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– Pues bien, supongamos que no tomaba la medicación -dijo Michael impaciente.

– Si no tomaba la medicación, es posible que su enfermedad haya evolucionado hacia una psicosis paranoide… Pensaría que lo perseguían y ese tipo de cosas. Los medicamentos se eliminan al cabo de cuarenta y ocho horas de tomarlos. Si no se toman durante varios días, y el enfermo se siente sometido a presión, puede llegar a sufrir un ataque peligroso.

– Entonces, si he entendido bien tu explicación, un envenenamiento con paratión cuidadosamente planeado sería lo último que cabría esperar. Más bien agrediría violentamente a la víctima, ¿no es así?

Otra vez la manipulación de la pipa, los gestos lentos, deliberados, la voz pausada, la pronunciación cuidadosa y neutra de las palabras, la cautela para no comprometerse. Elroi asintió con la cabeza y dijo:

– En principio, tienes razón, pero en este caso, con este diagnóstico, no se puede descartar. En cualquier caso, yo no lo descartaría. Un paranoico que toma esas dosis es… puede ser peligroso. A veces no los comprendo -añadió tras una breve pausa, en un tono más emocional.

– ¿A quién no comprendes? -inquirió Michael.

– A los kibbutzim y su empeño en que nadie se vaya de allí. Están jugando con fuego. Con el tipo de medicación que está tomando nuestro sujeto, habría que hospitalizarlo. El caso me resulta asombroso en todos los aspectos.

– ¿Qué es lo que te asombra? -preguntó Michael.

– En mis tiempos hice bastantes investigaciones -dijo Elroi con descarada expresión de vanidad de la que no parecía consciente en absoluto- sobre todo tipo de temas, pero especialmente sobre la agresividad. Realicé, por ejemplo, una investigación para el Ejército acerca de la agresividad de los kibbutzniks en comparación con la de los no kibbutzniks. Un estudio a gran escala, puedo darte una copia de las conclusiones si te interesa.

– Estoy muy interesado en cualquier material sobre el tema -dijo Michael sinceramente-, pero de momento dime qué es lo que te sorprende.

– Formamos tres grupos de sujetos, y lo que caracterizaba a los kibbutzniks, a quienes no se habían ido del kibbutz y seguían viviendo allí, era la clara tendencia a volver la agresividad en contra de sí mismos. Probablemente ése es el motivo de que no haya asesinatos en los kibbutzim. Publiqué un artículo al respecto en una revista especializada; tengo un ejemplar por aquí, en algún lugar… -giró en redondo para examinar los rimeros de libros y papeles de detrás de las puertas de cristal de la biblioteca.

– Una vez hubo un intento de asesinato -le recordó Michael.

– Sí, pero fue algo tan cándido, tan torpe, que se puede atribuir a la autodestrucción, a la agresividad contra uno mismo. Te refieres, supongo, a la mujer que trató de envenenar a alguien con Luminal. Ella también sufría trastornos emocionales, por cierto. Pero un solo caso en todos los años de existencia del movimiento de kibbutzim es verdaderamente asombroso. Además hubo otro, un ataque psicótico que terminó en asesinato, pero nada como lo que tienes entre manos.

– Entonces, ¿qué hacen con su agresividad? -preguntó Michael-. ¿Qué significa que la vuelven contra sí mismos? ¿Cómo se manifiesta eso en la práctica?

– Mira el índice de suicidios. Es muy elevado. Es una solución más aceptable para las situaciones conflictivas, de angustia, de hostilidad. ¿Sabes que el suicidio es un acto agresivo?

– Eso he oído decir -repuso Michael, pensando en el viejo profesor Hildesheimer, del Instituto Psicoanalítico de Jerusalén, y preguntándose qué sabría de los kibbutzim y si sería posible recabar de nuevo su ayuda.

– ¿Dónde trabajaba tu enfermo psiquiátrico? -preguntó Elroi.

– En la fábrica. En el kibbutz tienen una fábrica de cosméticos muy grande, y trabajaba a las órdenes de un canadiense que lleva diez años en el país. Por lo visto él también es un poco rarito, y son amigos. Todavía no he hablado con él.

