Выбрать главу

»Y luego está la cuestión de dormir en la casa infantil. A los niños seguía sin gustarles cuando ya tenían doce años; y algunos continuaban haciéndose pis en la cama a esa edad. Siempre se estaban despertando de noche, y había muchísimas discusiones sobre qué padres se harían cargo de vigilarlos, y en lo referente a la posición de los padres en general… ¿quién les pedía su opinión? ¿A quién le importaba lo que pensaban?

»Recuerdo que cuando se construyó la piscina, la comisión de educación decidió a qué edad podían ir a bañarse los niños solos, sin que los acompañaran adultos. Lo sé porque yo era socorrista. Sí, sí -dijo en respuesta a la mirada de sorpresa de Michael-, hice un curso de socorrista. Ahora usted no me ve en ese papel, pero fui socorrista. Un día de verano vinieron a bañarse dos niñas, cuando yo todavía estaba estudiando fuera del kibbutz. Durante los primeros años solía volver de visita muy a menudo, pero a medida que fue pasando el tiempo mis visitas cada vez se espaciaron más. Las dos niñas habían ido a bañarse solas, un sábado por la tarde -dijo sonriendo, como si estuviera contemplando un cuadro, una imagen lejana-; yo estaba sentado cerca de la puerta. Entonces entró en escena Elka, que en aquel entonces era la directora de la comisión de educación, y tendría que haber oído el discurso burocrático que les largó a las niñas: que la comisión había dictaminado oficialmente que los alumnos de cuarto no estaban autorizados a ir solos a la piscina, etcétera, etcétera. A nadie le interesaba lo que pensaran los padres, nadie les pedía su opinión. No existían. Sólo existían Lotte y Dvorka.

– ¿Quién es Lotte? -preguntó Michael.

– Fue la encargada de la casa de los niños durante algunos años -respondió Meroz-. Si le hubiera tocado trabajar con cualquier otra profesora, habría establecido su dominio absoluto. Pero como la profesora era Dvorka, tuvimos dos diosas en lugar de una. Ni hablar de ir a contarles a tus padres tus dudas o problemas, era impensable. Todo pasaba por Dvorka y Lotte. Yo creo que las madres se enteraban de que a sus hijas les había llegado el periodo con un año de retraso -prosiguió sin sonreír-. Las primeras en enterarse eran Lotte y Dvorka, y quizá Riva, la enfermera. Ese concepto de una educación uniforme para todos, un plan estandarizado… Usted mismo puede ver los resultados; no es nada de lo que pueda uno sentirse orgulloso. La mediocridad y el materialismo están a la orden del día en los kibbutzim de nuestros tiempos. Es una sociedad donde no existen retos, salvo el reto de aferrarte a tu individualidad.

«Pensándolo bien, es la propia idea del kibbutz la que no me gusta -murmuró Meroz, como para sí-. Es una ingenuidad pensar que la especie humana puede implantar una igualdad auténtica…, y para colmo entre judíos. No es de extrañar que Osnat luchara como una leona. Y si hubiera sido más fuerte, no se habría quedado en el kibbutz -Meroz sepultó el rostro entre las manos, el mismo gesto de Moish, y dijo-: La historia de Osnat me rompe el corazón. Se mire por donde se mire, es una tragedia. Incluso sus cuatro hijos. Y no digamos ya la boda con Yuvik, la mejor creación de Dvorka, que era una apisonadora en los campos y un bloque de piedra en casa. Con sus galones de la Marina de Guerra y todo. Yuvik nunca en su vida se enfrentó a sí mismo. Y no es que hasta ahora yo me hubiera enfrentado a fondo a mí mismo, pero la muerte de Srulke, el padre de Moish, y la muerte de Osnat me han transformado, no sé cómo. Tal vez me han hecho comprender que dispongo de muy poco tiempo.

En ese momento, precisamente cuando Michael iba a abordar la cuestión de los sospechosos y de las diversas posibilidades, cuando iba a interrogarlo sobre Moish, Dvorka y los demás, el parlamentario y presidente de la Comisión de Educación profirió un gruñido y dijo:

– No me encuentro muy bien.

