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– Moish -dijo Yoyo-, entiéndeme. Si hay más paratión en otro lado, podrán volver a utilizarlo. ¿Lo comprendes?

– ¡Y qué voy a hacer yo para evitarlo! -exclamó Moish en un arrebato de ira-. ¿Qué podemos hacer? ¿Arrestar a todo el kibbutz? ¿Convocar una sijá? ¿Qué sugieres que hagamos?

– Eli Reimer está cumpliendo el servicio de reservista, así que estamos sin médico, y ni siquiera tenemos enfermera -dijo Yoyo con creciente pánico.

– Sí que tenemos -replicó Moish-; mañana vendrá una enfermera, con unas referencias fantásticas. Mañana la tendremos aquí.

– Pues habrá que hablar con ella, debemos estar preparados -afirmó Yoyo.

– No puedo vivir así -se quejó Moish-, sin confiar en nadie. Te aseguro que no lo soporto más. Y cuando pienso en Osnat sólo me dan ganas de morirme. Me siento perdido en la oscuridad, en una especie de infierno, donde nada es lo que parece ser. No lo soporto más -Moish sepultó el rostro entre las manos y se frotó los ojos, que le escocían a causa del humo-. Créeme, ya no estoy seguro de nada -dijo, y volvió a sentarse en la seca tierra marrón, inhalando el hedor de la basura en combustión-. Nada de nada. Ya no entiendo nada, sencillamente no lo entiendo.

Yoyo, que con sus magras carnes y sus pantalones cortos parecía un espantapájaros, se agachó y recogió el frasco plateado con un amarillento papel de periódico traído de la furgoneta.

– No podemos comunicar este hallazgo a nadie. Tenemos que pensar en el bien del kibbutz -dijo con expresión grave; y, después de enjugarse el sudor de la cara, añadió repentinamente-: Somos los únicos que lo sabemos -en su voz había una nota de excitación y Moish tuvo la impresión de que aquella voz encerraba una emoción nueva-. Lo hemos encontrado nosotros, somos los únicos que lo sabemos -repitió Yoyo.

Moish lo miró sorprendido. Esperó que continuara, pero Yoyo no parecía tener prisa por responder a su mirada interrogante.

Cuando al fin dijo: «Es algo que nunca había pasado antes, nunca había pasado nada como esto», Moish creyó reconocer el mismo tono con que Matilda anunciaba los sucesos sensacionales.

Pero, rechazando aquella asociación de ideas, Moish dijo:

– Volvamos a llamar a la policía. Al menos a ellos sí les podemos decir que lo hemos encontrado nosotros. Eso también tiene su importancia.

12

Se habían encerrado con llave en la secretaría para que el técnico de la unidad móvil de criminalística venida de Asquelón analizara el frasco plateado. Majluf Levy atisbaba por encima del hombro del técnico, que al fin dijo:

– Aquí no hay nada, excepto arena, hollín y sus huellas -señaló a Moish, que no cesaba de frotarse las manos contra los pantalones.

– Quiero saber qué va a pasar ahora -exigió Yoyo-. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Michael Ohayon encendió un cigarrillo, dio una calada y dijo:

– Seguiremos buscando -habló en tono prosaico, como si no hubiera comprendido la pregunta.

– ¿Hasta cuándo tendremos que guardárnoslo para nosotros, sin contárselo a nadie, ni siquiera a nuestras mujeres? ¡Es imposible continuar así!

– Sí, es difícil -reconoció Michael, percibiendo la frialdad de su voz-, pero de momento no hay otra opción: es necesario para la investigación.

