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– Todo comenzó con Bittania, la comunidad fundada por Hashomer Hatzair [8] a principios de los años veinte, en una colina junto al mar de Galilea -dijo Elroi-. Comienza por Kehilatenu [9], los anales del grupo, que incluyen un resumen de las denominadas sijot, que se celebraban a diario y en realidad eran prolongadas sesiones de confesiones públicas e histéricos arrepentimientos. No puedes ni imaginarte lo que sucedía allí. Ya que estás habituado a leer textos históricos, deberías leer éstos, son fascinantes -a continuación, mientras acompañaba a Michael a la puerta y éste le daba las gracias, Elroi señaló-: No te va a ser fácil investigar este caso; desconoces demasiadas cosas. Necesitas tener un aliado en el kibbutz -y esbozó una desagradable sonrisa.

Michael continuó viendo mentalmente aquella sonrisa durante todo el camino al hotel Hilton, en cuyo vestíbulo lo esperaba el parlamentario Aarón Meroz con paciente desesperación y un gesto animoso y atormentado en el rostro. Al natural tenía mejor facha que en sus apariciones televisivas. Su cabello era de un rubio indefinido tirando a gris, sus facciones angulosas y bien trazadas. En sus ojos se veían todas las emociones previsibles: tensión, ansiedad y sufrimiento.

Tomaron asiento en la habitación que Meroz siempre tenía reservada en el séptimo piso para sus estancias en Jerusalén. Aquel día, el asunto que le había llevado allí era una reunión de la Comisión de Educación. Michael le tendió una fotocopia de la carta que había escrito a Osnat y Meroz dijo:

– Sí, es mía -se sonrojó y se la devolvió a Michael sin mirarlo-. Nunca pensé que esta carta caería en otras manos -dijo al fin, y después de darle vueltas a lo que iba a preguntar, cobró animó y lanzó la pregunta ansiosamente-: ¿Qué estaba usted haciendo allí? Me ha dicho que es de la Unidad Nacional de Grandes Delitos… ¿Por qué ha tenido que intervenir?

– No ha sido una muerte por causas naturales -Michael había escogido aquella fórmula que, sin ser totalmente satisfactoria, le permitía mantener un tono neutro, revelar lo menos posible.

Meroz lo miró alarmado.

– ¿Cómo que no ha sido por causas naturales? ¿Quiere decir que no fue por la inyección? Porque me han dicho, Moish me lo dijo, que lo que pretendía averiguarse con la autopsia era si había sido culpa de la inyección.

– No -repuso Michael sin apartar la vista de Meroz-, no fue la inyección, ni la neumonía, ni ningún virus.

– ¿Qué fue entonces? -preguntó Meroz.

Michael escudriñó el semblante de su interlocutor, pensando en la habilidad que tienen algunas personas para actuar y en que Meroz era político; ¿hasta qué punto podía creer en la expresión de alarma que iba acentuándose en sus ojos?

– Un envenenamiento por paratión -dijo al fin.

Meroz lo miró con incredulidad.

– ¿Paratión? ¿Cómo que paratión? ¿Qué contacto puede haber tenido Osnat con el paratión? Llevan años sin utilizarlo para fumigar los frutales.

– No fue a causa de una fruta fumigada.

– Entonces, ¿cómo tuvo contacto con ese veneno?

– Se lo explicaré enseguida -dijo Michael-, pero antes quiero saber cuándo la vio por última vez.

– El sábado por la noche -respondió Meroz sin dudarlo un instante-, hace una semana y dos días exactamente.

– ¿Y cuándo le envió la carta?

– Esa misma noche. No, por la mañana del día siguiente. La escribí a altas horas de la noche y lo primero que hice por la mañana fue echarla al correo. No sabía que estaba tan enferma.

– ¿Y después no volvió a tener contacto con ella? ¿Después de la noche del sábado de hace nueve días?

– No. Hasta que Moish me llamó por teléfono -repuso Meroz. Su voz temblaba.

– ¿Y cómo hay que interpretar esta carta? Perdone la pregunta, pero ¿cuál era su relación con la difunta?

Meroz suspiró. Miró a Michael y dijo:

– La relación que se deduce de la carta. Usted debe de haberla leído; de no ser así no estaría aquí. Una relación íntima. No tiene sentido que lo niegue ya que ha leído la carta. ¿Qué más?

Michael no dijo nada.

– ¿Qué más? -repitió Meroz-. ¿Qué más quiere saber?

