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Dave había sonreído y luego había vuelto a ponerse serio. «Y Yankele es una persona solitaria, emocionalmente solitaria. Y esta contradicción entre las atenciones en lo material y la igualdad económica por un lado, y el aislamiento y las barreras sociales por otro, es muy difícil de sobrellevar. Pensándolo bien», Dave suspiró a la vez que rellenaba de agua hirviendo una teterita china de porcelana, «una sociedad tan conservadora tiene algo de primitivo, de precario. De alguna manera, confunden la inteligencia de Yankele con su enfermedad, cuando lo cierto es que es un tipo inteligente, incluso sabio, y muy bien informado; lee mucho, y cuando no está bajo los efectos de un ataque, cuando está tranquilo, merece la pena escucharlo. Tiene conocimientos de todo tipo, y está abierto a las cuestiones místicas».

Dave tomó un sorbo de té y añadió que, personalmente, él siempre estaba abierto a probar nuevas experiencias. Una de las grandes ventajas de vivir en un kibbutz, explicó sin necesidad de que le preguntaran por qué vivía allí, era la libertad con respecto a numerosas cosas que esclavizaban a las personas en la sociedad en general. En el kibbutz podías volverte un esclavo de las condiciones materiales de vida, y en su entorno había muchísimos ejemplos, pero no era necesario. Porque te aseguraban unos mínimos que eran más que suficientes. Y no sólo se refería a los bienes materiales, sino también a otras vanidades mundanas, como el estatus y ese tipo de cosas. Él quería vivir una vida sana, había declarado a la vez que colocaba la teterita de porcelana y las tazas en la mesa, y ahí era posible vivir una vida sana y al propio tiempo crear y trabajar, y había buena gente, no todos estaban limitados, y eran precisamente los marginados quienes le interesaban, porque él era uno de ellos. Personalmente le traía sin cuidado que lo tacharan de marginado; era el precio que había que pagar por ser diferente y a él no le amargaba la existencia; claro que ser un hombre libre, sin ataduras ni obligaciones familiares, le facilitaba las cosas. En el kibbutz tenía incluso una familia adoptiva: Dvorka, tal vez Michael la conocía (Michael no reaccionó); y participaba en la sijá, cumplía con sus obligaciones, se presentaba voluntario en las movilizaciones y nadie trataba de impedirle que organizase grupos de estudio sobre temas místicos, y, en general, confiaban tanto en él que lo habían puesto a cargo de los voluntarios, lo cual, en su opinión, era todo un triunfo. Resultaba muy reconfortante saber que todo estaba organizado y tú no eras más que una pequeña tuerca de una enorme máquina bien aceitada. Pero no se hacía ilusiones. Aquella sociedad no tenía nada que ver con la justicia.

Cuando Michael le preguntó cómo había ido a parar al kibbutz, Dave le explicó, con absoluta seriedad y sin asomo de ironía hacia sí mismo, que su busca del sentido de la vida lo había llevado a presentarse allí de voluntario, después de haber recorrido el mundo entero, África, la India y Dios sabe qué otros lugares, y que le había gustado la austeridad de la vida en el kibbutz y la receptividad con que veían sus inventos; especialmente el interés y la apertura de miras que Srulke había mostrado con respecto a sus experimentos con los cactus. Srulke era en todos los respectos una persona especial. Había sido toda una experiencia conocer a un hombre así, que había hecho florecer con sus propias manos aquella tierra, y bastaba ir a las lindes del kibbutz para ver cómo era antes.

«Srulke era un hombre de pocas palabras. No era vanidoso, pero sí consciente de su justa valía.” Dave le había explicado que Srulke y él «se apreciaban mutuamente».

– Por cierto -añadió con impasible tranquilidad, como quien habla con toda inocencia de un hecho de sobra conocido-, no creo que Srulke muriera de un infarto de miocardio.

– ¿De qué entonces? -preguntó Michael alarmado.

– Su ánima no era compatible con ese tipo de muerte -dijo Dave en tono prosaico.

