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– La enfermera me habló de algunos escándalos del pasado. Celos, infidelidades. Es un mundo en miniatura, allí sucede de todo. La enfermera quiere marcharse inmediatamente y, por lo que a mí respecta, no hay problema. Pero no puedo mantenerme al tanto de lo que ocurre en el kibbutz si no me ayuda alguien desde dentro. Trata de comprender mi situación. Te lo pido por favor.

Shorer lo miró abatido.

– ¿Cuántas veces te he pedido algo? -preguntó Michael implorante.

– Esto es un chantaje -dijo Shorer.

– Llámalo como quieras. Te lo suplico -dijo Michael sin desanimarse.

– De eso hablaremos después. ¿De qué más cosas te has enterado hoy a través de la enfermera?

– Todo el batiburrillo de chismorreos, qué hijos son de qué padres, los divorcios, las relaciones extramatrimoniales, esto, lo otro y lo de más allá parece reducirse al único dato significativo de la existencia de un tipo -y Michael expuso con detalle la historia del embarazo de Osnat en su adolescencia-. El personaje en cuestión, Yankele -concluyó-, es un enfermo mental. En el kibbutz hay unos cuantos casos más, pero él es el único candidato probable. Rickie no estaba informada sobre sus relaciones con Osnat. Sólo lleva tres años en el kibbutz y aquello es una vieja historia. A Meroz casi le dio un ataque cuando se lo conté. Aunque tenían una relación muy íntima en aquellos tiempos, él tampoco lo sabía. Y ahora hay una chica en el kibbutz con graves problemas, una adolescente que sufre de anorexia nerviosa. Esa enfermedad que consiste en que te niegas a comer y acabas por morirte de inanición. ¿Habías oído hablar de ella?

Shorer hizo un gesto afirmativo y dijo:

– Sí, qué locura, ¿verdad? He leído un artículo de prensa sobre eso. ¿Y qué más?

– Pues el tipo del que te hablo, Yankele, tiene una madre que tampoco es un modelo de cordura -Michael describió el comportamiento de Fania en el entierro de Srulke-. Según tengo entendido, es una persona que da miedo.

– Pero ¿no has averiguado nada nuevo sobre el posible móvil? -le preguntó Shorer a Michael, que negó despacio con la cabeza, pensando en otra cosa-. Te mueres por considerarlo obra de un maníaco, ¿verdad?

Michael sonrió.

– ¿Me concedes permiso o no? -insistió con cabezonería-. Quiero que se incorpore mañana al puesto. Sólo falta que me des luz verde.

– Tengo que consultarlo con la almohada -repuso Shorer al cabo.

El rostro de Michael se nubló.

– No tienes que consultarlo con la almohada -afirmó con vehemencia-. Ya sabes todo lo que hay que saber. Si no me dejas lanzarme ahora mismo, no vamos a llegar a ningún lado en mucho tiempo. En todo caso, no sé si es posible…

– Tengo que consultarlo con la almohada -repitió Shorer.

Michael lo miró en silencio. Shorer suspiró.

– Ven a verme mañana por la mañana -le dijo-, antes de hacer nada. Llámame, por la mañana las cosas se ven de otro color.

Michael no dijo nada.

– Y no te atrevas -le advirtió Shorer-, no te atrevas a mandarla allí sin autorización para luego pedirme que te cubra las espaldas. Ni se te ocurra. Quedas advertido. Todo tiene un límite.

– Recuerda que te lo he pedido en persona -dijo Michael ya a la puerta del coche de Shorer, sin pestañear.

– No tienes vergüenza -replicó Shorer, y arrancó el coche.

11

Moish y Yoyo consagraron prácticamente dos días con sus noches a hacer la ronda de las habitaciones de los miembros del kibbutz, las casas de los niños, la lavandería, el taller de costura. También fueron a la fábrica. No siempre lograban sincronizar sus visitas con el momento en que no había nadie presente, pero sus pretextos fueron dados por buenos y nadie les preguntó por qué de pronto era necesario examinar las cajas de fusibles y los almacenes de las casas infantiles, o por qué estaban revisando las máquinas de coser antes de la inspección técnica semestral del taller de costura, donde los recibieron con los brazos abiertos. Tras unas horas de práctica, se habían vuelto tan hábiles que incluso convencieron a Fania. Tampoco Matilda hizo preguntas cuando le dijeron que el generador principal estaba averiado. Tácitamente habían acordado que Dvorka y los hijos de Osnat no participaran en el registro. Moish comprendía que Dvorka necesitaba encerrarse en su habitación, consagrarse al cuidado de los niños y evitar los contactos necesariamente falaces con los demás miembros.

