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– Es una irresponsabilidad y una falta de delicadeza llevárselo sin habérnoslo consultado -afirmó-. ¿Por qué no nos han dicho nada? Hay cosas que no puedo entender. Además, habría que tener un poco de cuidado con Fania. No habría que disgustarla. Su salud… -se quedó callada y un gesto de angustia nubló su cara.

– ¿Cuánto tiempo llevan en el kibbutz usted y su hermana? -preguntó Michael.

– Desde el cuarenta y seis -repuso Guta a la vez que se encaminaba a la cocina. Volvió a llenar la tetera eléctrica y a colocar las tazas-. ¿Tomará una taza de café? -Michael le dio cortésmente las gracias en un susurro.

– Poco después de la guerra -dijo, y Guta exhaló un suspiro de confirmación-. ¿Por qué aquí precisamente? -preguntó Michael mientras Guta colocaba unos tapetes de encaje sobre la mesa y ponía encima la leche y el azucarero.

Guta suspiró de nuevo, volvió a la cocina, echó agua hirviendo en las tazas de cristal y las llevó a la mesa. Entonces, al fin tomó asiento, se retiró la colilla de la comisura de la boca y dijo:

– Menuda pregunta. No se puede decir que supiéramos adonde ir. Vinimos aquí por Srulke. Srulke era un miembro del kibbutz que falleció hace un mes.

– ¿Cómo apareció en sus vidas?

Guta lo miró con aire inquisitivo.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó.

– Cuarenta y cuatro -repuso Michael. Sabía cuándo se requería una respuesta directa.

– Entonces no se puede esperar que lo sepa, sobre todo teniendo en cuenta que en los colegios de las ciudades no enseñan estas cosas. Se celebra el Día del Holocausto y se acabó. Aquí nos ocupamos de que los niños se enteren bien de lo que sucedió, del papel que desempeñaron los miembros del kibbutz en la guerra de la Independencia, y en la Brigada Judía, y en la Brijá, la organización de rescate y evacuación.

– ¿La Brijá? -preguntó Michael. Y Guta ladeó la cabeza y lo miró burlonamente. Se pasó la oscura mano por el corto cabello gris.

– A usted le suena a novela de aventuras para niños, ¿verdad? Nunca había oído hablar de ella, ¿no es cierto? -y, tras encender otro cigarrillo, preguntó-: ¿Qué es usted? ¿Asistente social?

Michael confirmó su suposición con un gesto vago.

– En tal caso, debería estar informado de estas cosas -dijo Guta en un tono que le hizo sentirse como un niño que recibe una regañina.

– ¿Qué era la Brijá? -preguntó al fin explícitamente.

– Podría informarse a través de la bibliografía sobre el tema. Aquí tengo un libro de Avidov -dijo levantándose y dirigiéndose a zancadas a la estantería, de donde extrajo un gran volumen-. Él fue uno de los fundadores. Era una organización dirigida conjuntamente por la Agencia Judía y el Comité Conjunto de Distribución. Toda la población judía de Palestina colaboró con ella, aunque luego supimos que había habido enfrentamientos entre los distintos integrantes.

– ¿Por qué? -preguntó Michael.

– Era una organización que traía refugiados a este país -explicó Guta con impaciencia-, y, como siempre, no sólo estaban interesados en el bienestar de los refugiados, sino también en sus intrigas para hacerse con el poder. ¡Así son los seres humanos! -exclamó con desdén, y exhaló una bocanada de humo en diagonal-. En lugar de trabajar como es debido, se despistan con otras cosas y lo echan todo a perder. Si todo el mundo hiciera su trabajo como Dios manda, otro gallo nos cantara.

– De manera que la Brijá era una organización dirigida conjuntamente por diversos organismos -puntualizó Michael-. ¿Y ustedes vinieron aquí a través de ella?

Guta hizo como si no hubiera oído la pregunta.

– La autoridad estaba dividida y había luchas de poder. A Eitan Avidov, el hijo de Avidov, lo mataron en un enfrentamiento entre el Irgún y la Haganah motivado por la actuación de la Brijá en Italia.

– ¿Lo mataron? ¿Por qué? -preguntó Michael estupefacto.

Guta no respondió y Michael pensó en Yuval corriendo por las calles de Belén.