Su cabeza se desplomó hacia atrás, sobre el respaldo de la silla, y perdió el sentido. Michael se abalanzó al teléfono, pidió que le enviaran a un médico y se dedicó a hacerle a Meroz la respiración boca a boca hasta que el médico llegó con la unidad móvil de cuidados intensivos y confirmó que Meroz había sufrido un infarto de miocardio. «Aunque, como es lógico, no sabremos de qué gravedad hasta que lo hayamos reconocido», dijo cuando los esfuerzos de reanimación concluyeron, con la respiración ya restablecida y el color afluyendo al rostro de Meroz. Cuando llegaron al hospital (Michael pudo acompañarlos una vez que se hubo identificado), Meroz ya había vuelto en sí.

– ¿Sabes lo que me estás pidiendo? -preguntó Shorer retóricamente-. Si no fuera la una de la mañana y no supiera qué día de perros has tenido, te echaría la bronca de tu vida. ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? Estás totalmente pirado. No puedo autorizarlo, sobre todo en estos tiempos, con tantos problemas en los kibbutzim. ¿Te das cuenta del escándalo que montaríamos? Imagínate los titulares de la prensa; si se enterasen, sería mi ruina.

Michael tomó un sorbo de café, hizo una mueca y dirigió una mirada en torno suyo.

– Y no pongas esa cara, como si no hubieras matado una mosca en tu vida -dijo Shorer enfadado-. Estás aprovechándote de mí. ¿Y qué hay de la chica? ¿Crees acaso que es un juego? Hay un psicópata suelto en el kibbutz… ¿Cómo se te ocurre hacerle correr ese riesgo? Y si lo descubren… En fin -dijo más animado-, ni siquiera está en manos del comisario jefe, una decisión así debe tomarse a nivel gubernamental -apuró su cerveza y enjugó el lugar que en tiempos ocupara su magnífico bigote.

Michael no dijo nada.

– Espera un poco, por lo menos -imploró finalmente Shorer.

Michael lo miró a los ojos y, al cabo, como si estuviera decidido a imponer su punto de vista, dijo calmosamente:

– No tiene sentido renunciar al plan. No la van a descubrir. Créeme si te digo que no la van a descubrir.

Shorer resopló y dijo:

– ¿Cómo? ¿Es que ahora eres profeta? Sabes tan bien como yo que estas cosas son impredecibles. Debemos tomar en consideración la posibilidad real de que el asunto nos estalle en las manos. No es un peligro teórico.

– Exponme por escrito tu opinión y yo asumiré la responsabilidad. Si se descubriera, diría que…

– Corta el rollo -le espetó Shorer-. O lo hago o no lo hago, y tendría que estar zumbado para hacerlo. ¿Sabes lo que supone ser la enfermera de un kibbutz? El Muro de las Lamentaciones no es nada en comparación, la enfermera se entera de todo, ¡absolutamente de todo!

– Eso es lo que he podido deducir hoy -dijo Michael-. La enfermera me ha contado unas cuantas cosas.

– ¿Algo significativo? -preguntó Shorer.

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Es difícil de juzgar. Tal vez. En el kibbutz hay una persona… ¿Hasta qué punto te interesa que te lo cuente?

– Ya que estamos en ello, cuéntamelo todo, ¿no?

– De acuerdo -replicó Michael, echando un vistazo a su alrededor.

Eran los únicos ocupantes del vestíbulo del Hilton, donde Michael se había citado con Shorer después de acompañar a Meroz al hospital. Estaban sentados a ambos lados de una elegante mesita, en un rincón, con todo el vestíbulo por delante. Daba la sensación de que el hotel bullía de vida pese a que no hubiera nadie a la vista. En las plantas de arriba, pensó Michael, había centenares de personas: personas felices e infelices, parejas haciendo el amor, cocineros, panaderos, docenas de empleados… silencio junto al murmullo de la vida oculta. Y no muy lejos de allí, no muy lejos en absoluto, la Intifada seguía en marcha con sus apedreamientos y sus cócteles Molotov, y Yuval estaría en las callejuelas de Belén, y, en cualquier caso, todo estaba a punto de estallarles en las manos.

Habiéndole adivinado el pensamiento, Shorer dijo:

– No empieces a preocuparte por el chico ahora, el chico está bien, todo va bien. Lo único que necesitas es una mujer, un hogar, y todo irá de maravilla. No quiero verte tan alicaído.