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Y, en efecto, las cosas ya no eran como antes. El antiguo comedor había sido reconvertido en club social y sustituido por un magnífico edificio de nueva construcción. Pero, cuando llegaron a la entrada, Moish dijo en tono amonestador, con repentina vehemencia:

– No vayas a creer que esto es el paraíso.

Y ante el espectáculo de la cena festiva, Aarón reparó en la mirada con que Moish escudriñaba el comedor y en el suspiro que daba testimonio de que no todo era perfecto. Como para confirmar lo que estaba pensando, Moish dijo:

– No es cosa sencilla. El progreso tiene su precio -pero, acto seguido, se recobró y anunció con renovada energía organiza- uva-: vamos a empezar enseguida.

La sala estaba adornada para la fiesta, las largas mesas cubiertas con manteles blancos. Se dirigieron a la mesa donde una tarjeta indicaba: «Familia Ayal».

– ¿Y esto? -preguntó Aarón-. ¿Sitios reservados?

– Tienen que saber con cuántas personas hay que contar -replicó calmosa Havaleh-. Con tantos miembros y visitantes ya no se puede dar por hecho que va a haber sitio para todos.

Y, dicho esto, con un movimiento resuelto, sentó a Asaf y a Ben a ambos lados de la silla donde luego tomó asiento. Aarón cogió de un plato un puñado de pegajosos dátiles. Junto a la botella de naranjada situada al lado del plato había una mancha naranja. Contempló la variedad de refrescos, las botellas de vino, los platos de papel con dibujitos, el reguero de personas que iban entrando sin prisas. Al fondo de la espaciosa sala habían dispuesto un estrado decorado con siete tipos distintos de cereales y frutas y equipado con micrófonos. Aarón recordó que antes de la cena estaba previsto que hubiera actuaciones. Un grupo de veteranos kibbutzniks comenzó a subir al estrado.

– Tengo que ir allí -dijo Moish, corriendo enérgicamente su silla hacia atrás, y unos segundos después ya estaba en el estrado diciendo-: Buenas noches a todos -en tono reposado, autoritario-. Feliz jubileo. Vamos a comenzar. La parte seria del programa precederá a la cena. Después de cenar nos quedaremos a ver la parte frívola.

Aarón volvió a dirigir una mirada en derredor en busca de Osnat. No se atrevía a preguntar por ella. Y una vez más le extrañó no ver a Srulke, pero antes de que le diera tiempo a interrogar a Havaleh sobre la ausencia de su suegro, su atención se desvió hacia Moish, quien oficiaba de maestro de ceremonias con serena confianza, despertando su asombro y admiración. Después de llamar al orden a unos cuantos niños escandalosos, que se apresuraron a sentarse obedientemente, y de esperar a que todo el mundo guardara silencio, Moish leyó en voz alta la bendición y luego se situó junto al coro, siete cantantes vestidos de blanco, y entonó con ellos «Trigales».

Ahora reinaba en la sala una atmósfera de relajada atención, tan sólo turbada por el ocasional llanto de algún niño. Contemplando a Moish, sus rizos grises que antes fueran castaños, los brazos cuyo bronceado resaltaba junto a la blanca camisa, se preguntó por enésima vez, como siempre que visitaba el kibbutz, por qué él no estaba viviendo en aquella paz armoniosa, criando niños, trabajando la tierra y celebrando las festividades de cada estación, envuelto en aquel sentimiento de pertenencia y unidad que todo lo abarcaba. Los kibbutzniks estaban a sus anchas, como de costumbre; aquél era su hogar y él, pese a las miradas amistosas de quienes lo rodeaban, era el niño forastero de siempre, comiendo a hurtadillas los pepinillos y los pimientos rojos encurtidos, porque no se sentía en el derecho de tomar aquella comida que, a fin de cuentas, no había contribuido a cultivar. Y ser el invitado del director general del kibbutz no le consolaba, ni tampoco las desavenencias pasajeras que observaba de vez en cuando, como la discusión de la sobremesa. Mientras Moish preparaba un café turco, Havaleh le había dicho: «Y qué pasa si no quiero ir de viaje al extranjero, y si lo que quiero es comprar una nevera grande con el dinero que mi madre ha prometido darme, ¿qué más te da a ti?». Y Moish le había replicado con sequedad desde al lado de la cocina de gas: «Cuando el kibbutz decida comprar neveras grandes para todos, entonces tendrás tu nevera grande, pero no antes, me da igual lo que tu madre diga o deje de decir». Havaleh, entonces, le contestó en tono ominoso: «Ya veremos».

