Выбрать главу

Pero tal como decía su madre mucho antes de aquel día, cuando Osnat y él eran niños: «No se puede escapar de Matilda, siempre hay una Matilda allá donde vayas, no le hagáis caso». Les había dicho eso cuando se quejaron de la resistencia que había plantado Matilda cuando fueron a pedirle los ingredientes para hacerle a Lotte una tarta de cumpleaños. «No os lo toméis a mal», había dicho Miriam; «en realidad es una buena mujer. No es que sea una avara, es que cuida de las cosas porque son de todos. Y pensad en la vida tan dura que ha llevado, sola durante tantos años.»

Rodando por el camino, Moish casi sonrió al recordar la respuesta de Osnat: «Si no fuera tan mala, no estaría sola. Nadie se atreve a acercarse a ella. No comprendo cómo alguien se le pudo acercar tanto como para darle un hijo».

Miriam había mirado a su alrededor aprensivamente, para comprobar que nadie había oído las palabras de Osnat, pronunciadas en voz alta en el jardín de delante de su habitación y dijo: «Chsss, Osnatileh, esas cosas no se dicen, Matilda no ha sido siempre como es ahora. Cuando llegó aquí, después de haberlo pasado muy mal, no era así, y además hace las cosas con buena intención».

Moish volvió a ver el reflexivo gesto de desprecio con que Osnat reaccionó ante la tolerancia a todo trance de Miriam.

Pedaleó despacio del supermercado al taller de costura, agarrando el cable suelto que iba atado a los frenos de mano de la vieja bicicleta y colgaba del manillar, y un sentimiento depresivo se fue apoderando de él, ralentizando sus movimientos y haciéndole perder el hilo de sus pensamientos. Miró a su alrededor aunque en realidad no buscaba nada. El duelo que se había impuesto en el kibbutz era en cierto modo aterrador, pensó de camino hacia el cobertizo de las herramientas. Las muertes de Srulke y Osnat se habían combinado en un solo dolor, una pérdida reforzaba la otra. Y aquel duelo, tan íntimo por un lado y a la vez tan anónimo, de pronto le hizo sentir que había algo falso en el ambiente luctuoso. La solemnidad y el ritualismo que se otorgaban a la ocasión resultaban pavorosos a la luz de las circunstancias. Se estremeció al pensar en las próximas ceremonias, de las que la gente ya estaba hablando, las ceremonias que señalarían el trigésimo día de después de la muerte. El dolor y la aflicción que se invertían en planear aquellas ceremonias conmemorativas se le antojaban ahora artificiales.

Su angustia se acrecentó al pensar en la diligente devoción que nacía de un sincero deseo de expresar el dolor por la muerte de uno de los suyos. Pero ninguno de ellos había conocido de verdad a Osnat ni la había comprendido, y, lo que era aún peor, ninguno de ellos sabía la verdad. Sobre el kibbutz había descendido una quietud melancólica, silenciosa y solemne. La celebración de un bar mitzvá prevista para aquella semana se había pospuesto un mes.

Dvorka había encontrado refugio en la compañía de los dos hijos menores de Osnat; ante los niños, sus anchos labios siempre fruncidos no cesaban de contraerse en una sonrisa forzada que no encontraba eco en sus ojos. De tanto en tanto, alguien se dejaba caer por su habitación, para «no dejarla sola», pero la presencia de los niños les impedía referirse directamente a la tragedia.

