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Moish también fue a ver a Braja. Cuando abrió los ojos de par en par por un instante, Moish vio en ellos una mirada astuta, subversiva. Braja siempre había tenido un cierto aire subversivo. Moish se preguntó hasta qué punto sería consciente de su entorno. Luego pensó en Rickie, la enfermera, cuyas pertenencias estaban recogidas en un rincón; Rickie le había dicho: «He puesto la enfermería patas arriba y allí no hay nada. En mi opinión, estáis perdiendo el tiempo. Deben de haberlo tirado en algún lado; nunca lo encontraréis».

Moish tropezó con Yoyo detrás del comedor, donde éste había estado revolviendo los cubos de basura aquella mañana. Ahora ya habían vaciado los cubos del comedor en el gran vertedero de fuera del kibbutz, no muy lejos de la carretera principal, donde se quemaba la basura una vez a la semana.

– No es manera de hacerlo -le susurró Yoyo junto a uno de los grandes cubos-. Para una tarea así hace falta una movilización general. Invéntate algo para que podamos recurrir a todo el mundo, de otra forma no lo encontraremos nunca.

– Todavía no podemos hacer eso, ya has oído lo que nos han dicho -replicó Moish con desaliento-. De creer lo que dice el detective, en cuanto la búsqueda se haga general, alguien se dará cuenta de que sabemos lo del paratión y lo esconderá o volverá a dar un golpe.

– ¿Tenemos otra alternativa? -preguntó Yoyo-. ¿Qué alternativa tenemos? -dio media vuelta y vio acercarse a Shula, la organizadora de los turnos de trabajo. Todavía estaba pálida, pero ya se había recuperado de la gripe gastrointestinal.

– Tenemos un problema con las movilizaciones -le dijo Shu la a Moish.

– ¿Qué problema? -preguntó Yoyo.

Y Moish, con el corazón acelerado por la idea de que Shula pudiera haber oído parte de su conversación, puso cara de interés y se aprestó a disimular.

– Vamos a alejarnos de los cubos -dijo Shula- Apestan. ¿Cómo se os ha ocurrido poneros a charlar precisamente aquí?

Shula había sido elegida para organizar los turnos de trabajo por su buen carácter, su equilibrio emocional, sus dotes para resolver problemas y su inagotable sentido de la responsabilidad. «Sólo por seis meses», había insistido después de su nombramiento, «y luego me vuelvo a la casa de los niños». Nadie había tenido nunca el menor interés en ocupar ese cargo y se daba por hecho, aun sin decirlo explícitamente, que nadie tenía que desempeñarlo durante más de un año. «Es un trabajo desagradecido», había comentado Zeev HaCohen en la reunión de años atrás en la que se eligió a Moish para el puesto, «pero nadie capaz de desempeñarlo tiene derecho a negarse. Sólo un puñado de personas poseen la capacidad necesaria para esta tarea delicada y compleja, y es obvio que no podríamos sobrevivir sin ella. Alguien tiene que hacerlo».

Desde su nombramiento, Shula no paraba de correr frenéticamente de un lado a otro del kibbutz, y su anterior expresión de tranquila satisfacción se había trocado en otra de agotamiento nervioso. Moish recordaba la época en que él había estado a cargo de la división del trabajo en el kibbutz: sus compañeros cambiaban de gesto cuando se acercaba a ellos en el comedor, temerosos de lo que pudiera decirles. Algunos se defendían por adelantado, lo miraban ceñudos y decían cosas como: «Ni se te ocurra. Ya he trabajado tres sábados seguidos», y otros se encogían en sus asientos y fingían no verlo. A veces tenía la impresión de que tan pronto como ponía un pie en el comedor se desataban en su contra corrientes subterráneas y todo el mundo esquivaba su mirada y volvía la cabeza hacia otro lado, confiando en que no reparase en su presencia y se dirigiera a otros. Recordaba lo harto que había llegado a estar de las discusiones. Siempre había alguien que llamaba a su puerta a altas horas de la noche para quejarse de los turnos del día o la semana siguientes.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó Yoyo a Shula.

