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– Lo que le gusta decir cuando se siente amenazado -respondió Michael.

– ¿Y qué es?

– En esas situaciones, su frase favorita es: «Tendré que pensarlo» -dijo Michael amargamente.

– ¿Durante cuánto tiempo va a tener que pensarlo?

– Quiero saberlo mañana.

– ¿Para poder lanzar otro bombazo en el kibbutz sin consultárselo a nadie?

Michael guardaba silencio.

– Todavía no sabes cómo vas a utilizar ese dato, suponiendo que sea cierto -dijo Shorer, dirigiendo a Michael una mirada mitad de afecto, mitad de impaciencia.

– No -reconoció Michael-, no lo sé muy bien. Pero -enderezó la espalda, alzó los hombros y, bajando la vista hacia el taburete de madera, dijo con aire enigmático- he aprendido algo que tú también sabes, y es que a veces las ideas más absurdas son las que nos hacen salir adelante. Y, en todo caso, tenemos que descubrir la verdad, ¿no es así? -tras un pausa de reflexión, añadió-: Y, en mi opinión, cualquier molestia que les causemos quedará justificada por el intento de descubrir la verdad.

Shorer pagó la cuenta. Ya en el coche, dijo:

– Llévame a mí primero, por favor. A mi edad, hace mucho que debería estar en la cama.

14

Contemplándose en el espejo, Avigail alisó su bata blanca y suspiró. Nunca había imaginado, desde su ingreso en la policía, que algún día volvería a vestir uniforme de enfermera. Ahora estaba de nuevo en una clínica resplandeciente, un edificio blanco de una planta rodeado de eucaliptos y álamos, con un amplio césped delante y un serpenteante camino de cemento que conducía a la entrada.

Las dos habitaciones y la cocina relumbraban de limpieza. No sabía en qué momento las habían limpiado, pero, al observar la pila de acero inoxidable, que le devolvió el reflejo distorsionado de su cara, recordó que, en sus tiempos, el grupo Nájal era el responsable de la limpieza de los edificios comunes del kibbutz.

Abrió el armarito de los medicamentos. No se notaba la menor huella del registro o, más bien, de los tres registros efectuados en la clínica, según recordó. Sacó la llave del armario de los fármacos tóxicos del escondite que Yoyo le había mostrado y examinó las cajas. Las pastillas para Yankele estaban en una bolsa aparte, junto a los tranquilizantes, los somníferos y demás fármacos que no tenía permiso para dispensar por iniciativa propia. «Si, debido a las circunstancias, se presentase la necesidad, puedes administrar un somnífero o un válium», le había dicho el psiquiatra de la clínica de Shaar haNéguev, un hombre barbado y de expresión solemne, «pero nada que pase de ahí. En vista de la situación, una vez que nos hayamos ido, siempre estará presente un médico de nuestra clínica, y, en caso de urgencia… directamente a Asquelón en ambulancia. Para cualquier otra cosa, espera a que llegue el médico de apoyo».

Le habían explicado que el médico del kibbutz, el doctor Reimer, había tenido que marcharse unos días antes para cumplir sus deberes de reservista en la cárcel de Nablús durante cinco semanas.

– Con los médicos siempre pasa eso -le había dicho quejumbroso Yoska, el miembro del kibbutz que la había ido a recoger a casa para llevarla a su nuevo trabajo-. Dicen que los médicos son los únicos que cumplen sus deberes de reservistas hasta el último día… Con ellos no abren nada la mano. Como se suele decir, lo único que puede librar a un hombre de las filas es… -frenó dejando la frase a medias. Habían llegado al último semáforo antes de la autopista Ayalón que unía Tel Aviv con Asquelón, y Yoska fingió estar concentrado en el tráfico.

El aire acondicionado de la furgoneta no funcionaba y Avigail sentía la piel pegajosa de sudor. La voz del locutor de radio anunciaba a todo volumen el porcentaje de humedad en la llanura costera y Yoska, para disimular su turbación, comprobó una vez más que llevaban las ventanillas abiertas. Las palabras que hasta hacía unos días podían decirse impunemente, pensó Avigail observando de reojo el gesto confuso de su interlocutor, habían adquirido de pronto nuevos matices y ya no podían pronunciarse sin que se hiciera notar su influjo.