Tampoco lo que había descubierto en el cuarto de baño le servía de consuelo. Estaba avergonzado de la curiosidad que lo impulsó a abrir el armarito de las medicinas. Junto a los tarros de plástico rosa que Lina, todavía la cosmetóloga del kibbutz, había marcado con etiquetas de CREMA CONTORNO DE OJOS HAVA A. y CREMA DE MANOS HAVA A., había una caja con la etiqueta TAGAMET y un frasco de un líquido lechoso rotulado ALUMAG. En la caja de Tagamet habían escrito a mano «Moshe Ayal», y al echar un vistazo a las indicaciones, Aarón se dio cuenta de que su amigo de la infancia, convertido ahora en aquel hombre tranquilo, de pelo gris y anchos hombros, tenía úlcera de estómago. Y además del asombro, se apoderó de él una desenfrenada hilaridad. De manera que el derroche de ecuanimidad exhibido durante la comida y la ceremonia al aire libre, y que sin duda volvería a lucirse en la cena festiva, no era más que una fachada.

Ahora Dvorka estaba junto al micrófono del estrado leyendo un pasaje de la Biblia. Los asistentes pasaban las páginas del programa, impreso en ciclostil, de la fiesta de Shavuot del año del jubileo del kibbutz. Su voz, todavía imponente, estaba cargada de sentimiento y se quebraba de vez en cuando, incapaz de contener tanta emoción. Leía el libro de Rut, y Aarón se preguntó si también ella estaría pensando en Osnat, la niña forastera que había ido a una tierra extranjera en compañía de su suegra. A él mismo le sobresaltó tal asociación de ideas («¿Cómo puedes decir que es una tierra extranjera?»), y sus pensamientos volvieron a Dvorka.

Está cambiada, pensó; tiene un aire de amargura.

– Todo comenzó aún antes de que mataran a Yuvik -le había explicado Moish-, está haciéndose mayor y ha sido muy duro para ella. Primero se le murió Yehuda, y luego sucedió lo de Yuvik en el Líbano. Para empezar, no pintaba nada allí, a su edad. Un año más y le habrían liberado de los deberes de reservista. Lo único que la mantiene viva en estos tiempos son sus nietos y Osnat -Aarón se había sentido enrojecer, pero Moish, ocupado en fregar las tazas de café, prosiguió sin advertirlo-: Sí, la relación con Osnat es lo que salva a Dvorka. Claro que ahora a Osnat se le ha metido en la mollera la obsesión de que los niños duerman con sus padres; sólo piensa en eso y no para de pelearse con todo el mundo por ese asunto.

– Y Dvorka ¿está a favor o en contra? -preguntó Aarón, aun cuando la mención del nombre de Osnat había ahuyentado de su cabeza cualquier otro pensamiento.

– En contra. ¡Cómo no va a estar en contra! ¿En qué estarás pensando? -masculló Moish-. ¿Es que todavía no sabes cómo piensa Dvorka?

– Sí, pero creía que era flexible en cuestiones de este tipo. A fin de cuentas, todos los kibbutzim están haciendo esa transición.

Con lentitud y solemnidad, Dvorka cerró la pequeña Biblia, se quitó las gafas de leer y descendió del estrado con movimientos rígidos. Aarón contempló por un momento sus hombros encorvados, el moño plateado y menos espeso que antes, y la siguió con la mirada mientras se dirigía a la cocina. Entonces volvió a centrar su atención en la tarima.

Ahora estaba ocupada por un grupo de niños vestidos de azul y blanco.