Yoyo dio unos discretos golpes en la puerta, que se abrió inmediatamente, como si alguien hubiera estado esperando su llegada junto a la entrada. Guta apareció en el umbral, Simec leía el periódico en una butaca, los pies reposando sobre un taburete de mimbre. El suelo de la habitación estaba mojado. Sorprendida en el momento de fregarlo, Guta los recibió arisca, junto a un cubo y fregona en mano.
– Espera un momento -le dijo a Yoyo-, enseguida se secará.
Se quedaron a la puerta, desde donde Michael reparó en un par de grandes botas de goma muy embarradas, como las que solían usar los niños en otros tiempos, colocadas junto a una gran adelfa que flanqueaba la entrada.
– Esto es lo que pasa cuando los nietos vienen a alegrarte la vida; es inevitable -dijo Guta. Y, mientras secaba vigorosamente el suelo gris con un trapo, le preguntó a Yoyo por sus hijos.
Michael comprendió que, aunque sin duda lo había visto, Guta ponía buen cuidado en no demostrar interés por él.
– Ya está, puedes pasar -dijo, volviéndose hacia Yoyo y dirigiéndose exclusivamente a él-. ¿Qué te apetece beber? ¿Un café?
Michael se preguntó cómo se habría comportado Guta si se hubiera presentado él solo en lugar de acompañado del tesorero del kibbutz.
– La verdad es que no tengo tiempo, Guta -dijo Yoyo suplicante-. Hoy no he parado ni un minuto en la habitación.
Guta lo miró con sorpresa.
– Creía que éste era el representante de la empresa de informática -dijo- y que íbamos a comentar el plan para informatizar la lechería.
Hasta el momento, su marido no había articulado una palabra. Había retirado los pies del taburete y dejado de lado el periódico, pero sin decir nada. Lucía una desagradable sonrisa congraciadora.
– No -dijo Yoyo-, no es el técnico informático, es… -y miró a Michael.
– Me llamo Michael Ohayon, y he venido a hablar del problema de Yankele.
La expresión de Guta se transformó al instante. Ahora se veía en sus ojos una mirada de profunda desconfianza y alarma. Se quedó paralizada junto a la pila, con la tetera eléctrica en la mano.
– Es de los servicios de salud mental -masculló Yoyo, dando un paso en dirección a la puerta-. Hemos tenido un problema con Fania.
Guta dejó la tetera sobre la encimera de azulejos; las manos le temblaban, pero se dominó.
– No le ha pasado nada -se apresuró a tranquilizarla Yoyo-. Está bien. Simplemente quería ver a Yankele. Se lo han llevado a Asquelón porque no estaba tomando su medicación.
Guta se enjugó las manos en el delantal que llevaba sobre el vestido floreado y luego se lo quitó.
– ¿Dónde están ahora? -preguntó con voz trémula, la vista puesta en la puerta, como si tuviera la intención de salir inmediatamente a buscarlos.
– Están en Asquelón -repuso Michael con voz sosegada, tranquilizadora-. Estarán de vuelta esta noche o mañana. Sólo queremos tener a Yankele en observación una temporadita, para ver qué tal evoluciona. Quería hablar con usted, pedirle su opinión… sobre el arrebato de Fania, también.
El semblante de Guta se relajó a la vez que se desvanecía parte de su ansiedad, pero su desconfianza perduró.
– Tengo que irme corriendo -dijo Yoyo-, llevarán horas esperándome, son casi las siete. ¿Cuándo vas a ir al comedor? -le preguntó a Simec, que seguía sentado en silencio con el periódico en las rodillas.
– Luego, más tarde -dijo Simec sonriente-; los nietos acaban de marcharse ahora mismo.