– Todo. Cuanto más mejor. Cuánto duró, por qué lo mantenían en secreto. Todo -repuso Michael sin vacilar, en tono firme y calmado.

Meroz suspiró de nuevo.

– No sé qué pretende sacar de esto -dijo al cabo-. No tiene relación con nada.

– Todo está relacionado -replicó Michael, confiando en no tener que enzarzarse en una disputa sobre la inmunidad parlamentaria. («Procura que no se ofenda, que colabore voluntariamente», le había aconsejado Nahari con aire pretendidamente paternal. «Nos podemos buscar un buen lío. Dicen que eres un experto en ganarte la confianza de la gente a la que interrogas. Adelante, gánate la suya.»)

– En primer lugar, estoy casado -dijo Meroz, sin el azaramiento y la aprensión característicos de los hombres de su posición-. Pero sobre todo fue por Osnat, que no quería estar en boca de todo el mundo, ser la comidilla del kibbutz -se quedó callado y luego soltó de pronto-: Pero quiero saber de qué murió. ¿Por qué murió? Cuéntemelo todo.

– Por qué es una pregunta que usted tal vez pueda ayudarme a responder. De qué murió ya se lo he dicho.

– Sí, pero ¿cómo pudo morir envenenada con paratión? Eso me lo tiene que explicar.

– Por lo que sabe de ella -dijo Michael-, ¿estima posible que se haya suicidado?

Meroz reflexionó largo rato antes de contestar.

– Ahora no. Quizá en otra época, pero no ahora. Estaba demasiado ocupada viviendo -y añadió con amargura-: O con lo que ella creía que era vivir.

– En otra época, ¿qué época? -preguntó Michael.

– Quizá cuando éramos pequeños. Aunque, bien pensado, ni siquiera entonces. Osnat estaba cargada de rabia, de una rabia tremenda, pero hasta eso era un síntoma de su fuerza vital, de esa formidable vitalidad suya. No, Osnat nunca se habría suicidado, estoy convencido.

Y Michael volvió a oír la historia de la vida de Osnat. Aarón Meroz no había conocido personalmente a su madre. Habló largo y tendido sobre la belleza de Osnat y luego, pausadamente, como si lo estuviera expresando con palabras por primera vez, explicó el gran miedo que le inspiraba a Osnat «convertirse en la chica fácil del kibbutz, en el consuelo de todos los hombres…».

– Podría haber sido tan femenina, tan atractiva, yo qué sé… Bueno, ya ha leído usted la carta -dijo con voz ahogada.

Michael no dijo nada.

– Hay algo trágico en esa «filosofía», como la llamaba ella -dijo Meroz-, en la que se había implicado tanto. Era como si se dispusiera a tomar venganza sin siquiera darse cuenta de lo que hacía -se enjugó la frente-. Es bastante trágico… puede que trágico sea un adjetivo demasiado fuerte… bastante triste que ni ella ni yo lográramos sentirnos parte del kibbutz. Y lo es sobre todo en el caso de Osnat. La imagen modélica de Dvorka siempre nos perseguía, instándonos a vivir de acuerdo con un ideal de perfección. Ante Dvorka te sientes desnudo, transparente, como si hubieras hecho algo mal aun sin saber qué es. Y si no lo has hecho, sin duda lo harás, o basta con que pienses en hacerlo, o con que te creas superior a los demás -hizo una pausa y luego preguntó quejumbroso-: Si no se suicidó, ¿qué le pasó?

Había llegado el momento: Michael sabía que ya no podría sonsacarle nada a aquel hombre a no ser que le diera la información que solicitaba.

– Creemos que alguien la envenenó -dijo como si estuviera tirando de la espoleta de una granada de mano, y se quedó a la espera.

El semblante de Aarón reflejaba la misma incredulidad, el mismo miedo, los mismos sentimientos que había visto en los rostros de Moish y los demás. Pero su expresión enseguida se tornó pensativa. Michael percibió por sus ojos que estaba asimilando aquella información, casi como si se la hubiera esperado. A diferencia de los demás, Meroz reaccionaba como si pudiera dar crédito a lo sucedido, e incluso aceptarlo. Después de la conmoción primera, su gesto era el de quien ve confirmadas sus previsiones.

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[8] Movimiento juvenil sionista de izquierdas fundado en Polonia en 1916 que más adelante se afilió al movimiento Kibbutz Artzi.

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[9] Nuestra Comunidad