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13

Horas más tarde, en el café de la calle principal del mercado de Majané Yehuda de Jerusalén, donde se había reunido con Shorer y Avigail, Michael seguía oyendo la risa profunda de Dave. Parecía resonar en aquel establecimiento donde, pese a que no vistieran de uniforme, todo el mundo sabía quiénes eran pero fingían ignorarlo. Aquella ficción se mantenía incluso cuando, como ahora, el coche con matrícula de la policía estaba conspicuamente aparcado junto a la amplia entrada del café. Shorer ocupaba un pequeño taburete de madera y Avigail, sentada en una silla naranja de plástico, con camisa blanca de manga larga pese a que hacía calor, vaqueros y una coleta que le daba aire de estudiante de instituto, miraba atentamente a su alrededor, como si estuviera decidida a fijarse en todo y recordar sus impresiones.

Era la una de la mañana y hasta la calle principal del mercado estaba silenciosa y oscura salvo por el parche de luz que rodeaba el pequeño café, donde la clientela se demoraba hasta la madrugada jugando a las cartas y rellenando boletos de la quiniela futbolística mientras intercambiaba opiniones a grandes voces. También solían acudir unos cuantos borrachines para beber en compañía. Al entrar en el café, Michael había reparado en un anciano de espesa barba gris y ojos inyectados en sangre que estaba allí sentado, vestido con una ropa andrajosa de excesivo abrigo para la noche cálida y seca de Jerusalén. Despedía el tufillo típico de quien duerme sin cambiarse de ropa y no se ha lavado en varios días, e, incluso después de haber tomado asiento dándole la espalda, Michael no lograba desprenderse de la visión de aquella barba gris y espesa y de aquellos ojos rojizos, que se sumaron al sonido de la cálida risa de Dave que aún retumbaba en su cabeza.

Emanuel Shorer tenía delante, sobre la pringosa mesita de formica, un vaso alto medio lleno de cerveza. Avigail había pedido un té a la menta y una bureka, y se la habían traído recién hecha y todavía caliente. Michael, haciendo caso omiso de las risitas y suspiros de Shorer, pidió un café turco, de los que se sirven en tacitas diminutas, y un vaso de agua fría. Michael sacudió la cabeza para librarse de las imágenes y sonidos de la jornada, de los que aún oía el eco: los alaridos de Fania, los bisbiseos con los que se había despedido Guta y la risa de Dave, en absoluto demoniaca. Era, de hecho, una risa cálida, franca y jubilosa, libre de inhibiciones y tristezas, la risa de un hombre que se permite ver y oír las cosas tal como son y que no reprime ningún sonido en su garganta.

– Dentro de unas horas Avigail se incorporará a su trabajo en el kibbutz -dijo Shorer pensativo- y lo va a encontrar convertido en una casa de locos -se enderezó en su taburete y, volviéndose hacia Michael, preguntó nervioso-: ¿Has hablado con Nahari? ¿Sabe que has puesto las cartas boca arriba?

– He hablado con él, lo sabe -lo tranquilizó Michael.

– ¿Y qué ha dicho? -preguntó Shorer, la curiosidad imponiéndose sobre la inquietud.

– Ha dicho que podría habérselo consultado antes; aunque -añadió Michael con una sonrisa- tenía el presentimiento de que lo iba a hacer; que no tengo derecho a actuar por mi cuenta y riesgo, y que además debería habérselo consultado al psicólogo, y en eso probablemente tiene razón. Pero supongo que he pretendido que fuera algo espontáneo. O quizá no se me ocurrió -reconoció-; lo del psicólogo, quiero decir.

– Has salido bien librado -dijo Shorer, y miró a Avigail, que pescaba cuidadosamente las hojitas de menta de su vaso y las iba colocando en el plato vacío de la bureka.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Michael.

Shorer tomó un sorbo de cerveza y respondió:

– Que no empezó a pegarte gritos, que no te echó la bronca.

