Nahari lo miró por encima del puro y le preguntó con aprensión:
– ¿Cómo pretendes hacerlo exactamente?
Pero Michael cerró la puerta sin detenerse a responder.
Los policías bajaron la voz al oír ruidos al otro lado de la puerta de la secretaría. Alguien había agarrado el picaporte y lo sacudía arriba y abajo. Luego se oyó un grito:
– ¡Abrid, abrid!
– ¿No se lo decía yo? -susurró Yoyo triunfante-. Aquí viene Fania.
Michael le hizo un gesto al técnico de laboratorio y éste guardó el frasco en una bolsa de plástico que, a continuación, selló.
– Nos vamos -dijo Majluf Levy.
Michael se levantó para dejarles pasar, pues la habitación era pequeña y estaban apretados. En el despacho contiguo, el de la tesorería, el teléfono sonaba frenéticamente, pero los alaridos de Fania ahogaron cualquier otro sonido cuando irrumpió en la secretaría y, apartando a empellones a Majluf Levy y al técnico y haciendo caso omiso de Michael, se dirigió en línea recta hacia Moish y se abalanzó sobre él.
– ¿Qué le has hecho? Cerdo de mierda, ¿qué le has hecho?
– Fania -dijo Moish, levantándose-. Tranquilízate, Fania.
– ¡Le dijiste algo a alguien y se lo llevaron en una ambulancia! -aulló Fania-. ¡Y a mí, a su madre, nadie le dice nada!
– Se lo han llevado para hacerle unas pruebas -intervino Yoyo-, No le van a hacer nada más.
– ¿Y dónde está la enfermera? ¡No la encuentro!
– Se ha marchado. Ahora tenemos una enfermera nueva -dijo Moish.
– Llévame ahora a ver a mi hijo. ¡Ahora, ahora mismo! -dijo Fania con voz enardecida; y, acercándose a Moish, lo agarró por el brazo y empezó a tirar de él-. ¡Me llevas ahora mismo en la furgoneta a donde está mi hijo! ¿Dónde está?
Moish miró a Michael en muda petición de ayuda.
– Está en el hospital de Asquelón -dijo Michael en tono apaciguador-. Mañana lo mandarán a casa. Sólo van a hacerle unas pruebas.
– ¿Quién es éste? -preguntó Fania, y, sin esperar a que le respondieran, preguntó-: ¿Me lleva usted? -soltando el brazo de Moish, se volvió hacia Michael con mirada amenazadora-. ¡Me lleva allí ahora! ¡Ahora mismo! ¡A Asquelón! ¡Adonde lo han llevado a él!
– No es necesario. Volverá mañana -aventuró Moish.
– Para mí mañana no existe -dijo Fania-. Quizá tú que eres tan listo sabes qué va a pasar mañana. Para mi mañana no existe. Si no me lleváis ahora, ahora mismo, me voy andando. ¡Andando me voy!
Pronunció en un alarido las últimas palabras mientras se acercaba a Michael y se ponía de puntillas para agarrar el cuello de su camisa con sus manos hinchadas, de dedos deformados por muchos años de trabajo. Lo zarandeó con todas sus fuerzas mientras gritaba sílabas entrecortadas, ininteligibles.
Era imposible quitársela de encima, imposible hacerla callar. Con un esfuerzo supremo, Michael logró que soltara el cuello de su camisa, que por el sonido que hacía parecía estar rasgándose. Se fijó en el número azul tatuado en el brazo de Fania y, con incómoda consciencia de la falsedad de su tono pretendidamente tranquilizador, le dijo a Moish:
– Sin problemas, llévela al hospital de Asquelón, está en la sección de psiquiatría. Llévela ya y luego vuelva a traerla aquí. Quiero hablar con ella cuando regrese.
Fania se calmó inmediatamente. Su cuerpo se quedó flácido, las manos temblorosas. Tomó asiento en una silla y apretó los labios.
– Vamos -dijo Moish con voz trémula-. Te llevo. ¿Quieres que venga también Guta?
Fania no respondió. Se puso en pie y se encaminó a la puerta, y Moish la siguió.
– ¿Quién es Guta? -preguntó Michael.
– Guta es su hermana -se apresuró a responder Yoyo.
– ¿Están muy unidas?
– Llegaron aquí juntas, después de la guerra. Guta es la mayor.
– ¿Ella también es así?
