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– ¿Cómo? -preguntó Michael, cautivado por el relato-. ¿Eran barcos?

– Sí, barcos prisión, los dos, adquiridos por la Haganah para traer refugiados al país, y más adelante requisados por los británicos. Así que, cuando nos despertamos, estábamos en medio del mar. Y de ahí fuimos a Chipre, donde pasamos año y medio en un campo de detención.

– ¡Qué horror! -exclamó Michael.

– Fue muy duro -dijo Guta, que ni siquiera había mencionado la guerra que precedió a todas esas aventuras-, y hubo personas que se volvieron locas de verdad. En aquellos barcos se vio de qué pasta estaba hecha la gente. La gente es capaz de aguantar cualquier cosa, cualquier cosa, pero al vernos en medio del mar, rumbo a Chipre, y comprender lo que había sucedido y que después de haber soportado tanto ni siquiera estábamos en Israel, ya todo daba igual. La gente no se molestó más en fingir.

En el silencio que se abatió sobre la habitación se oía el canto de los grillos y un distante croar de ranas. Guta respiró hondo y rompió el silencio para expresar su perplejidad:

– En todos estos años no se lo había contado a nadie, siempre decía que era una historia muy larga. Además, durante los primeros años nadie nos preguntaba nada, no querían recordárnoslo, pero Srulke lo sabía. Vino a buscarnos cuando regresamos de Chipre, y sabía toda la historia. Quizá ha sido su muerte lo que me ha hecho hablar -miró a Michael con aire más amistoso, atónita, indefensa y vulnerable.

– Debió de ser un viaje espantoso… por la manera de portarse de la gente y todo lo demás -dijo Michael reflexivamente, disimulando su agitación, inquieto al pensar que enseguida iba a decir unas palabras con las que renunciaría, con suma tristeza, a la simpatía y la confianza que había inspirado con tan poco esfuerzo por su parte. Observando a Guta, pensó que aquella mujer no sería capaz de ocultar los hechos ni un instante, que con ella caería en saco roto cualquier argumentación sobre la inconveniencia de revelarlos. Ella era la persona adecuada, pensaba a la vez que se decidía a lanzar el bombazo, la persona que sabría afrontar el dolor en tanto en cuanto nada se ocultara.

– Quiero decirle algo -dijo Michael-. No soy asistente social, soy policía. Soy superintendente jefe, director de sección en la Unidad para la Investigación de Grandes Delitos.

Guta se atragantó y su rostro quedó petrificado en un gesto de perplejidad. Y antes de que ésta se tornara en decepción e ira por haber sido engañada, Michael se apresuró a añadir:

– Y no ha sido Yankele quien me ha traído por aquí. Ha sido la muerte de Osnat.

Guta permanecía rígida. Lo único que no lograba controlar eran sus manos temblorosas.

– Osnat no murió de neumonía sino envenenada con paratión, y, según todos los indicios, no fue un envenenamiento accidental sino planeado. En resumen…, en el kibbutz se ha producido un asesinato -a Guta le temblaban tantísimo las manos que Michael hubiera preferido oírla chillar. Era duro verla así-. Hasta ahora -prosiguió-, lo hemos mantenido en secreto. En el kibbutz no lo sabe nadie, salvo un puñado de personas. Pero ahora se lo estoy contando porque necesito su ayuda, su opinión. Usted tiene poder. Y me ha dado una idea.

La voz de Guta emergió de las profundidades, débil y trémula, ronca. Cruzó los brazos, se clavó las anchas uñas en la carne y dijo:

– ¿Lo sabe Dvorka?

Michael hizo un gesto afirmativo.

– ¿Y no ha dicho nada? -parecía atónita-. ¿No se lo ha contado a nadie?

Michael guardaba silencio.

– ¿Quién más lo sabe? -exigió saber ya más entera.

Michael enumeró los nombres.

– No está sorprendida -dijo Michael-. Lo que le he contado no le sorprende.

– Es muy difícil sorprenderme -dijo Guta, pero sus manos seguían temblando mientras encendía un cigarrillo.

