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– Entonces, ¿tendremos que exhumarlo para someterlo a una autopsia? -preguntó Shorer-. Dicho de otro modo, ¿hay suficiente fundamento para hacerlo?

– Según se mire. Lo que no le conté a Nahari es cómo había llegado a esa conclusión.

– ¿Quién? -preguntó Shorer.

– Dave. Cómo había llegado Dave a esa conclusión -explicó Michael, y volvió a ver aquel hombre corpulento y calvo cual bola de billar sentado en su habitación de las afueras del kibbutz, de la zona de los solteros, donde también vivía Yankele, con quien Dave le había dicho que mantenía una amistad entrañable y especial.

– ¿Podrías contarme algo sobre el tal Dave, por favor? -intervino Avigail con su voz cristalina, sobresaltándolos a ambos-. Me pone bastante nerviosa la perspectiva de aterrizar mañana en el kibbutz después de lo que ha pasado hoy, y, en conjunto, no es que esté exactamente encantada con mi nuevo trabajo. Sea como fuere, me gustaría saber todo lo posible de antemano.

– No deberías estar tan tensa – la tranquilizó Shorer en tono paternal, poniendo énfasis en el tan-. No vas a estar completamente sola. Él -señaló a Michael con la cabeza- estará en contacto contigo en todo momento.

– No va a ser tan fácil -intervino Michael-. Todo el mundo se ha enterado de quién soy, y tienen una centralita telefónica supermoderna, que registra todas las llamadas enviadas y recibidas, y no queremos que queden registradas en el teléfono de Avigail las llamadas de la UNIGD.

– Pues ve a verla a escondidas por la noche -sugirió Shorer, riendo; de pronto dejó de reír, contempló pensativo a Michael y a Avigail y un pícaro centelleo alumbró fugazmente sus ojos; luego dijo con fatiga-: Sabrás cómo resolverlo, confío en ti.

– Recuerdo lo que nos has contado y lo que he leído en el dossier sobre la familia y sobre Moish -dijo Avigail-, y he comprendido la historia de Yankele, la de Guta y Fania y todo lo demás. Pero ¿qué hay de este Dave? Cuéntame todo lo que sepas de él, por favor -sus ojos grises posaron en Michael una mirada de inteligente e inquisitiva expectación. Eran profundos y rasgados. Sentado cerca de ella, Michael distinguía sus pestañas pálidas y largas y la arruguita que se veía entre sus cejas aun cuando no fruncía el ceño.

– No sé qué estoy haciendo aquí -dijo Shorer- ni cómo me he dejado atrapar así. Pero, ya que la noche está perdida -suspiró-, continúa hablando.

Con unas cuantas frases Michael describió la habitación, los extraños cactus que crecían junto a la entrada, las relaciones entre Dave y Yankele.

– Lleva diez años en el kibbutz -dijo-; lo aceptaron tras un periodo de prueba de dos años -mientras hablaba, Michael volvió a oír la risa cálida de Dave y recordó la expresión tolerante con que le había explicado que lo habían aceptado pese a sus rarezas porque había hecho importantes contribuciones durante su etapa de aspirante. «Cosas como mejorar la maquinaria de embalaje, pero sobre todo esto», dijo enseñándole un cactus extraído de un tarro que estaba en el alféizar de la ventana. «Es nuestro gran éxito; con él fabricamos nuestra crema más cara.” Y, ante la mirada de perplejidad de Michael, se echó a reír otra vez, diciendo: «Lo inventé yo».

Luego le explicó que en su tiempo libre se dedicaba a hacer injertos cruzados entre diversas variedades de cactus, de los que habían salido híbridos increíbles (profesionalmente se dedicaba a las patentes industriales y los cactus eran su hobby). En el invernadero, adonde llevó a Michael, florecían impetuosamente todo tipo de cactus. Dave se describió como un manitas a quien no se le resistía ninguna avería, «un kolboinik, como llaman al recipiente para echar los restos que ponen en las mesas del comedor». Por encima de todo, dijo Michael citando a Moish, Dave era un trabajador maravilloso, pues hasta Shula decía que era la única persona que no le creaba problemas con los turnos de trabajo, acudiendo allá donde lo mandaran. Durante su segundo año de prueba, lo habían asignado al comedor, y durante seis meses había trabajado allí jovial y risueño, como si limpiar mesas fuera la ambición de su vida. No se había quejado ni una vez. Y era la única persona cuyos servicios había vuelto a solicitar Guta después de haber trabajado con él en la vaquería; según le contó Moish a Michael, Guta decía que se le daban muy bien las vacas y ellas lo adoraban.