– Yo trataría de averiguar si el enfermo mental sabe algo sobre el paratión y qué relación tenía con la mujer asesinada.

Michael le contó lo del embarazo. Elroi lo escuchó con atención, asintió con la cabeza y dijo:

– Pues bien, como ya te he dicho, tendrás que comprobarlo. Y el hecho de que un kibbutz se las haya arreglado para provocar una esquizofrenia paranoide también es en sí mismo interesante -reflexionó en voz alta, golpeando la pipa contra el redondo cenicero de latón-. Se hizo un estudio exhaustivo sobre las enfermedades mentales en los kibbutzim, ¿sabes?, y se descubrió que no existen diferencias entre los kibbutzim y las ciudades en cuanto a la incidencia de enfermedades mentales, salvo en un aspecto asombroso.

– ¿Cuál es? -preguntó Michael.

– En los kibbutzim aparecen los mismos trastornos que en las ciudades, salvo uno: no hay casos de esquizofrenia. ¿No te parece asombroso?

Michael estiró las piernas y dijo pensativo:

– Sí, me parece muy interesante. ¿Cómo lo explican?

– Ése es otro tema a analizar. La causa podría ser que los miembros de un kibbutz interiorizan el conjunto de la comunidad como imagen de su familia. Pero eso es una hipótesis superficial, traída por los pelos. El estudio en cuestión no se ocupaba de los motivos, sólo de los resultados, que en sí mismos eran prodigiosos -una vez más, la manipulación de la pipa-. La esquizofrenia paranoide… tiene que poseer un componente genético. ¿Quiénes has dicho que eran sus padres?

– No sé mucho sobre ellos, sólo que su madre también es una persona difícil. Su hermana y ella llegaron al kibbutz después de la Segunda Guerra Mundial.

– Ah -dijo Elroi, como si todo se hubiera aclarado-. El síndrome de la segunda generación. Eso explica muchas cosas.

– ¿Qué es lo que explica? -preguntó Michael.

– Pues bien, toda clase de fenómenos transmitidos a los hijos como resultado del trauma sufrido por los padres. Se ha escrito mucho sobre esto recientemente. Y también se ha celebrado un congreso muy substancioso sobre la segunda generación. Es un tema que ha suscitado gran interés en los últimos tiempos -Michael se tragó el comentario irónico que tenía en la punta de la lengua acerca del congreso y el interés público por la segunda generación de supervivientes del Holocausto; le habría gustado decir: «Mira, nosotros también sufrimos, somos todos compañeros de fatigas, y a nuestros sufrimientos también se les puede poner nombre». Elroi prosiguió-: La segunda generación ha recibido toda una carga de culpabilidad y ansiedad. Es un auténtico síndrome. Y es susceptible de provocar paranoia. ¿Y el padre?

– Todavía no lo conozco personalmente, pero sé que es un yemení que se unió al kibbutz en los años difíciles posteriores a la guerra de la Independencia. No estoy enterado de los detalles.

– Muy interesante -dijo Elroi, y empezó a juguetear de nuevo con su pipa-. Me gustaría conocer el asunto más a fondo si resulta ser relevante. En conjunto, todo el caso me interesa. Me gustaría analizar el tema de cómo están adaptándose a los cambios. Tal vez haya llegado el momento de llevar a cabo otro estudio. Y tú también deberías hacer algunas lecturas sobre el tema.

– ¿Qué me recomiendas? -preguntó Michael, reprimiendo una sonrisa ante el tono paternalista del psicólogo.

– Tengo algunas cosas aquí mismo -dijo Elroi. Se levantó para ir a la biblioteca, cuya chirriante puerta de cristal abrió con dificultad; regresó con un libro y un montoncito de papeles en la mano-. Es un poco superficial y quizá demasiado divulgativo, pero no está mal para empezar -comentó, tendiéndole a Michael un ejemplar de Hijos de un sueño de Bruno Bettelheim- Pero, aparte de esto, deberías leer la bibliografía, los textos históricos. Al fin y al cabo, ¿no eras historiador originalmente?

– Me especialicé en Historia de Europa -repuso Michael-. No sé nada sobre la historia del movimiento de kibbutzim.