– Yankele solía rondar alrededor de su habitación por las noches.

– ¡No diga tonterías! -le espetó Guta a voz en grito-. Ahí no se le había perdido nada.

– ¿No sabe usted nada de su relación con Osnat? -preguntó Michael.

– No hay nada que saber. Yankele nunca ha tenido relaciones con las mujeres. A Fania le entristece mucho.

– ¿Nada? ¿No sabe nada de eso? -insistió Michael.

– ¿Qué? ¿Que sentía debilidad por Osnat? -dijo Guta desdeñosa-. Esa impresión me daba cuando era un chaval, pero hace mucho que se le pasó, y nunca le hizo nada. Nunca le hizo nada a Osnat, pondría la mano en el fuego.

– Pero cabe la posibilidad de que Yankele sepa algo que nosotros no sabemos.

– Me resulta difícil de creer. Yankele es un buen trabajador, pero no se puede decir que viva en la realidad. Nunca se entera de nada.

– ¿Y Fania?

– ¿Qué pasa con Fania? -soltó Guta, y el temblor de sus manos, que se había aplacado, se redobló de nuevo.

– ¿Sabía Fania que Yankele… tenía debilidad por Osnat?

– Nunca hablamos de eso, pero ¿qué más da si lo sabía? -preguntó Guta indignada.

– ¿Usted es la hermana mayor? -preguntó Michael bruscamente-. ¿Se siente responsable de ella?

– Es mi hermana pequeña -confirmó Guta, las manos todavía temblándole.

– Me pregunto -dijo Michael- cómo habría reaccionado Fania si se hubiera enterado de la debilidad que sentía Yankele por Osnat.

– ¿Cómo quiere que reaccionara? -dijo Guta sin disimular su cólera-. Está diciendo tonterías, Fania nunca le habría hecho nada a Osnat.

– Pero no le caía bien, Osnat no le caía bien.

– Deje en paz a Fania -le advirtió Guta-. Ni se le ocurra acercarse a ella. Conmigo sí puede hablar todo lo que quiera. Ya le he dicho que Fania nunca ha hecho daño a nadie y ni siquiera creo que sepa lo que es el paratión. Evidentemente, no tiene nada que hablar con ella -habló en tono amenazador y airado, el temblor de manos ya dominado.

– Tendremos que hablar con Fania -dijo Michael-. Hay que realizar una investigación. Se ha producido un asesinato. Pero emplearemos la mayor discreción posible. Es por su propio bien -pensó en Maya y en cómo le fastidiaba lo que ella llamaba su manera de «manipular a la gente».

– ¡No van a hablar con Fania! -dijo Guta con furia-. Y no me venga con que es por su propio bien. Fania nunca ha hecho daño a nadie, esas investigaciones suyas no me asustan -estaba resollando, el rostro encendido por la cólera-. Voy a contárselo a los demás, y ahora mismo voy a hablar con Dvorka y con Moish y con todas esas personas que se creen tan listas. ¿Qué se ha creído? ¿Que puede entrar aquí como Pedro por su casa para hablar con Fania? ¿Un policía? ¿Se cree que puede hacer lo que le dé la gana? -y, después de respirar hondo, dio un paso hacia él. No llegó a tocarlo, pero su voz sonaba amenazadora cuando levantó la mano como si fuera a darle una bofetada y dijo-: ¡A partir de ahora puede irse olvidando de la discreción!

Se encaminó a la puerta y Michael tuvo la impresión de haber dado vida a un gólem. Cuando Guta desapareció, se sintió aterrorizado al pensar que él mismo había soltado los frenos, que iba a ver a todo un kibbutz dominado por el pánico provocado por un hecho sin precedentes. Trató de apaciguar sus miedos, ahuyentándolos con pensamientos como «menos mal que la gente a veces es predecible», pero de camino a la habitación de Dave no lograba liberarse del miedo que lo atenazaba al pensar en lo que podría suceder en aquella gran familia cuando se supiera cómo había muerto Osnat.