– ¿Cómo dice? ¿A qué se refiere? -Michael empezó entonces a preguntarse si no convendría tomarse con ciertas reservas todo lo que le había contado Dave.

– Creo que también él murió envenenado con paratión -dijo Dave con su voz profunda y calmosa.

– ¿Qué le hace pensar eso?

Y entonces Dave le dio la explicación que ahora Michael pasó a exponer a Shorer y Avigail. Dave sabía que Srulke fumigaba con paratión sus variedades especiales de rosas para protegerlas de las plagas, y que él mismo solía diluir el producto con mucho cuidado. Pero Moish le había contado que Srulke había sufrido el infarto mientras cuidaba sus rosales y que, cuando lo encontraron, tenía las manos mojadas por el aspersor. Es más, durante la fiesta de celebración del cincuentenario, en el momento en que Srulke moría, Dave tuvo una experiencia mística, sintió que le faltaba el aire, que se ahogaba, y por eso estaba seguro de que Srulke, cuya muerte había sentido de esa manera, había muerto a causa de un envenenamiento accidental con paratión.

Shorer pidió otra cerveza. Miró a Michael y luego desvió la vista y dijo:

– No tengo palabras para expresar lo que pienso.

– Bueno, bueno. Ya te lo había advertido -dijo Michael-. Ya sé que no es lógico. Pero, de momento, la lógica no me ha valido de nada.

– Explícale eso al juez para solicitar autorización para exhumarlo -dijo Shorer sin sonreír.

– Perdonadme -dijo Avigail-, no quiero poner en duda los sentimientos de nadie y no digo que la telepatía no exista. Pero mi pregunta es: si Srulke murió mientras trabajaba, accidentalmente, ¿dónde está el frasco? ¿Por qué lo encontraron en el vertedero? El paratión provoca una muerte instantánea, así que no fue él quien lo tiró a la basura. ¿Comprendes lo que digo?

– Sí -le respondió Michael-. Pero no tendré una respuesta hasta que hayamos verificado el dato básico. Y para eso voy a necesitar el consentimiento de la familia, es decir, de Moish, y no sé cómo se lo voy a decir; tal como están las cosas, ya está destrozado.

– En otras palabras -dijo Shorer perplejo-, quieres exhumar un cadáver por lo que un lunático te ha contado que sintió.

– ¿Qué podemos perder? Ahora mismo estoy en un callejón sin salida -dijo Michael con desaliento-. No tengo ninguna pista, no he descubierto ningún móvil. Dave me contó que en otros tiempos tenía una relación de mucha confianza con Osnat, pero no me reveló nada nuevo sobre ella. No tengo un móvil, no tengo nada de nada, y estoy dispuesto a exhumarlo. El cadáver no va a sufrir, no va a sentir nada. ¿Qué daño puede hacer exhumarlo? ¿Qué es lo peor que puede pasar? La peor posibilidad es que no encontremos nada, ¿no es así?

– Pero no puedes alegar ese motivo -dijo Shorer horrorizado-. ¡Que un americano ha venido a predicar el evangelio desde la India!

– El motivo es un mero detalle de procedimiento: me concederán el permiso basándose en la muerte de Osnat y en la conexión circunstancial de Srulke con el paratión. El problema es que realmente pudo ser un accidente -dijo Michael mientras se enjugaba el rostro con las manos, consciente de la mirada de Avigail.

– Entonces, como muy bien ha dicho Avigail, ¿dónde está el frasco? -preguntó Shorer-. ¿Por qué no lo encontraron allí? ¿Qué me dices de eso?

– Pues, por ejemplo, que alguien pasó por allí, vio a Srulke muerto y se llevó el frasco para usarlo -repuso Michael con viveza-, Eso también es una posibilidad, ¿no?

Shorer se quedó en silencio. Al cabo de un instante, dijo:

– ¿Qué ha dicho Nahari sobre la posible exhumación? -apuró su cerveza.