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– No le ha sorprendido -afirmó Michael.

– Me parece irreal. No siento nada -confesó Meroz-. Sencillamente no siento nada. Ni sorpresa ni ninguna otra cosa. Por lo visto su muerte ya me había dejado bastante aturdido. ¿Esto lo saben todos?

– Muy pocos. Sólo Moish y la familia, las personas que tenían que saberlo -dijo Michael.

– ¿Y cómo reaccionaron? -preguntó Meroz; y, sin esperar la respuesta, soltó una risotada desabrida-. Pobres ingenuos. Esto sí que es el fin -y añadió maliciosamente-: Me gustaría ver a Dvorka en estos momentos. Me gustaría oír lo que tenga que decir. ¿Están seguros?

Michael asintió con la cabeza.

– Quiero someterlo a una prueba poligráfica -dijo mirando de frente la cara pálida, tensa y fatigada de Meroz.

– Sin problemas -repuso Meroz haciendo un gesto de asentimiento. No parecía estar pensando en la inmunidad parlamentaria-. Sin problemas. También le puedo decir dónde estuve y qué hice en todo momento del día. No tengo secretos. Osnat era mi único secreto y hasta ella ha dejado de serlo.

– Necesito su ayuda -dijo Michael, que creía haber encontrado la sencilla fórmula adecuada para el hombre que tenía enfrente-. ¿Se le ocurre algo que pueda servirnos de pista? ¿Tiene alguna idea?

– ¿Sobre qué? ¿Se refiere a quién lo hizo? -preguntó Meroz, enjugándose la frente. El aire acondicionado estaba encendido y en Jerusalén no hacía calor, pero él sudaba copiosamente-. Aún no he asimilado lo que ha sucedido. Pero hay algo que no le he contado -y, permitiéndose pensar en aquel detalle por primera vez, le habló a Michael de la figura en pantalones cortos que había entrevisto en la oscuridad.

– ¿Tiene idea de quién podía ser?

– Ni la menor idea -dijo Meroz sacudiendo la cabeza.

– ¿Podría ser Yankele? -le espetó Michael.

Meroz se quedó petrificado. Luego se repuso y dijo:

– ¿Qué Yankele? ¿El hijo de Fania?

Michael asintió.

– ¿Por qué Yankele? ¿De qué lo conoce? -preguntó, asiéndose el brazo izquierdo.

Michael hizo caso omiso de aquellas preguntas.

– Piense en su silueta -dijo-, en la manera de correr con pies ligeros a la que acaba de aludir.

Aarón Meroz agachó la cabeza y cerró los ojos.

– ¿Lo ha visto alguna vez? -preguntó levantando los ojos. Michael no respondió-. Puede que fuera él, pero el hecho de pensar en personas concretas, en personas reales, me disgusta. Al cabo de tantos años, sigo sintiéndome un traidor; y no lo entiendo, créame, porque trabajé muy duro por lo que recibí a cambio, y también sufrí mucho. En mi opinión, podría haber sido cualquiera, hombre o mujer.

– ¿Por qué especifica que puede haber sido una mujer? -preguntó Michael.

– No sé por qué lo he dicho.

Meroz se levantó y salió de la habitación. Regresó con un vaso de agua, abrió la ventana y respiró hondo, sujetándose el brazo izquierdo con la mano derecha. Después Michael comprendería que todo lo dicho y hecho durante la entrevista lo había ido abocando al resultado final, pero, en aquel momento, achacaba las reacciones de Meroz a los nervios, al propio interrogatorio, a la presencia de la policía, de la UNIGD.

– Ahora que lo pienso -dijo Meroz de pronto-, la maldad, la auténtica maldad, está concentrada en las mujeres. Los hombres más bien mantienen la boca cerrada o hablan de cuestiones de principios, como Zeev HaCohen; o viven su vida apartados, como Félix o Alex; o son unos calzonazos, como Zjaria; o trabajan altruistamente sin entender nada, como Moish. Es una sociedad absolutamente matriarcal, si se piensa en ello. Todo ese rollo de la educación comunitaria, de que los niños vivan y duerman juntos en la casa infantil, fue un invento encaminado a liberar a las mujeres de sus labores, a colocarlas en pie de igualdad con los hombres. Y en este kibbutz en concreto, piénselo, Osnat era la secretaria, la comisión de educación ha estado dirigida durante muchos años por una mujer, es como una gran colmena… -empezaba a respirar con dificultad-. Y cuando se piensa en la madre de Yankele, Fania, y en su hermana, Guta, sólo cabe concluir…

– ¿Concluir qué? -preguntó Michael.

