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– Bueno, yo qué sé -dijo Shorer más calmado, suspirando-. Tienes que dejar de trabajar solo. Ahora quizá no te va a quedar más remedio que trabajar con Avigail.

– Créeme -dijo Michael tras una pausa-, sé que no te falta razón en lo que dices, pero es que estábamos en un callejón sin salida. Y no es que tomara la decisión durante la reunión del equipo y no se la contara a nadie. Era una idea que estaba forjándose en el fondo de mi mente y que tomó cuerpo cuando vi a Fania y oí hablar de Guta. Hasta entonces no me había dado cuenta de que lo que quería era eso: encontrar la forma de montar un poco de alboroto.

– Bueno, vamos a dejarlo -dijo Shorer con impaciencia-, no tiene sentido seguir hablando de eso. Pero no te creas Dios. Es muy peligroso que uno empiece a creerse Dios. Y, ahora, pasemos a lo que parece el quid de la cuestión. ¿Qué querías contarnos?

– ¿Quieres la versión íntegra o el fondo del asunto?

– El fondo del asunto primero, y luego lo demás, si es necesario.

Michael se quedó en silencio.

– Estaba cavilando -dijo tras una larga pausa- cómo expresarlo para que no parezca un disparate. Quizá lo mejor será decirlo directamente. El fondo del asunto es que Srulke no murió de un infarto de miocardio sino envenenado con paratión.

– Srulke -repitió Shorer despacio-. Vuelve a decirme quién era Srulke.

– Srulke era el padre de Moish, que es el director general del kibbutz. De la generación de los fundadores, de setenta y cinco años, y estaba a cargo del diseño de jardines. Murió hace cinco semanas de un infarto, según creían, pero ahora se ha planteado la posibilidad de que quizá la causa fue el paratión, porque él era el único que todavía lo utilizaba. Dave, el canadiense, me contó que Srulke había estado fumigando sus rosales cuando lo encontraron muerto. He tenido una larga conversación con él después de lo de Guta, y ha sido él quien me ha sugerido esa posibilidad.

– ¿Lo sabe Nahari? -preguntó Shorer con desconfianza.

– ¿Qué te pasa con Nahari? -preguntó Michael irritado-. ¿Por qué te preocupas tanto de él?

– No me preocupo de él sino de ti, del orden lógico y adecuado de las cosas, de que no trabajes solo. Nahari es tu superior; no puedes venir a contarme las cosas sin haber hablado con él. Y también me preocupo de mí mismo… No quiero buscarme problemas con él. No puedes seguir así, saltando por encima de Nahari para venir a que yo te arregle la vida, como si fuera tu padre o algo así… -se contuvo demasiado tarde; miró a Michael abochornado, bajó la vista y empezó a darle vueltas al vaso todavía medio lleno antes de tomar un sorbo. Luego respiró hondo y continuó hablando, sobreponiéndose a la tensión del ambiente con evidente esfuerzo-: Y, como ya he dicho antes, Nahari no es Ariyeh Levy ni ha nacido ayer. O sea que ¿lo sabe o no?

– Lo sabe -respondió Michael ofendido-. Lo sabe.

Avigail apoyó la barbilla en una mano sin decir nada. Pese a que a veces diera la impresión de que se habían olvidado de su presencia, Michael estaba en todo momento atento a sus delicadas muñecas, que asomaban de las largas mangas blancas, perplejo porque vistiera así a pesar del calor que hacía. ¿Qué leyenda estaba creando en torno a su persona? ¿Qué pretendía ocultar? ¿Qué había bajo esas largas mangas suyas? Cuando también él pidió un té a la menta, volvió a fijarse en los jugadores de cartas, que gritaban y reían. Luego miró hacia la calle, donde de vez en cuando pasaba un coche a toda velocidad y sus ruedas rechinaban en la curva de al lado del café. La calle estaba sucia. Frutas podridas, cajas de cartón aplastadas, bolsas de plástico y paquetes de tabaco vacíos se amontonaban frente a la entrada del café. El aire estaba impregnado de olor a polvo y a basura y él también se sentía polvoriento y pegajoso después de su larga jornada, y exhausto tras haber conducido de Jerusalén a Pétaj Tikvá, de allí al kibbutz y luego de vuelta a Jerusalén, y también por los constantes enfrentamientos con unos y otros y las conversaciones telefónicas con Nahari.