– Shmiel me ha dicho hoy que necesita una movilización dentro de tres semanas para recoger las ciruelas, y ese mismo sábado tengo que organizar otra movilización en la fábrica, porque han recibido un gran pedido de Alemania y necesitan ayuda para embalarlo. ¿Te sientes bien? -le preguntó de repente a Moish.

– Sí, muy bien. ¿Por qué?

– Estás palidísimo, ¿no te has mirado al espejo? -repuso Shu la-. Si Osnat siguiera entre nosotros, habría recurrido a ella; ella habría sabido qué hacer. Tenía verdaderas dotes organizativas. Sabía, por ejemplo, a quién asignar a una movilización para que otra persona también quisiera apuntarse. Digamos, por ejemplo, poner a dos chicas del grupo de Las Palmeras en la movilización de las ciruelas para que los chicos de la unidad Nájal también quisieran apuntarse, o no destinar a Dana al embalaje en la fábrica si quería contar con Ajinoam, ese tipo de cosas. En fin, de nada vale hablar -dijo Shula suspirando-. Qué tragedia ha sido lo de Osnat, ¿eh, Moish?, ¡qué tragedia!

Moish desvió la vista. Shula era unos años menor que ellos y nunca había sido muy amiga de Osnat, pero siempre le había profesado una admiración rayana en el culto a una heroína. A Moish le vino repentinamente a la memoria una noche de viernes de años atrás: Shula ante la puerta del comedor diciéndole a Osnat, con expresión rebosante de admiración infanticlass="underline" «Qué guapa estás, y qué bien te queda. ¿De dónde sacas tiempo para vestirte así con todo lo que tienes que hacer, y cómo te las arreglas con tan poco dinero?». Un gesto de disgusto asomó al semblante de Osnat, y luego una mirada desconfiada. Moish comprendía ahora que en aquel momento Osnat no sabía cómo tomarse aquellos halagos ni entendía lo que Shula pretendía decirle con ellos. Sólo ahora, al recordar la escena, comprendió Moish que aquellas inocentes manifestaciones de admiración constituían toda una agresión. «Yo no me paro a pensar en esas cosas, no tienen importancia», había respondido Osnat de mala gana al ver que Shula aguardaba testarudamente una respuesta. «Eso también es bonito», había dicho Shula con una admiración que acentuó aún más la expresión de enfado de Osnat.

«En la vida cotidiana no puede uno devanarse los sesos con esas sutilezas», le había dicho Aarón en una ocasión en que él trataba de interpretar un comentario hiriente de Yojeved o Matilda. Aunque no recordaba las circunstancias exactas, de pronto oyó como en un eco las palabras de Aarón. «Son cosas sin importancia», había dicho como para sí Aarón, que a la sazón todavía vivía en el kibbutz; «hay que inmunizarse contra ellas, echar una piel dura que te tape los oídos. Son personas con las que hay que vivir día a día, y uno no puede pasarse la vida tratando de desentrañar el significado oculto de sus palabras».

La muerte de Osnat, comprendió Moish de pronto, mientras oía las inflexiones de la voz de Shula sin escucharla, le había arrancado la piel dura que le cubría los oídos. Oyó a Dvorka citar la Biblia: «Quita primero la viga de tu ojo», y explicar la cita. Cuando Aarón le habló de aquella piel dura que él mismo no había logrado desarrollar, Moish había pensado enfadado que Aarón siempre se estaba quejando y así se lo había dicho: «Deja de pensar tanto, siempre estás dándole vueltas a las cosas». Y ahora era él quien no podía parar de dar vueltas a las cosas. Cada frase que oía le sonaba extraña, toda frase tenía un doble sentido. Detrás de cada palabra se ocultaban horrores.

«Para vivir aquí hace falta tener una personalidad especial», le había dicho Aarón una noche. «Eso es lo que tienen en común todas las personas de aquí, una piel dura que les permite sobrevivir, de otro modo no podrían.» Habían ido a colocar cañerías de riego con una chica cuyo nombre no recordaba, pero a quien ambos deseaban; y Aarón, como siempre hacía con Moish, había renunciado a la pugna. Pero luego, sin saber cómo, apareció Yuvik y se llevó con él a la chica.