– Son las personas más pavorosas con las que he topado en mi vida -dijo Meroz sin sonreír-. ¿Sabe la tortura que era trabajar con ellas? Hay personas que no han vuelto a pisar el kibbutz por su culpa.

– ¿Por qué dan tanto miedo? -quiso saber Michael.

– En primer lugar, sobrevivieron al Holocausto. No sé si usted lo entenderá -Meroz titubeó, mirando a Michael, que pensó en Yuzek y Fela, los padres de Nira-, pero eso ya es una fuente de tensión, de remordimientos sin límite. No es que ellas lo mencionaran nunca, pero era como un aura que las rodeaba. Y, aparte de eso, establecían un sistema de trabajo tal que a su lado hasta Dvorka y los pioneros de principios de los años veinte se quedaban cortos. En aquel entonces, por lo menos cantaban; pero ellas ni cantaban ni sonreían, lo único que hacían era trabajar. Recuerdo… -su voz se fue apagando a la vez que su cara se contraía en una mueca de dolor, que Michael atribuyó al esfuerzo de recordar y a la conmoción por la muerte de Osnat-. Recuerdo que una vez llegué tarde al trabajo, porque se habían olvidado de despertarme. Tenía que hacer un turno en la vaquería, con Guta. Hasta el día de hoy sigue siendo la reina de la vaquería. Sólo me retrasé cinco minutos, ni uno más, lo juro, y cuando llegué corriendo, literalmente corriendo, le expliqué que se habían olvidado de despertarme porque no había dormido en mi habitación, se lo expliqué todo. Me miró y dijo: «¿Ah sí?». Nada más. Pero yo sabía que mis explicaciones habían caído en los oídos de alguien que no se creía nada, que sabía de antemano que todo era una sarta de embustes. Y ella era la mejor de las dos hermanas.

Una vez más, el espasmo de dolor y la expresión de honda inquietud. (Más adelante, cuando Michael le preguntó por qué no se había quejado, Meroz le diría que no se había dado cuenta de lo que le estaba pasando, que ya había tenido dolores semejantes en otras ocasiones, en una de las cuales había acudido a urgencias sin que le descubrieran nada.)

– Pero si usted nunca ha vivido en un kibbutz -dijo Meroz, y Michael supo que tendría que oír esa frase hasta el infinito-, no podrá comprender nada. No sabe cómo se santifica el trabajo. El trabajo es el valor supremo. Puedes ser una nulidad, pero si trabajas bien, todo se te perdonará.

– Y, aparte de lo de Yankele, suponiendo que fuera él a quien vio, ¿qué más me puede contar? -preguntó Michael cuando Meroz se quedó callado.

– Le puedo hablar de Tova y de sus problemas con Boaz, su marido, que estaba enamorado de Osnat y no dejaba de rondar alrededor de su habitación, sobre todo después de que enviudara, siempre tratando de llevársela a la cama -y Michael volvió a oír la historia de la escena que Tova había montado en el comedor.

– ¿Qué más se le ocurre? ¿Con quién cree que debería hablar?

– Con Alex. Era un buen amigo de Osnat, incluso cuando Riva aún no había muerto. A Osnat no le caía bien Riva. Con Dvorka, ni que decir tiene. Yo qué sé. Con todo el mundo. Con Moish. Con Havaleh no tiene sentido perder el tiempo, aunque está puestísima en chismorreos. Con Yoyo, con Matilda, si es capaz de soportar su maledicencia. ¡Cuánto rencor y cuánta envidia! ¡Menuda sarta de patrañas es todo ese rollo sobre la sociedad ideal! ¡Hay que ver en lo que se ha convertido! Desde el mismo principio, esa idea de un lugar o una sociedad donde todos fueran iguales, de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades. ¡Qué absurdo! -dijo Meroz. Tomó un sorbo de agua-. A cada cual según sus capacidades y según la fuerza de sus brazos y la potencia de sus gritos… Eso es lo que ha pasado en realidad.