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Moish observó la expresión responsable y preocupada de Shula, una expresión que reflejaba concentración y plena conciencia del problema a encarar. Con sus ojos saltones y dos arrugas cruzándole la frente, Shula de pronto le parecía un cúmulo de malevolencia concentrada. Vio acercarse a Cuta por el camino, los labios fruncidos y un entramado de arrugas en torno a la boca. Iba hacia el comedor y Moish dedujo que ya serían más de las dos, porque Cuta, debido a su trabajo en la vaquería, siempre comía tarde, cuando las sillas ya estaban boca abajo sobre las mesas y el trabajador de turno fregaba el suelo. Shula seguía parada junto a su bicicleta, sujetándola por el manillar y manoseando la funda de goma del timbre.

– Dicho de otro modo, necesito organizar dos movilizaciones a tres semanas vista, y no sé cómo hacerlo; con las ciruelas y los melocotones, ya no dispongo de nadie. Tendré que pensar en conceder bonificaciones extra, y también se me ha ocurrido montar un campamento de trabajo del movimiento juvenil para las ciruelas. Pero aun cuando pudieran venir, eso no resuelve el problema de la fábrica. No quieren tener a una pandilla de chavales rondando por ahí; por otro lado, desde que votamos en contra de contratar a gente de fuera ya no sé cómo ingeniármelas y…

– Está bien, lo pensaremos esta noche – la interrumpió Moish, disimulando su impaciencia-. Me pasaré a verte después de haber acostado a los niños.

– ¿Vendrás entonces? ¿Sobre qué hora?

– Ya te lo he dicho, después de acostar a los niños.

– ¿Sobre las diez?

– O antes -respondió Moish.

Cuando dieron las cuatro, Yoyo dijo:

– Por hoy será mejor dejarlo, los niños estarán a punto de llegar a la habitación.

– Antes de que quemen la basura… la quemarán mañana… vamos a echar un vistazo al vertedero -decidió Moish.

– Ahí no vamos a encontrar nada -protestó Yoyo-. En esa montaña de basura, ¿cómo quieres que encontremos algo?

– ¿Quién sabe? -dijo Moish, suspirando-. Quizá no, pero ¿qué perdemos por intentarlo? Un frasco metálico no se quema fácilmente.

– ¿Quieres ir a pie o en bici? -titubeó Yoyo-. ¿O cogemos la furgoneta?

– Cojamos la furgoneta -dijo Moish-; ya es tarde.

Condujeron hasta el gran solar de donde ya se elevaba el humo.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué la están quemando hoy? -dijo Moish alarmado.

– No lo sé -replicó Yoyo-; hoy es lunes. Quizá lo han adelantado por lo del Día del Niño. Ya no tiene sentido ir. Además, ¿qué te hace pensar que lo vamos a encontrar ahí?

– Si te paras a pensarlo -dijo Moish pensativo-, la manera más fácil de deshacerse del frasco, teniendo en cuenta que la persona que lo hizo no imaginaría que iba a ser descubierta, convencida de que todo el mundo iba a pensar que había muerto de neumonía, la manera más fácil habría sido tirar el frasco a la basura, ¿no te parece? Y si lo tiraron a los cubos del comedor, o de cualquier otro sitio, al final habrá acabado aquí.

– Ponerse a husmear en la basura con el calor que hace, y en medio de esta nube de humo -masculló Yoyo, bañado en sudor, cuando se detuvieron junto al vertedero, que desprendía un fuerte tufo a goma quemada mezclado con el de otros desperdicios.

Comenzaron a remover el montón con ayuda de dos horquillas encontradas allí mismo, a sacar cosas y volverlas a meter después de haberlas examinado.

– Espero que no nos vea nadie -dijo Yoyo de pronto-. ¿Qué vamos a decir si nos ve alguien?

– Que estamos buscando una pieza de una máquina que se rompió -respondió Moish sin pensar-. Una pieza rota que tiramos a la basura y que ahora resulta que hace falta. ¿Por qué te preocupas? Si nadie lo sabe.

– Nadie salvo quien lo sabe -dijo Yoyo, suspirando.

– Salvo quien lo sabe -convino Moish.

– Me refiero a la persona que lo sabe.

– Ya te había entendido -dijo Moish molesto.