– ¿Quién ha dicho que no? -dijo Michael esbozando una sonrisita-. No me habías preguntado qué pasó exactamente. Nahari me lanzó un discurso diciéndome que no trabajaba solo y que ya no estaba en el subdistrito de Jerusalén, y que todas las personas de su equipo eran cuando menos tan inteligentes como yo. Y que parecía que nunca había oído hablar del trabajo en equipo o, en todo caso, que no lo ponía en práctica ni contaba con los miembros de mi equipo; en sus propias palabras, que «no explotaba los recursos a mi disposición».

– En eso también tiene razón -comentó Shorer mirándolo con severidad-. Yo en tu lugar no me sentiría tan orgulloso de lo que estás haciendo.

– ¿Quién se siente orgulloso? -protestó Michael.

– Tú -respondió Shorer, inclemente-. Te paseas por ahí creyendo que llevas sobre tus hombros el peso de todo el kibbutz y que vas a salvarlos y a revelarles la verdad sobre sí mismos. Esa sonrisita presuntuosa que pones parece indicar que tienes el destino del movimiento de kibbutzim en tus manos… Tú, el hombre que ha lanzado el bombazo y asume en exclusiva la responsabilidad por las consecuencias. Como si fueras la única persona del mundo -añadió apurando su cerveza- que comprende algo.

– ¿Por qué estás tan enfadado conmigo? -preguntó Michael sorprendido. Tras un instante de reflexión, miró a Avigail y dijo-: Es por ella, porque te he puesto en apuros mandándola allí.

– No me expliques lo que siento -replicó Shorer airado-. Si no te importa, haz el favor de no meterte en mi cabeza -miró a su alrededor. Los borrachos los contemplaban, los aficionados a las quinielas se habían callado, y sólo los tres jugadores de cartas continuaban a lo suyo como si no hubieran oído nada. Shorer bajó la voz-: No, no es por Avigail; es porque has trabajado solo sin comprender los riesgos que asumías, y no me refiero a que haya un envenenador suelto, que sabe que todo el mundo está enterado y que podría volverse más peligroso que antes. No estoy hablando de eso, y no me digas -levantó la mano para detener a Michael- que has dejado en el kibbutz a Majluf Levy y a Benny, porque sabes muy bien que ahora no me estoy refiriendo al peligro físico. Estoy hablando de los riesgos psicológicos, de las implicaciones de lanzar ese tipo de bombazos. No hace falta que te recuerde que nunca había sucedido nada semejante. No lo has discutido con nadie antes de actuar, y la gente no está preparada, no se han tomado en cuenta sus reacciones, y tú te lanzas de cabeza despreocupadamente, te paseas por allí y hablas con ese hippy colgado de Estados Unidos…

– De Canadá -lo corrigió Michael.

– Muy bien, de Canadá… y luego vienes a contarme tus brillantes ideas. Pero los has dejado con la sensación de que entre ellos hay un asesino. A los trescientos miembros y sus parientes.

– Trescientos veintisiete -lo corrigió Michael cansinamente.

Luego fingió no ver la mirada que le dirigía Shorer mientras le decía:

– ¿Por qué empiezas a hablarme así? ¿Me has tomado por Ariyeh Levy? A lo mejor es cierto que el éxito se te ha subido a la cabeza.

Avigail tocó su vaso vacío y carraspeó.

– Y no he esperado a que estuviéramos solos a propósito -añadió Shorer furioso-. No es momento para ser discretos. Como un idiota, te di permiso para que mandaras allí a Avigail, pero eso fue antes de que lo hicieras todo público. Ahora la situación es muy distinta. Me dijiste que sólo cuatro personas sabían que habían matado a la tal Harel. No me dijiste que se lo ibas a contar a todo el kibbutz. Y también es importante que tú sepas -dijo volviéndose hacia Avigail- que vas a entrar en una comunidad herida, conmocionada, y que te va a caer encima mucho trabajo. Las personas que no se encontraban del todo bien van a enfermar de verdad, y quienes siempre se mostraban tranquilos y reservados de pronto se pondrán histéricos. Es imposible predecir cómo se lo van a tomar. Ahora mismo lo que necesitan es un psicólogo.

– Ya tienen uno -intervino Michael-. He dejado allí a un psicólogo, y he solicitado que envíen a otro.