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Ahora, mientras pedaleaba camino abajo y pasaba de largo junto a Rajela, que le saludó con la mano con evidente fatiga, a sus veinticuatro años, según calculó rápidamente, Moish pensaba en las palabras de Aarón y se preguntaba si no encerrarían su parte de verdad. En cuanto los jóvenes salían del asfixiante invernadero del que tan ansiosos estaban de escapar para vivir nuevas experiencias, el dolor de la soledad y las preguntas sobre el significado de la vida parecían caer sobre ellos de golpe, desorientándolos y privándolos de la posibilidad de regresar al mismo invernadero y de educar a sus hijos tal como ellos habían sido educados, en el sincero convencimiento de que aquél era el mejor camino. Moish se apeó de su bicicleta y por una vez permitió que sus pensamientos fluyeran libremente, sin reprimirlos, y de pronto los comprendió como nunca antes los comprendiera. La muerte de Osnat, y tal vez también la de Srulke, aunque hubiera sido pacífica e inevitable, habían resquebrajado el muro protector que antes le impedía comprender las palabras de Aarón.

A última hora de la tarde fue a ver si Dvorka se encontraba bien y la encontró sentada en una silla plegable sobre el césped, mirando de hito en hito el camino. El aroma de las flores embalsamaba el aire. Moish ya había pasado por allí un par de veces, ocupado en la búsqueda que lo llevaba de habitación en habitación con este o aquel pretexto, y en ambas ocasiones había visto a Dvorka en la misma postura, inmóvil cual estatua. Ahora se detuvo y se arrodilló a su lado, y ella le posó silenciosamente una arrugada mano en el hombro, una mano donde las manchas oscuras se veían claramente a la luz de la farola, y Moish se preguntó cómo podría Dvorka soportar el desenmascaramiento de tanta violencia, de tanta destrucción. Espantado, se levantó tras un momento de silencio y continuó su camino.

Moish había hablado por la tarde con Simjá Malul, cuando, empapado en sudor, había hecho un alto en la enfermería, refrigerada y con la luz refrescantemente tamizada por las cortinas a medio echar. Aquellas cortinas las había hecho Fania, cuando la enfermería estaba recién construida, con una tela comprada en la Ciudad Vieja. Cuando Moish le trajo la tela de rayas azules y moradas de Jerusalén, adonde Fania se había negado a ir, tal como se negaba a salir de kibbutz para ir a cualquier lado, la expresión verbal de su satisfacción había sido: «Creo que servirá». Fania se pasó la noche en vela cosiendo las cortinas y al día siguiente Zjaria las colgó en la nueva enfermería.

Simjá Malul le habló a Moish de su hijo a la vez que fregaba los platos. Moish se rascó la cabeza y dijo:

– Tráigalo y veremos qué podemos hacer; quizá consigamos saltarnos las formalidades.

Y vio avergonzado que las lágrimas se agolpaban en los ojos de la mujer, que se volvió de espaldas y continuó frotando los platos enérgicamente. Moish abrió los armarios del vestíbulo y luego entró en las habitaciones de los ancianos, donde incluso se asomó debajo de las camas.

– ¿Está buscando algo? -preguntó Simjá Malul-. ¿Ha perdido algo? ¿Le puedo ayudar?

Moish repuso tranquilamente, haciéndose el distraído:

– Creía que me había dejado aquí un frasco plateado el día en que Osnat… ¿No lo habrá visto?

Simjá Malul no lo había visto. «Si lo hubiera visto, lo habría guardado debajo de la pila», dijo, porque ¿cómo iba ella a saber lo que era? Pero no había encontrado nada semejante, en ningún lado, lo había limpiado todo a fondo, conocía cada rincón de la enfermería como la palma de su mano. Moish se sintió turbado por la evidente inquietud de la auxiliar, por su miedo a que la acusaran de negligencia. Y aunque le habría gustado preguntarle si el día en cuestión había visto salir a alguien de la enfermería cuando regresaba de la secretaría, después de que él y Yoyo la hubieran cerrado con llave para ir a comer y ella, tal como había declarado ante la policía, hubiese dejado a los pacientes sin vigilancia, Moish reprimió la pregunta al ver el miedo manifiesto en los ojos de la mujer. «Deja eso para la policía», se dijo, «es su trabajo».