Shorer soltó una risita y a Michael se le escapó una sonrisa.

– Eso es lo que dice -se excusó.

Avigail se retiró el pelo de la cara y opinó:

– Bueno, también a los animales hay que saber cómo tratarlos, y las vacas son animales, ¿no? Y es revelador que una persona se lleve bien con los animales. Por otro lado, tengo entendido que vive solo -Shorer y Michael la miraron de hito en hito.

– Así que a pesar de que tenía cuarenta y cinco años, de que era vegetariano, canadiense y soltero, y pese a que, como él mismo me dijo, corrían todo tipo de rumores sobre él a causa de sus excentricidades, lo aceptaron como miembro -dijo Michael, volviendo a oír a Dave hablando en un hebreo fluido aunque con mucho acento:

«Al principio trataron de liarme con todas las solteras del kibbutz y, como eso no funcionó, empezaron a enviarme a todo tipo de seminarios y fines de semana de adoctrinamiento», Dave sonrió y luego lanzó una sonora carcajada; después se puso muy serio para decir con expresión pensativa que lo que le resultaba curioso, y había meditado mucho sobre ello, era que, fundándose en sus numerosas lecturas sobre la creación del movimiento de kibbutzim, nunca hubiera creído que se tomaran la institución de la familia tan en serio. A fin de cuentas, se suponía que todo el kibbutz era una gran familia, había dicho con aire atónito, y la célula familiar se consideraba perniciosa para la sociedad, pero él estaba descubriendo día a día el conservadurismo del kibbutz. De hecho, dijo sin sonreír, era una sociedad tan burguesa que no había logrado superar la institución de la familia en absoluto. Y el kibbutz, como el resto del país, funcionaba como una gran familia cuando había que enfrentarse a una tragedia, como ahora, ante la muerte de Osnat, pero para las alegrías de la vida, las fiestas, que a fin de cuentas eran un asunto público, demostraban mucho menor entusiasmo. ¿No lo había notado él?, le preguntó a Michael.

Había que decir en favor de Dave que no le había hecho a Michael una sola pregunta sobre su experiencia personal de la vida en un kibbutz. Había preparado una infusión con gesto serio y concentrado y cortado rebanadas de un bizcocho integral de frutos secos que él mismo había confeccionado; nunca iba a cenar al comedor. En lo referente a Yankele, les dijo Michael a Shorer y Avigail, garrapateando con una cerilla quemada sobre la caja de fósforos, Dave se había limitado a decir que era diferente de los demás.

– Me dijo que la medicación que le dan le hace un daño acumulativo, lo cual era otra prueba del conservadurismo del kibbutz, que por principio no acepta al individuo desviado.

– ¿Qué quieres decir con eso de que por principio? -preguntó Avigail-. ¿Por qué cree que es una cuestión de principios?

– Dave me contó que Yankele está totalmente aislado y que no tiene más amigos que él. Es cierto que cuidan de él, y no sólo su madre, también otros miembros; asiste a las fiestas y todas esas cosas, lo tratan bien, en pie de igualdad, tal como tratan a Dave, pero, por principio -repitió Michael con énfasis-, no aceptan a los individuos desviados, aunque luego sí aceptan los casos concretos; siempre que la persona en cuestión colabore con el kibbutz y se esfuerce trabajando, la aceptan y la cuidan. Pero también la aíslan.

Michael se ensimismó una vez más para seleccionar los datos que iba a contarles, y volvió a oír la voz de Dave diciendo: «Es algo que se les puede reprochar, pero también hay que apreciar la grandeza que encierra, por así decirlo, que el individuo venza los principios. Si se piensa en la sacralización del trabajo y en el conformismo burgués subyacente, es estupendo que en la práctica acepten al individuo, pasando por encima de los principios. El ser humano prevalece sobre la ideología, tal vez sin que se den cuenta o sin que quieran».