En el vertedero no había nadie más. Habían pegado fuego a la basura y se habían marchado. Regresarían cuando todo se hubiera consumido. La tarea de quemar la basura siempre se encomendaba al grupo Nájal, y a pesar de la estricta advertencia de que debía haber alguien vigilando la quema, siempre se escabullían. La cuestión se había planteado repetidas veces en la sijá, donde se había señalado en vano el riesgo.

– Ya son las cuatro -dijo Yoyo al cabo de un rato-, y llevo dos días sin ver a mis hijos, salvo por el momentito que he estado con ellos esta mañana en la casa de los niños. Y a los gemelos hace ya tres días que no los veo. Supongo que estarán más altos.

Pero entonces Moish dijo suavemente, con incredulidad, como si hubiera sabido desde el principio que el frasco estaba allí y no pudiera dar crédito a sus ojos al verlo materializarse ante éclass="underline"

– Aquí está.

Y con ayuda de la horquilla sacó rodando un frasco metálico, todavía ni siquiera tiznado de hollín, del extremo del vertedero, que de pronto parecía pequeño y perdido en la inmensidad del espacio abierto. Yoyo guardaba silencio.

– Resulta que estaba aquí -dijo Moish con perplejidad-. Me deja pasmado. Pensé que iba a estar aquí y aquí está. ¿Cómo he podido saberlo? ¿Cómo me he introducido en los pensamientos de la persona que lo hizo?

Y se sentó sobre la cuarteada tierra marrón, con el frasco junto a sus pies temblorosos. Yoyo se quedó en pie a su lado, sin decir nada. Su respiración sonora y acelerada retumbaba en los oídos de Moish. Alzó la vista hacia Yoyo, que había dejado de sudar y respiraba cada vez más deprisa. Al fin, Yoyo también se sentó en el duro suelo, junto a Moish.

– ¿Qué vamos a hacer? -susurró Yoyo, y Moish no respondió.

Estaba combatiendo una sensación de ahogo, de falta de aire. A su alrededor todo se nublaba y se volvía borroso. La voz de Yoyo murmurando una y otra vez «¿qué vamos a hacer?» le llegaba desde muy lejos. Además en sus oídos retumbaban otros sonidos, címbalos entrechocando y la sensación de una súbita pérdida de altitud. Yoyo se quitó las gafas y las dejó en el suelo, a su lado. Al cabo, respiró hondo y dijo:

– Es verdad, Moish. Es uno de los nuestros, alguien que sabe cuándo y dónde se vacían los cubos. Está claro como la luz del día.

Moish no podía articular palabra. Sentía el sudor corriéndole a chorros por la espalda y la viscosidad de las palmas de sus manos, apoyadas en el suelo, y veía el pulular de un hormiguero bajo sus muslos. Observando la larga fila de presurosas hormigas, dijo con voz cascada:

– Yo qué sé, ojalá… -no terminó la frase; las palabras que se tragó eran: «… pudiera dejar de existir, desaparecer, meterme en un hormiguero y no salir nunca más».

Al cabo de un rato Moish logró hacer acopio de fuerza para levantarse. Cogió el frasco y lo examinó. Le faltaba el tapón y estaba vacío.

– ¿Cuánto paratión contenía? -preguntó Yoyo, como si le hubiera leído el pensamiento.

– No lo sé, era el último frasco que quedaba. Eso lo sé porque Srulke me dijo que estaba casi vacío y tendría que traerle más de Tel Aviv, o encargárselo a alguien, porque desde que estalló la Intifada ya no se puede ir a los territorios a comprarlo. Lo quería para sus flores. Éste era el último frasco, y, o yo no conozco a Srulke, o me lo dijo el mismo día en que lo abrió. No le gustaba quedarse sin paratión.

– Supongamos, entonces, que estaba lleno -dijo Yoyo-. ¿Qué habrán hecho con el resto, ya que el frasco está aquí? ¿Qué habrán hecho con el resto? -preguntó nervioso, poniéndose en pie.

– Hay dos posibilidades -dijo Moish, contemplando el horizonte-. O lo han tirado casi lleno o medio lleno, o lo han trasvasado a otro frasco. Ése no es problema nuestro. El detective nos pidió que encontráramos el frasco y no que inventáramos teorías.