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Sarit, que era muy dada a morderse las uñas, ya había llegado hasta la piel, y Michael vio sangre en sus dedos mientras ella decía:

– Hay montones de cosas que preguntar. Y podemos empezar ahora mismo con los que ya están al tanto de la situación.

– Muy bien, les preguntaremos cosas -dijo Michael airado-. Ya lo hemos hecho, pero mi problema es que aún no me he formado una idea de conjunto, hay algo en ese mundo que se me escapa. Tengo la sensación de que no comprendo algo fundamental, y eso es lo que estáis pasando por alto. En todo kibbutz hay aventuras sentimentales, pero todavía me queda por oír que hayan desembocado en asesinatos. ¿Cuál es la novedad en este caso? ¿Cuál es la diferencia?

– ¿Desde cuándo eres un experto en kibbutzim? -preguntó Nahari sarcástico-. Que yo sepa, no has tenido la menor experiencia de la vida en un kibbutz.

– Pero me he enterado de unas cuantas cosas, eso para empezar, y además leo libros -replicó Michael desafiante.

– Ah, los libros -dijo Nahari-. Sí, los libros son importantes, pero no son la vida misma. Los libros no son más que libros, ¿sabes?

– No estoy de acuerdo -dijo Michael-. Y tú tampoco opinarías así si no te sintieras en posesión de una información interna privilegiada sobre este «espécimen» único, como tú lo llamas. Te advierto que no estoy diciendo que no sea único. Pero ¿qué quieres decir? -exclamó desafiante, sintiendo que su ira se desbordaba-. ¿Que los libros son una fuente de información válida sobre un pueblo o ciudad de Sudamérica, o sobre Leningrado, o sobre la mentalidad rusa, pero no lo son sobre los fenómenos típicos de los kibbutzim? ¿Has leído Kehilatenu? -le soltó a Nahari, que reconoció que no lo había leído-. Pues léelo. Y permíteme que te recuerde -prosiguió Michael, notando que su voz se alzaba hasta un grito- que no es como si nunca hubiera puesto el pie en un kibbutz, ¡o como si fuera de Laponia! Al fin y al cabo, vivo en Israel. Todo tiene un límite, ¿no? -encendió un cigarrillo, protegiendo la llama con la mano pese a que las ventanas estaban cerradas y en la sala no corría ni una brizna de aire. La agresiva superioridad que encontraba en todas las personas con experiencia de primera mano de la vida en el kibbutz estaba haciéndole perder los estribos.

Además estaba harto de la remisa ayuda de Nahari, tan sólo prestada cuando se reconocía abiertamente la propia impotencia, y de que se lavara las manos salvo cuando algún obstáculo derivaba claramente de la ignorancia y la falta de familiaridad con la sociedad de los kibbutzim. En esos casos, Nahari exponía su teoría sobre la naturaleza del kibbutz, y cuando una vez Michael señaló que tal vez la situación había cambiado en los últimos años, él le rebatió con desdén:

– Los principios no han cambiado en absoluto. Todo sigue igual. Da lo mismo que ahora tengan una fábrica y antes no la tuvieran.

– Hay quien considera que no da lo mismo en absoluto, y también quien opina que es una cuestión de principios muy grave estar pensando en abrir una residencia de ancianos regional, y quizá traer ancianos de la ciudad, cobrándoles una barbaridad, claro, para resolver sus problemas de aislamiento social, reciclarlos en el seno de una comunidad, aumentar las posibilidades a su alcance. ¿No crees que eso es una cuestión de principios? -preguntó Michael, mordisqueando la punta de una cerilla. Incluso a él le sonaban exageradas sus palabras, aunque no sabía por qué-. Creo que he llegado a comprender los principios del movimiento de kibbutzim -dijo sin falsa modestia-; el problema no es ése. El problema es lo que ha sucedido en este kibbutz a causa de esos principios, y eso ya no lo sé. Y no porque nadie me lo haya explicado, sino porque ellos mismos no lo saben.

– No te entiendo -dijo Nahari-. Me he perdido.

– Hay algo que ni ellos mismos saben porque lo ven desde dentro -explicó Michael.