– Estábamos en Italia -dijo Guta con voz súbitamente transformada, sumida en un mundo al que Michael no tenía acceso-, en Milán, en un centro de refugiados, y allí también nos sentíamos perdidas. Dependíamos de una organización estadounidense, que financiaba la comida y el transporte. Había centros similares por todas partes, en Austria, en Italia, en Checoslovaquia. Al parecer, el mejor organizado era el de Austria… En Milán era un desastre, nadie se enteraba de nada… y en Castelgandolfo… si no hubiera sido por Srulke, que se quedó en Italia después de haber luchado con la Brigada Judía, quién sabe qué habría sido de nosotras. Fania estaba muy enferma…

«¿Qué estoy haciendo aquí?», pensó Michael con súbito pánico. «¿Para qué me detengo a hablar de estas cosas y adonde me va a llevar? ¿Por qué no voy al grano?» Pero, a continuación, se oyó preguntar sin saber por qué, contra su voluntad:

– ¿Y cómo llegaron aquí? ¿Cómo fue el viaje?

– ¿Quiere que le cuente toda la historia? Es una larga historia -dijo Guta.

En la habitación se iba instalando la penumbra y Guta se levantó a encender la luz. Michael veía en su rostro el deseo de hablar mezclado con la reticencia. La miró fijamente. Algo lo animaba a seguir los dictados de su corazón antes de que la pasajera serenidad de Guta y la frágil confianza que se había ganado se vinieran abajo.

– Es una larga historia -repitió Guta vacilante, y de pronto sonrió. La sonrisa agrietó su piel reseca. Había algo soñador en su sonrisa. Sus facciones se suavizaron y su ganchuda nariz parecía menos prominente en la afilada cara cuyas arrugas se difuminaron-. Si tuviera talento, lo contaría por escrito, alguien debería ponerlo por escrito -y, al cabo de un instante, bruscamente, sin mayores titubeos ni preámbulos, dijo-: Pasamos a Italia a pie, a través de los Alpes, cruzando clandestinamente la frontera en camiones cerrados, como el ganado. Corría el año cuarenta y seis; todo estaba corrupto, todo el mundo aceptaba sobornos, y la policía italiana no era una excepción. Ni siquiera levantaron las lonas. Nos descargaron en la estación de tren de Verona, y desde allí nos llevaron a Milán, donde había un comedor para refugiados. Era un lugar de tránsito, desde donde nos trasladaron a Castelgandolfo. Allí esperamos medio año a que llegara un barco para sacarnos del país. Y fue allí donde conocimos a Srulke. Luego nos llevaron a Metaponto, donde había un campo de internamiento para enfermos mentales.

– ¿Enfermos mentales? -preguntó Michael.

Guta lo miró como si se hubiera olvidado de su presencia.

– Lo llamaban así de cara a las autoridades -explicó impaciente, como si Michael tuviera que haberlo comprendido-. Y no había comida, ni nada que beber, y era invierno, y el barco estaba a cinco kilómetros de la costa, y estuvimos esperando tres días, por culpa de los milicianos. Y teníamos que fingir que estábamos locas. Recuerdo que nos decían: «Saltad, saltad y gritad, van a venir a veros, hay una inspección». Y al cabo de tres días embarcamos en un barquito viejo, un desecho que sólo valía para transportar refugiados. Hicimos el viaje en condiciones de campo de concentración. No teníamos espacio para tumbarnos como es debido. Había cubículos de metal, donde unos vomitaban sobre otros, y al final se abrió una vía de agua y el barco empezó a hundirse, y entonces llegaron tres cruceros británicos, y unos cuantos valientes de nuestro grupo les tiraron latas de comida. Los británicos nos rodearon, nos atraparon y nos metieron en sus barcos, y así llegamos a Haifa, la noche en que estallaron las refinerías. Esa misma noche tomamos puerto y nos desembarcaron. En plena noche.

Guta respiró hondo, como si estuviera contemplando la escena que contaba, y prosiguió:

– Había un guardia con una boina roja, y nos fueron desembarcando de uno en uno; y a un oficial británico que estaba allí le pregunté si podía enviar una carta, y él me dijo: «Escríbala y yo la echaré al correo». Escribí a Srulke, la única persona que conocía en el país, de los seis meses pasados en Italia, así que le escribí contándole que estábamos en Haifa y no sabíamos qué iba a ser de nosotras. Nos quitaron lo poco que aún nos quedaba, nos metieron en unas salas muy grandes y nos dijeron que nos durmiéramos, ¡y resulta que eran los barcos Oshery Yagur! -dijo en tono dramático-. Y él envió la carta, aquel oficial, sí, la envió. Srulke me la enseñó -explicó, meneando la cabeza con asombro.