Cuando Yoyo se fue, Michael echó una ojeada al cuarto de estar y a la cocina americana del fondo, con su pequeña nevera y su horno. Sobre la encimera descansaba una gran plancha de horno con un par de bizcochos encima. Desprendían un maravilloso aroma a bollería recién hecha, que casi se imponía sobre el fuerte olor a productos de limpieza que aún había en el aire. Del cuarto de estar salía un estrecho pasillo en el que se abrían dos puertas; la del dormitorio y la del cuarto de baño, supuso Michael. Se había sentado en una poltrona tapada con una tela de lana de color pálido y tacto desagradable. Frente a él había un sofá a juego, con la tapicería protegida por una sábana blanca almidonada, de esas que Michael sólo había visto en el gran salón de los padres de Nira, su ex mujer, pues Fela siempre tenía los muebles tapados con sábanas, que sólo retiraba de mala gana para las grandes ocasiones, tal como ahora lo estaba haciendo Guta, que dobló la sábana con ademanes nerviosos.
Entre su butaca y el sofá había una mesa cuadrada de madera oscura y, sobre ella, un cuenco con fruta y un platito con dulces, cuya sola visión le hizo sentir un regusto ácido en la boca. El cuenco de fruta descansaba sobre un tapetito de ganchillo con encajes y borlas colgando. Al mirar a su alrededor, Michael comprobó que todos los objetos de la habitación tenían debajo tapetitos similares, incluso el gran televisor que relumbraba en un estante, el enorme pez de cristal veneciano que había a su lado y el gran florero vacío. En la butaca de al lado, Simec seguía sonriendo, con la cabeza apoyada en un tapete redondo. En los estantes de madera, sujetos con postes metálicos, Michael vio Manuscritos de fuego en dos volúmenes, la obra que recordaba a los caídos en la guerra de la Independencia. En los estantes había pocos libros más. Seis sillas de finas patas y asientos de plástico verde rodeaban la barra de formica que separaba la cocina americana del cuarto de estar. Todo relumbraba de puro limpio.
Inesperadamente, Simec rompió el silencio:
– Voy a salir a podar un poco, antes de que se haga de noche -le dijo a su mujer en tono de disculpa, y se levantó pesadamente.
Había un no sé qué de infantil en su rostro de piel tersa y en sus ojos, que por un momento contemplaron a Guta con aprensión. Guta no se molestó en contestarle. Sentada en el taburete de mimbre, tenía la vista fija en Michael, como quien espera a que un juez dicte sentencia.
Cuando se quedaron a solas, dijo de pronto con voz contenida:
– Ahora -luego respiró hondo y Michael se estremeció-. Ahora cuénteme qué ha pasado exactamente.
Michael apreció de inmediato sus recursos retóricos, muy superiores a los de su hermana, con la que no se le veía más parecido aparente que el número azul tatuado en el brazo, ese tatuaje que atraía la vista de Michael una y otra vez, irresistiblemente, como si fuera un niño mirando precisamente lo que le han prohibido mirar.
– No ha pasado nada. Últimamente Yankele no había tomado su medicación y el doctor Reimer estaba preocupado por él. Nos pidió consejo y lo hemos puesto en observación. Es por su propio bien. Su hermana, Fania, se enteró de que no estaba en el kibbutz y sufrió un ataque de histeria. Quería preguntarle a usted cómo ve las cosas, cómo reaccionaría Fania ante la posible hospitalización de su hijo o algo similar.
– Ni hablar de eso -dijo Guta, frunciendo los labios-. No hay ni que planteárselo. Es hijo de un miembro del kibbutz, y miembro del kibbutz por derecho propio, y sólo sus padres pueden decidir qué hacer con él.
– Ya no es un niño -apuntó Michael-, y podría ser peligroso para sí mismo y para los demás.
– Es un muchacho estupendo -dijo Guta-. Problemático pero estupendo, y no haría daño ni a una mosca -volvió a fruncir los labios y dijo firmemente-: Y nadie se lo va a llevar a ningún lado. Nosotros mismos cuidamos de él, con ayuda del médico y de la enfermera -se sacó del bolsillo un arrugado paquete de cigarrillos, encendió uno, dio una calada honda y dijo-: Un momento, por favor -y, levantándose, salió y gritó-: ¡Simec! ¡Simec!
Michael lo vio salir de detrás de los arbustos a través de la puerta mosquitera, la cual Guta había tenido la precaución de cerrar a sus espaldas, y oyó que ésta le decía algo a su marido sobre la cena. «Entonces, ¿tres yogures y seis huevos?», preguntó Simec, y Guta asintió con la cabeza y regresó a la habitación.