– ¿A quién te refieres con ese «ellos»? -preguntó Nahari, y Sarit se estiró para coger una coca-cola del centro de la mesa.

– A quienes están enterados, Dvorka y los hijos mayores, y Moish, y Yoyo, y la enfermera, a todos ellos. Saben algo que no saben que saben. Siempre es así, pero en este caso llama más la atención.

– Discúlpame -dijo Nahari secamente-, ¿no te parece que estás siendo un poco… cómo lo diría yo… enigmático? ¿Te importaría explicarme de qué estás hablando?

– ¿No lo comprendes? Es como realizar una investigación dentro de una familia.

Sarit dejó su vaso en la mesa.

– ¿Recordáis el caso de aquel chaval? -dijo pensativa-, ¿cuando los padres no dejaban de decir que era un chico maravilloso y tal y cual, y al final se descubrió el pastel? Y no es que estuvieran mintiendo, sino que no sabían interpretar bien las señales. ¿Es ahí adonde quieres ir a parar?

– Creo que las personas están atrapadas -dijo Michael como si no hubiera oído la pregunta- en sus ideas sobre la familia y sus pautas de relación con sus parientes. No son capaces de separar su ego del ego familiar, les resulta imposible adoptar un punto de vista diferente. Y aquí ocurre lo mismo, pero en este caso son trescientas personas. Y esto he llegado a comprenderlo -prosiguió tras un instante de reflexión- gracias a lo que he leído, no a lo que me han contado las personas con experiencia de primera mano de los kibbutzim.

Nahari guardó un prolongado silencio.

– Según lo que dices -comentó al fin sin ironía-, tenemos que abordar este caso como si fuera un asesinato dentro de una familia.

– Algo así -masculló Michael, cuya pasión se había enfriado, dejándolo avergonzado-. Y el problema es -continuó en un tono más comedido- que no tengo sospechosos. No tengo la menor pista.

– ¿Qué hay del tipo pirado? -preguntó Sarit, la vista fija en la punta del lápiz amarillo que tenía en la mano.

– ¿Quién? ¿Yankele? No es un sospechoso de peso -dijo Michael-. Es verdad que rondaba por allí de noche, era él, eso está claro, pero no la mató él. Aunque se podría decir que la odiaba, también es cierto que estaba verdaderamente obsesionado con ella.

– ¿Por qué? -preguntó Sarit con patente curiosidad.

– Es complicado -dijo Michael vagamente-, y está relacionado con los problemas mentales de Yankele. Tenía la idea fija de proteger la castidad de la víctima, de no permitir que el sexo la mancillara o algo por el estilo, pero no tiene ni la más remota idea de qué es el paratión, ni tampoco tenía ninguna relación con Srulke, y no tuvo la oportunidad de hacerlo, porque en ese momento estaba en la fábrica con Dave, ese tipo de Canadá con el que todavía tengo pendiente hablar.

– Pero su madre… -dijo Avigail.

– Sí -convino Michael-, por lo visto, su madre es harina de otro costal.

Después de eso se plantearon una serie de preguntas concretas sobre Avigail, que venía de una reunión con el director del D. I. C., el comisario del subdistrito de Lakish, el comisario jefe de la policía y el ministro del Interior; «todos los peces gordos», como, al principio de la reunión, había dicho Sarit no sin envidia. También se sometieron a debate nuevas sugerencias y luego la sesión comenzó a languidecer, como ocurría a veces con las sesiones de un E. E. I. cuando nadie sabía hacia dónde encaminarse, y en aquella atmósfera de estancamiento, Nahari trató de resumir la situación:

– No perdáis el ánimo. Es un caso como cualquier otro. Tenemos que encontrar un móvil. Y hablar con su madre. Y volver a hablar con Meroz. ¿Qué tal resultó su prueba poligráfica?

– Aún no se la hemos hecho, debido al infarto que sufrió -le recordó Michael-. Fue grave, habrá que esperar un par de semanas más. No se le puede poner nervioso -Nahari callaba.

En la puerta, cuando ya salía, mientras Sarit recogía los papeles y Nahari encendía ceremoniosamente un puro, Michael dijo de pronto:

– O quizá tengamos que montar un poco de alboroto, estamos en un auténtico callejón sin salida.