Ahora se arrepentía de no haber ido a su casa, limitándose a telefonear para ver si había llegado Yuval. Yuval estaba en casa. Había puesto una lavadora él solo, según le había contado, y también se había planchado el uniforme. Mañana terminaría su permiso y a las horas que eran ya estaría profundamente dormido. Michael sólo podría verlo un momento por la mañana, pensaba ahora recordando la conversación telefónica que había mantenido con su hijo desde el kibbutz, antes de salir hacia Jerusalén. En la voz de Yuval no había ironía cuando le dijo: «Trata de venir a casa, papá, si puedes. Estaría bien que nos viéramos de vez en cuando». No dijo nada de la tensión en la que estaba viviendo, pero precisamente porque en su voz no había cólera ni resentimiento, precisamente por su tono adulto y comedido, Michael percibió en él esa ternura que sólo pueden sentir quienes han experimentado el sufrimiento. Esa ternura le hablaba a Michael de soledad, llevándolo a pensar de nuevo que cumplir su servicio militar en Belén había hecho madurar a Yuval, echándole años encima y robándole la juventud. Si no fuera porque Yuval tenía novia, pensaba Michael mientras le ponían delante el té y Shorer callaba hasta que el dueño del café se retirase, si no fuera por eso, probablemente estaría aún más preocupado por él. Claro que el panorama tampoco era muy alegre en ese sentido, dado que su novia estaba ahora en el departamento de Justicia Militar de Gaza y tenían escasas oportunidades de verse.

Michael recordaba a menudo cómo eran en los tiempos en que aún estaban destinados juntos: el aire infantil e inocente que les daba su tímido amor y la vergüenza de la chica cuando Yuval la llevaba a casa de su padre los fines de semana, la seriedad con que hablaba del «grupo», es decir, de la unidad Nájal a la que ambos pertenecían, y la torpeza con que había tratado de explicar sus motivos para abandonarla. En los últimos tiempos, la muchacha parecía haber superado aquella torpeza, y también su timidez.

– Con tus contactos podrías haberlo resuelto de alguna manera -le había dicho amargamente Nira a Michael cuando coincidieron en el desfile con el que finalizaba el campamento-, pero ¿para qué ibas a tomarte la molestia si no es más que tu hijo? Yo habría tocado todos los resortes para sacarlo del cuerpo de paracaidistas.

– Y lo hice -respondió Michael en un raro momento de identificación con su ex mujer-. Toqué todos los resortes a mi alcance, créeme, y les arranqué una promesa, pero era Yuval el que se negaba. Me prometieron trasladarlo contra su voluntad. No entiendo qué pasó después ni cómo es que sigue en ese cuerpo.

– Pues toca algunos resortes más -le replicó Nira implacable-. Ahora están mandando a los paracaidistas a los territorios ocupados. Mi hijo no va a ir a los territorios… Es peligroso; allí te pueden matar.

Michael no había respondido. Era la primera vez que veía a su ex mujer en varios años, y, pese a su habitual tono de constante reproche, le había entristecido ver hebras grises en su pelo rubio y un fino entramado de arrugas en torno a su boca. Se preguntó por enésima vez si las cosas no podrían haber salido de otra manera.

– ¿Qué ha dicho Nahari al respecto? -le preguntaba ahora Shorer.

– ¿Al respecto de qué? -preguntó Michael-. ¿Qué ha dicho de qué?

– Con respecto al asunto de Srulke. ¿Qué ha opinado de la posibilidad de que haya sido otra muerte por causas no naturales?

– Nada -repuso Michael distraído, sintiéndose cansado y deprimido, y fijándose de nuevo en los dedos finos y traslúcidos de Avigail, que se mordisqueaba un mechón de pelo-. ¿Qué podía decir? Llamó a Kestenbaum para preguntarle si era posible detectar algo al cabo de cinco semanas, porque no se conoce un precedente de exhumación de un cadáver tras un plazo tan largo para verificar un envenenamiento por paratión.

– ¿Y bien? -dijo Shorer.

– Kestenbaum hizo las consultas necesarias y dijo que era posible -hizo una mueca-. Por lo visto, al cabo de un mes ya no se puede medir el nivel de colinesterasa en la sangre, pero todavía pueden identificarse restos de paratión en los líquidos en descomposición, y disculpa que sea tan gráfico.