– No -repuso Yoyo sin preguntar a qué se refería-. Es mucho más normal. Está a cargo de la vaquería. No hay nada comparable en muchos kilómetros a la redonda; ha ganado multitud de premios con sus vacas. Sobre Guta corren muchas leyendas; dicen que, cuando su hija era pequeña, caminaba a cuatro patas y no paraba de decir «muuu» para que su madre le prestara tanta atención como a las vacas. Trabaja como una posesa.
Michael recordó lo que le había contado de ellas Aarón Meroz.
– ¿Y es comunicativa? -le preguntó.
– Habla como un ser humano -respondió Yoyo, de nuevo sin preguntarle qué quería decir-. Domina el hebreo a la perfección. Lo aprendió en su país natal. No tiene acento.
– La lechería y el taller de costura -reflexionó Michael en alto-, dos centros neurálgicos. El taller de costura es un semillero de chismorreos, ¿verdad?
Yoyo se estremeció y dijo en un susurro:
– Éste no. Las dos hermanas son calladas como tumbas. No le cuentan nada a nadie. Fania sencillamente no habla. Guta habla a veces, en la sijá. Pero sólo a veces. Y cuando dice algo… ¡hay que oírla!
– Quiere decir -dijo Michael despacio- que sus palabras son contundentes.
– ¡Uf! -exclamó Yoyo-. ¡Y que lo diga!
– Quiero hablar con ella -dijo Michael, que había tomado una decisión.
– ¿Ahora? -preguntó Yoyo-. ¿Para qué?
Michael no respondió.
– ¿Quiere que lo lleve a verla?
Michael asintió con la cabeza.
Yoyo consultó su reloj, suspiró y dijo:
– Bueno, está bien, vamos.
Echaron a andar a buen paso, en silencio, por los caminos del kibbutz. Una vez más Michael percibió la contradicción entre el ritmo de sus movimientos y la serenidad del entorno. Los niños recorrían los caminos en bicicleta y tres pequeñuelos iban dentro de un corralito móvil de chirriantes ruedas. El corralito era más ancho que el camino y las ruedas aplastaban el césped. El joven que lo empujaba y los niños de dentro estaban bronceados y tranquilos. Una de las nenas, de rizos dorados, miró fijamente a Michael y a Yoyo con sus ojazos y se metió el gordezuelo pulgar en la boca. En el césped, ante las puertas abiertas, los padres descansaban junto a sus hijos. De las habitaciones llegaba el sonido de tazas entrechocándose. Michael se fijó otra vez en los jardines, en los árboles de gruesos troncos podados, en el rótulo clavado en un tronco gigantesco que anunciaba «Sicomoro de seiscientos años», en el verdor de la hierba y en los aspersores que danzaban alegremente. En un par de ocasiones, ancianas equipadas con carritos de golf les obligaron a salirse del camino. Dejaron atrás el centro cultural, el polideportivo y un amplio campo de deporte, donde se oían vítores y los golpes de un balón; pasaron ante parques infantiles con toboganes y laberintos. De la piscina volvían en bicicleta personas en bañador.
– ¿Está lejos? -preguntó al fin Michael.
– No, es aquí mismo, en la zona de los fundadores -dijo Yoyo, que sudaba profusamente pese al creciente frescor del ambiente. Caminaba como si le costara trabajo, y de pronto se detuvo y se agachó para manipular la hebilla de su polvorienta y astrosa sandalia bíblica. Se incorporó con expresión tensa. Manoseó el botón superior de su camisa, que estaba desabrochado, señaló una hilera de casas y dijo:
– La segunda habitación es la de Guta y Simec.
– Usted me va a acompañar -dijo Michael con firmeza.
Pero Yoyo meneó la cabeza, con auténtico gesto de miedo.
– ¿Qué les voy a decir? -preguntó-. ¿Que es usted de la policía?
– No, les va a decir que soy de los servicios de psiquiatría, que he venido de Asquelón por el asunto de Yankele.
Yoyo cedió con claras muestras de renuencia.
– Al final descubrirá la verdad, siempre se descubre -dijo desesperado-, y nunca me lo perdonará.
Michael pensó en la primera impresión que le había causado Yoyo, en la compostura que había exhibido en la entrevista en Pétaj Tikvá, y se preguntó cuál sería el motivo de que su serena compostura, su conducta racional, hubieran dado paso a su presente ansiedad. El descubrimiento del frasco, se dijo, que habría demostrado lo que antes Yoyo sin duda se negaría a creer. Y tampoco habría sido fácil guardar el secreto.