Según le parecía a Moish, Dvorka había perdido por completo todo sentimiento de comunidad. Ella era la más afectada por los hechos y, además, sabía algo que los demás no sabían. Y Moish era dolorosamente consciente de que aquel conocimiento extra la situaba en la posición de una extraña. Se horrorizó al caer en la cuenta de que él también estaba separado de los demás por lo que sabía. Aquel conocimiento lo ponía en una tesitura paradójica en presencia de los compañeros que hablaban de cómo Osnat se había abandonado.

– Cargaba con demasiadas responsabilidades -dijo Matilda, plantada junto a Moish en el almacén del supermercado del kibbutz mientras él fingía examinar el cable eléctrico del refrigerador. («¿Dónde está Hilik? Esto es trabajo suyo», había dicho Matilda, para luego proseguir hablando sin esperar a que le respondiera.) Moish esperaba el momento de que lo dejara solo y, al ver que no lo hacía, comenzó a registrar el lugar abiertamente mientras ella seguía con su cháchara.

»Es lo que digo siempre, aquí hay demasiados parásitos, demasiada gente que no pega ni golpe, y unas cuantas personas que lo hacen todo en su lugar. ¿Crees que me resulta fácil dirigir el supermercado, organizar el aprovisionamiento de la cocina y el almacenamiento, y aparte ocuparme del resto de las funciones que desempeño, y que asumí, no digo que no, por voluntad propia? No tengo por qué descansar, ya descansaré en la tumba, pero mira lo que pasa al final… Se ha apagado como una vela. Precisamente ella. ¿Quién muere de neumonía hoy día? ¡Pero si hay todo tipo de medicamentos! Claro que cuando una persona se abandona porque no tiene tiempo ni de respirar, porque desempeña funciones de secretaria y a la vez dirige la comisión de educación, y para colmo tiene ideas muy novedosas…, ¿de qué nos vamos a extrañar? -Matilda se sobresaltó al verlo levantar la mano hacia uno de los estantes-. ¿Qué estás buscando? -preguntó.

Moish bajó un frasco y leyó la etiqueta.

– ¿Qué estás buscando? -repitió Matilda con desconfianza-. ¿Necesitas algo?

– No, estaba mirando, sencillamente -repuso Moish; y, dejando el frasco en su sitio, echó una ojeada a su reloj-. No sabía que era tan tarde -comentó, y se apresuró a salir para no seguir oyendo las irritantes monsergas de Matilda, que, como a todo el mundo, le producían agotamiento y ansiedad al cabo de unos minutos en su compañía.

La bulbosa nariz de Matilda y sus ojillos hundidos en su rostro hinchado lo persiguieron cuando se fue. Como siempre, Matilda vestía pantalones de trabajo anchos y azules y un delantal de goma. Todas las mañanas fregaba el suelo del supermercado, que estaba cerrado hasta la tarde. Sólo se quitaba los pantalones para ir a cenar al comedor, donde solía presentarse con un traje floreado. Al llegar al comedor, estiraba el pescuezo hacia aquí y hacia allá como una gallina, tratando de ver las novedades, quién estaba sentado con quién. Aparentemente no se le escapaba nada, pero Moish comprendió repentinamente que tan obsesionada estaba con los detalles que los árboles no le dejaban ver el bosque. Nunca lograba encajar los detalles en una imagen de conjunto y su visión distorsionada tenía a veces el efecto de «envenenar los pozos», como solía decir Osnat. («Habla de cosas que no entiende y siembra la desconfianza en el corazón de la gente», recordaba que había comentado Osnat enfadada.)

Al montar en su bicicleta, Moish recordó algo sucedido largo tiempo atrás, durante una de las movilizaciones para recoger melocotones. Parecía que aún estaba oyendo el zumbido de los mosquitos. Matilda, con un pañolón blanco a la cabeza y holgados pantalones azules, baja y regordeta, la tez encendida y los gruesos bracitos estirados hacia una rama, decía: «¿Qué es esto? ¿Cómo es que están aquí apiladas las cañerías de riego? Ayer vi a Yuvik saliendo en jeep con la voluntaria sueca esa». Y añadió en yidish: «La que lleva las tetas al aire». Luego continuó en hebreo: «Creía que él venía a colocar las cañerías, y ella también». Y entonces vio a Osnat saliendo de entre unos árboles cercanos, fingiendo no haber oído nada.