– Y ni siquiera me va a decir cuánto tiempo va a pasar antes de que…

– No puedo decirle lo que no sé -replicó Michael- No son ustedes unos niños. Es evidente que ha sucedido algo terrible, pero yo esperaba que dos figuras destacadas de un kibbutz como éste serían capaces de sobrellevarlo -ni él mismo entendía la hostilidad que iba agolpándose en su interior. Se dijo: «Trata de demostrar un poco de simpatía», pero en la práctica no lo conseguía. Había algo en la excitación de Yoyo que le irritaba, en su tono quejumbroso, en aquella actitud dramática fuera de lugar en un hombre hasta entonces de apariencia apacible y sensata, y de pronto Michael pensó en los coches que se detenían continuamente en el lugar de la autopista de Tel Aviv a Jerusalén donde el autobús 405 se había despeñado debido a un reciente atentado terrorista. Día tras día, los coches paraban al borde del precipicio y la gente se apeaba para mirar, para revivir la catástrofe. Michael pensaba en el espanto que se apoderaba de él al verlos. No todos ellos eran amigos o parientes afligidos. Algunos, pensaba al pasar a su lado por las mañanas, de camino a Pétaj Tikvá desde Jerusalén, tan sólo querían enterarse bien de lo ocurrido, y no para dar forma concreta a sus miedos abstractos, sino por algo distinto en lo que Michael se negaba a pensar, algo que le inspiraba la misma ira y repugnancia que el tono de voz de Yoyo.

– De momento van a tener que soportarlo solos -dijo más amistosamente, observando el horror y el sufrimiento reflejados en el semblante de Moish-. Lo siento, pero así están las cosas.

– Pero ¿cómo piensan descubrirlo? ¿Y qué me dice del peligro? -estalló Yoyo-. Además, ¿por qué se han llevado a Yankele? ¿Adonde se lo han llevado?

– No nos lo hemos llevado a ningún lado -repuso Michael pacientemente-. Por lo visto, llevaba varios días sin tomar su medicación y, a la luz de los hechos, eso podía entrañar riesgos.

– Pero ¿qué andan buscando en su habitación? -preguntó Yoyo-. Han tenido la suerte de que Fania aún no se haya enterado, pero se enterará, siempre se entera de todo, y más de algo así, sobre todo tratándose de Yankele…

Majluf Levy se balanceaba nervioso.

– Ya hemos terminado el registro de su habitación -le dijo a Yoyo-, y no había paratión. Él -añadió señalando al técnico del laboratorio- ha olido todos los frascos, después de lo que nos advirtieron ustedes, y allí no hay nada. Pero podría haberse deshecho de lo que quedaba en el frasco plateado, o tal vez no está en su habitación, sino en otro sitio.

– ¡Están locos! -exclamó Yoyo horrorizado-. Completamente locos. Yankele nunca haría algo así. ¿Por qué iba a hacer algo así? No lo conocen, no pueden tratarlo así. Tiene problemas, pero no es un asesino.

– ¿Quién lo es? -le espetó Michael.

– ¿Quién es qué? -preguntó Yoyo, sobresaltado.

– ¿Quién de este kibbutz es un asesino? -preguntó Michael.

Majluf Levy tomó asiento y, dando vueltas a su grueso anillo, dijo:

– Nuestra labor no será más sencilla, ni lograremos dar más rápidamente con la solución, si no colaboran con nosotros. De momento, Yankele es nuestra única pista.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Moish con voz ronca, cascada.

– Quiero decir que aparte de Yankele no hay más sospechosos. Ni siquiera tenemos un móvil creíble -concluyó Levy quejoso.

Michael recordó la reunión del Equipo Especial de Investigación que había dirigido esa misma mañana, durante la cual Nahari, a quien tenía enfrente, había comentado con una sonrisa lúgubre una vez que se habían expuesto los hechos:

– Lo que me estáis diciendo es que no tenéis un móvil creíble, aparte del asunto ese del marido de la tal Tova y de la obsesión de Yankele con Osnat, y, para colmo, que todo el mundo tiene una coartada estupenda. Pero si ni siquiera sabéis quién no estaba en el comedor cuando sucedió, quién estaba trabajando en otra parte, o descansando en su habitación, o incluso fuera del kibbutz. Y tú ni siquiera dejas que entren en acción los técnicos en poligrafía.

– No es cuestión de que les deje o no les deje entrar en acción -protestó Michael-. Tú mismo comprendes la necesidad de discreción, y aparte de los que ya están enterados, no se puede someter a nadie a una prueba poligráfica sin explicarle la razón; te repito que Avigail es nuestra única esperanza de dar con una pista. Ni siquiera sabría qué preguntar al pasarlos por el detector. ¿Qué les iba a preguntar?