Todo el kibbutz se consagró a organizar la vida en común de manera que los niños no sufrieran. La tarde en que regresaron de las entrevistas en la sede de la UNIGD, una furgoneta con aire acondicionado aguardaba para llevar a hacer un fuego de campamento al grupo de niños de guardería llamado Las Ardillas, al que pertenecían los pequeñuelos de Osnat. Moish observó cómo cargaban en la furgoneta las neveras portátiles con la cena de los niños, y cómo la gente corría de aquí para allá comprobando que no se habían olvidado de nada. Tanto revuelo por sólo catorce niños, pensó; hasta las medidas de seguridad eran una exageración. Aquellos niños, reflexionaba Moish, ni siquiera tendrían que recoger ramitas y palos para hacer fuego: un haz de leña impecablemente atado con un cordel esperaba en el tractor aparcado detrás de la furgoneta. Moish se fijó en el brillo del papel de aluminio en que iban envueltas las patatas, se asomó a la caja cargada con yogures con sabor a chocolate y a frutas, oyó que la encargada de la casa infantil preguntaba dónde estaban los batidos de chocolate, y se enteró de que la gran nevera no sólo estaba llena de bolsitas de plástico con batido de chocolate, sino también de helados que se distribuirían de postre. Y luego regresarían al kibbutz, los catorce niños y los siete adultos, con las manos pringadas de helado y de batido, pero sin que el hollín de la hoguera o de las patatas asadas les hubiera manchado la ropa.

Recordaba los jocosos comentarios que había hecho Aarón sobre lo mimados y sobreprotegidos que estaban los niños del kibbutz, cierta vez que se citaron en un café, con ocasión de uno de sus viajes a Tel Aviv. A pesar de los silencios que había entre ellos, más pesados a medida que transcurrían los años, a pesar de sus charlas insustanciales, Moish sentía la necesidad, compartida por Aarón según le parecía, de ver su relación como una buena amistad que el tiempo no podría destruir, que soportaría todos los cambios de sus vidas, que existía al margen de la familia y que siempre sería íntima, aun cuando ninguno de los dos dijera nunca nada íntimo, porque siempre sabrían comprender lo que dejaban sin decir.

– Salen al mundo con la sensación de que todo les va a venir dado -había dicho Aarón, y ahora Moish recordaba su reacción de enfado, casi de agravio, cuando Aarón continuó diciendo-: No les dais la oportunidad de enfrentarse a los problemas existenciales de la vida, y el resultado es la atrofia de la capacidad de sufrimiento, de duda; lo dan todo por hecho, no conocen otra cosa que la necesidad de acumular posesiones materiales. Esa avidez suya, ese espíritu adquisitivo, deriva de la ansiedad, del miedo a una vida independiente fuera del kibbutz y del recuerdo de las privaciones trasladado a una esfera donde en realidad no existen: las auténticas privaciones nada tienen que ver con las cosas materiales, pues están relacionadas con la atrofia del desarrollo individual.

Moish pensaba ahora en la voracidad de Havaleh por la ropa, en que siempre que iban a la ciudad quería comprar algo, en cómo se iluminaban sus ojos cuando veía un vestido nuevo, en su incansable afán de acumular posesiones.

Pensaba también en los viajes al extranjero -a África, a Sudamérica, a Asia- que hacían todos los jóvenes en busca de sí mismos, sedientos de aventura, ávidos de algo distinto, sin importarles que fuera ajeno o amenazador con tal de que fuera diferente. Algunos regresaban a casa derrotados, encerrados en sí mismos, más perdidos que antes de embarcarse en aquella aventura sin rumbo; sólo unos cuantos lograban readaptarse a la vida en el kibbutz, y entonces consideraban que esa vida era el epítome del compromiso.

Dvorka había promovido en cierta ocasión una sijá para tratar lo que denominó «las dificultades de la generación joven». Había hablado, según recordaba Moish, de la pérdida de objetivos como principal motivo de aquellos viajes. No se había mostrado contraria a ellos. Entonces, como siempre, le había sorprendido con su capacidad para ver las cosas a una luz distinta que todos los demás, con su inesperada apertura de miras. «Esos viajes deben verse», dijo Dvorka, «como una reacción natural y constructiva ante la búsqueda espiritual. Debemos animarlos a emprender viajes como parte del proceso de aprendizaje por el que se llega a comprender que el sentido de la vida hay que encontrarlo dentro de uno mismo. Pensad en lo difícil que es para ellos. No tienen ciénagas que desecar. No tienen nada que los proteja de la vacuidad. Es difícil vivir sin un reto y nosotros hemos de ayudarlos a que encuentren ese reto».