Antes de irse de la enfermería, Moish volvió a entrar a ver a Félix, que estaba de cara a la pared, enroscado sobre sí mismo, y recordó con una punzada de tristeza el día en que Félix había pintado un mural con personajes de cuentos de hadas en las paredes de la casa infantil. En aquel entonces, un Félix corpulento y robusto trabajaba con los niños congregados a su alrededor. De eso hacía más de treinta años, cuando debía de rondar los cuarenta, menos años de los que él tenía ahora, pensó Moish con desánimo. Recordaba la cálida sonrisa que centelleaba en los oscuros ojos de Félix mientras escuchaba las peticiones de los niños e iba bosquejando al carboncillo las figuras de Blancanieves y los siete enanitos y a Juanito trepando por el tallo de la planta de habichuelas. El mural seguía allí; los murales de Félix aún adornaban las paredes de todas las casas infantiles del kibbutz. Cada cierto número de años, en las casas infantiles se celebraba el Día de Félix, jornada que él dedicaba a renovar los colores desvaídos y a contar a los niños, sentándolos en sus rodillas, cuentos antiguos y modernos, llenos de detalles espeluznantes, tal como ellos querían. Moish pensó en las estatuas de Félix repartidas por el kibbutz, estatuas que todos los visitantes querían ver, y en el hecho de que pese a que era un escultor de renombre internacional, cuyas esculturas de piedra, dotadas de una fuerza insoslayable, se exhibían en lugares destacados de todo Israel, y pese a que el kibbutz le permitía trabajar cuanto quisiera en al amplio estudio construido para él cerca de los establos, Félix se imponía a sí mismo la obligación de observar escrupulosamente las cuotas de trabajo ordinarias del kibbutz. A veces trabajaba la jornada completa, a veces media jornada, pero se podía estar seguro de que se presentaría en todas las movilizaciones, de que no rehuiría cumplir con su parte, y Nora, su mujer, fallecida años atrás, era igual que él.

Ambos habían vivido modestamente, sin quejarse por seguir instalados en una casa vieja, de la que nunca llegarían a mudarse. Tuvieron cuatro hijos, que ahora visitaban a Félix por turnos. Los tres que se habían quedado en el kibbutz habían heredado la ética del trabajo y el modesto modo de vida de sus padres, así como el bienestar y la satisfacción que brillaban en sus ojos. Gady, el segundo, había heredado asimismo las maravillosas dotes de su padre para silbar sin dar una sola nota falsa, y silbaba las mismas melodías que antaño silbara su padre por los caminos del kibbutz. Siempre se sabía dónde estaba Gady, tal como antes se sabía dónde estaba Félix, por el sonido claro y agudo de las largas melodías, que Moish no identificaba, aunque sí sabía que procedían de diversas óperas; como en los viejos tiempos, cuando Félix silbaba a la vez que pintaba las paredes de las casas infantiles y preguntaba a los niños: «¿Sabéis qué canción es ésta?», y cuando le decían: «¿Qué canción es?», les contaba el argumento de la ópera.

Moish recordaba que su madre le había dicho que, durante sus primeros años en el kibbutz, Félix era «otra persona», poseída por un espíritu levantisco. Como Zeev HaCohen, era incapaz de dejar en paz a las mujeres, y había convertido su habitación en un «antro satánico» adonde acudían mujeres, casadas y solteras, todas las noches. Hasta que Nora, de rostro vulgar y unos años mayor que Félix, llegó al kibbutz. Había sido ella, contaba Miriam admirada, la que le había hecho «sentar la cabeza». Una vez que Nora entró en su vida, el fuego de la lascivia se apagó y nunca volvió a mirar a otra mujer. Corrían rumores sobre «un niño que le había dado a una mujer que luego abandonó el kibbutz», y siempre quedó sin aclarar la cuestión de si Yaela era hija de Yedidya o de Félix, pero ya no se hablaba de eso. Todo se había olvidado. Sólo la generación de los fundadores conservaba aquellos recuerdos, que cuando salían a relucir llevaban una sonrisa cómplice a los labios de algunos veteranos. Y ahora Félix esperaba la muerte tendido en la enfermería.