Cerró la puerta del armarito de los medicamentos. La clínica contaba con los servicios de un psiquiatra del centro médico de Shaar haNéguev, pero en los últimos días toda una flotilla de trabajadores sociales y psicólogos de ese centro había ocupado la secretaría, la oficina de contabilidad, el club social y el resto del kibbutz. Los había conocido a la hora de comer, mientras se tomaban un descanso en las actividades que denominaban «intervención para la crisis».

La idea de requerir su presencia había sido de Zeev HaCohen, que había declarado que era el momento de sacar partido de aquellos servicios, diseñados precisamente para el tipo de circunstancias en que ahora se encontraban. Hubo de enfrentarse a las objeciones de Guta, cuyos alaridos, según le había comentado Yoyo a Avigail, se oyeron desde Asquelón. Guta se había puesto hecha una furia: «Qué crisis ni qué demonios, ¡aquí no hay ninguna crisis! Ha sido alguien de fuera, alguno de los trabajadores a sueldo, quizá, o alguno de los obreros que están trabajando en la carretera, o un voluntario». Yojeved la había apoyado: «No nos hacen falta psicólogos. ¿De qué nos van a servir? Mirad para qué nos han servido a algunos, con todo su parloteo». «Se parlotea demasiado», había ratificado Matilda. Avigail se estremeció recordando a las tres mujeres cerniéndose sobre Zeev HaCohen cual bandada de flamencos. En cierta ocasión había visto un documental de la televisión sobre esas feas aves, de pellejo grueso y escamoso, que sumergían sus largas patas en el agua para construir allí sus nidos y mantener a salvo los huevos y a los futuros polluelos. Le habían maravillado los complejos mecanismos diseñados por la naturaleza para permitir la supervivencia.

La escena se había desarrollado en el vestíbulo de la planta inferior del edificio del comedor, y Avigail, fingiendo leer los avisos del tablón de anuncios, no se había perdido ni una palabra ni un matiz del tono en que se pronunciaban: el ensañamiento machacón de Matilda, la cólera desatada de Guta y la hipócrita suficiencia de Yojeved. Cuando se preguntaba cómo iba a sobrellevar la convivencia cotidiana con ellas, sus encuentros diarios en el comedor, y temblaba ante la posibilidad de que la descubrieran, oyó que alguien chistaba y volvió la cabeza. Percibiendo la imponente presencia de aquella mujer que con una sola sílaba había impuesto instantáneamente el silencio, Avigail supo, por lo que había oído y leído de ella, que no podía ser otra que Dvorka.

– ¿A qué viene tanto alboroto? -preguntó Dvorka-. Todavía no sabemos nada con seguridad, y los psicólogos pueden prestarnos un servicio útil y, en todo caso, no nos hará ningún daño. Además, sus razones habrá tenido Zeev para solicitar que vinieran. La comisión de enseñanza ha estado sopesando los pros y los contras toda la noche, y os recuerdo que cuenta con autorización para ocuparse de los momentos de crisis.

Mirando disimuladamente a Dvorka, Avigail había visto cómo sus ojos fulgurantes reducían a las tres mujeres a la condición de niñas aturdidas.

– Nuestra función -explicó Dvorka con voz queda y autoritaria- es precisamente apoyar a los demás, demostrar que no nos hundimos tan fácilmente y que la vida sigue como siempre. Todo el mundo continuará realizando sus tareas y ocupaciones cotidianas y, entre todos, superaremos la situación.

Desde su rincón, junto a los cajetines de correo de los miembros del kibbutz, Avigail había notado cómo se descargaba la tensión del ambiente y se desvanecía la animosidad contra Zeev HaCohen, que había soportado la escena con gesto de hastío y desagrado.

– Vamos a organizamos -dijo entonces HaCohen-; comenzaremos por los niños pequeños, enterándonos de lo que han oído, de lo que saben y de cómo lo están asimilando.

Después de comer, Avigail pasó de largo ante la guardería y se asomó a la sala principal por la ventana. Cinco mujeres se inclinaban sobre un grupito de niños entretenidos en dibujar. Las mujeres intercambiaban miradas cómplices mientras observaban atentamente a los niños y sus dibujos, pero a Avigail le bastó un vistazo para saber que los coloristas dibujos de los niños no resultarían más reveladores de lo que suelen serlo: no eran más que un puñado de casas, tractores, flores y cielos.