Aarón recordó un comentario de Moish. «Está en una unidad Nájal, pero lo han destinado a Hebrón. No consigo acostumbrarme a la idea. Tú y tu gobierno de unidad nacional…». Ésa había sido la única referencia que había hecho al cargo de Aarón. Moish llamaba «hijo» a Amit siempre que se dirigía a él y Aarón volvió a sentirse inferior.

Él sólo tenía dos hijos de un matrimonio fracasado, un matrimonio que desde el principio había sido producto de las circunstancias más que de la libre voluntad. Arnon tenía siete años y Pazit diez, y a la niña le faltaba, había que reconocerlo, la indolente elegancia de las muchachitas del kibbutz. Havaleh había dado a luz seis veces, pero aún se paseaba por su habitación en pantalones cortos y usaba biquini para ir a la piscina del kibbutz, según había podido apreciar Aarón en el retrato de familia (una ampliación de una fotografía que había sacado Amit antes de incorporarse a filas, le había explicado Moish) que relucía en su marco sobre el televisor de la casita. Havaleh Moish eran de la generación de Aarón y seguían viviendo cono una pareja joven aunque, al propio tiempo, ambos tenían asignado un lugar en el mundo. Moish era director general del kibbutz y Havaleh estaba disfrutando de un permiso de estudios y poniendo al día sus conocimientos de educación musical. El hecho de que él perteneciera a la Comisión Parlamentaria de Educación ni siquiera se había mencionado. Su carrera política no impresionaba a Havaleh, quien había ahogado un gigantesco bostezo después de haberle dirigido una primera mirada de curiosidad.

Al mediodía toda la familia se reunía a comer y, al ver a Amit partiendo en rodajas un pepino enorme, Aarón había recordado la destreza de que hacían gala los miembros del kibbutz al prepararse la ensalada. En las raras ocasiones en que los niños acompañaban a Srulke al comedor, Aarón siempre se maravillaba de la meticulosidad con que los veía partir las hortalizas. Primero pelaban lentamente los pepinos, de manera que las tiras de piel fueran muy finas, luego los cortaban en cubitos pequeños y los mezclaban con cebolla y tomate, y después venía la búsqueda del aceite, y también del limón, si eras de los entendidos. Aarón se sentía torpe y frustrado por sus infructuosos intentos de partir finitas las hortalizas (les arrancaba la mitad de la carne a los pepinos y casi siempre chafaba los tomates) y le enfurecía aquel ritual, que, según descubriría más adelante en sus lecturas, era uno de los rasgos típicos de las comidas colectivas en los kibbutzim. En su visita previa también se había dado a pensar que el individualismo florecía a la hora de preparar la ensalada. Toda la energía individual que no encontraba otras vías de expresión se canalizaba hacia la preparación de la propia ensalada, con parsimonia y exasperante concentración. En ese aspecto todos eran especiales. En otros tiempos, Aarón no había encontrado la manera de traducir su rabia a palabras; no sabía cómo llamarla.

Además, en aquel entonces, los niños tomaban sus comidas en el comedor de la casa infantil, salvo la cena de los viernes, en la que sólo se servía sopa de pollo y un insípido pollo hervido (el humus, la tehina y las sabrosas empanadillas de queso llamadas burekas, como las que habían tomado hoy al mediodía, eran algo desconocido). En aquellos tiempos, cuando Moish iba a ver a Aarón a la ciudad, siempre devoraba con glotonería los polos que éste le compraba, y en cierta ocasión en que pasó dos días de vacaciones en casa de la madre de Aarón, Moish había pedido tres veces que lo llevaran al cine. Hoy día tenían cintas de vídeo, y un autobús con aire acondicionado llevaba a cualquiera que quisiera apuntarse a los conciertos de rock celebrados en el anfiteatro, descubierto de un kibbutz cercano. Según Moish, en estos tiempos los kibbutzniks veían más espectáculos al año que cualquier habitante de la ciudad. «Las cosas ya no son como antes», era el comentario que repetía, radiante de satisfacción, cada vez que Aarón comentaba algún cambio.