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– Son los «Bambis» -dijo Havaleh-. Los alumnos de segundo -explicó sin darle tiempo a preguntar.

Aarón observó a los niños, radiantes de salud, y los escuchó declamando al unísono un texto que ellos mismos habían escrito; no le pasaron inadvertidas la solemne gravedad con que pronunciaban las palabras ni las sonrisas orgullosas que iluminaron algunos rostros desdentados cuando el público aplaudió. Aun recordando y sabiendo que las cosas no eran tan sencillas, y a pesar de la lasitud que comenzaba a extenderse por sus extremidades, adormecidas y pesadas, no lograba disipar la sensación de que allí radicaba la paz verdadera, de cuerpo y espíritu, ni tampoco la tristeza de saberse un forastero sin posibilidades de llegar a participar de aquella vida plena y alegre. Tal como antes había dicho Havaleh en la habitación, con la indiferencia que caracterizaba todos sus comentarios de ese tipo: «Tú no habrías podido vivir aquí. Según recuerdo, siempre tuviste dificultades con el grupo. No eres el tipo de persona que acepta la supremacía de la sijá». Aquella expresión, «la supremacía de la sijá», sonaba fuera de lugar en sus labios, como si estuviera declamando un texto tradicional, extravagante, arcaico.

– ¿Cuántos años llevas siendo director general? -le preguntó Aarón a Moish cuando comenzaban a servirse el primer plato.

– Es una especie de panecillo de huevo, está delicioso, pruébalo -le dijo Havaleh colocándole delante una fuente.

– Éste es mi cuarto año -repuso Moish con fatiga-, y espero que este mismo año encuentren a un sustituto, porque no sé cuánto tiempo conseguiré mantener el tipo. Me muero por volver a trabajar en los algodonales.

– Dime una cosa -dijo Aarón, mirando la botella de vino blanco que tenía ante sí y los vasos de vino tinto que en ese momento les pedían que alzasen para brindar-, parece que estáis en buena situación económica. ¿Cómo os las arreglasteis para salir airosos del asunto de las acciones?

– Sí, estamos más o menos en buena forma -ratificó Moish.

Havaleh, que no se perdía una palabra pese a sus constantes atenciones a Asaf y Ben, muy entretenidos en revolver y tirarlo lodo, dijo orgullosamente:

– Fue todo gracias a Yoyo; supo en qué momento había que retirarse -y para asegurarse de que Aarón la comprendiera, añadió-: retirarse de la bolsa y vender las acciones antes de que se hundieran. Nos retiramos a tiempo y obtuvimos beneficios. Y ahora sólo nos queda ayudar a los demás kibbutzim, que están pasando verdaderos apuros -esto último lo dijo en tono de agravio, como protestando contra una injusticia general.

Llegó el segundo plato. Recogieron los platos de cartón usados y los tiraron a los grandes cubos que había bajo las mesas. Aarón se sirvió un trozo de pollo y rechazó la carne asada que le ofrecía Havaleh. Ella tomó un pedacito de carne y exclamó:

– ¡Qué maravilla! ¿Quién ha hecho hoy el asado?

Y mucho antes de haber terminado lo que tenía en el plato, amontonó en él más tajadas y después cortó en trocitos el pollo de Asaf. Moish se acercó el plato de encurtidos y siguió comiendo con su habitual parsimonia y meticulosidad, hasta acabárselo todo, incluido el anillo de grasa que rodeaba el asado.

– Quítame la piel, quítame la piel -berreaba Asaf, y Moish se inclinó sobre el plato del niño para retirar los trozos a los que llamaba «piel».

– Todo lo que no es marrón y blando es piel para él -comentó con sonrisa indulgente-. Es la primera fiesta en la que han incluido a los pequeños en las celebraciones generales. Antes nunca nos acompañaban -comentó Moish mientras rellenaba el vaso de vino de Aarón-. Como se está debatiendo la propuesta de que los niños duerman con su familia, la gente se porta como si fuera cosa hecha y se ven cambios por todas partes. Nos hemos convertido en un anacronismo en el movimiento de kibbutzim, el último kibbutz que aún no ha decidido que los niños duerman con sus padres.

– ¡Caramba!, ¿ya han adoptado esa norma todos los kibbutzim del país? -preguntó Aarón sorprendido.

– Quizá no todos. No, todos no, seguro, pero todos han votado a favor. Llevar la decisión a la práctica constituye un problema económico en este momento, porque supone construir más edificios. Lo absurdo es que -y en el rostro de Moish apareció una sonrisa, como si se le acabara de ocurrir esa idea- para nosotros no sería un problema material, pero todo depende de la decisión del movimiento. Ahora se está hablando de no construir más hasta que los kibbutzim se hayan recuperado económicamente, pero en teoría podríamos hacerlo. Lo absurdo es que precisamente aquí aún no hemos llegado al estadio de adoptar la decisión…

Un hombre grueso y con gafas se aproximó a Moish y le consultó algo relativo a la movilización laboral del día siguiente. Miraba a Aarón con curiosidad, pero a él no le resultaba conocido. Moish le preguntó:

– ¿No te acuerdas de Aarón Meroz? Un niño de fuera que adoptamos, y que estuvo con nosotros hasta hace veintidós años, ¿no es eso? Hasta los… ¿Qué edad tenías cuando te marchaste?

– Veinticuatro -respondió Aarón incómodo, y volvió a sentir el dolor en el brazo izquierdo. También le había estado molestando la víspera, pese a lo cual había decidido no ir a hacerse un chequeo.

– Pero desde entonces has venido ya otras veces -dijo el hombre, y Aarón asintió-. Claro. Me resultabas conocido, pero no te situaba -se excusó.

– Tal vez de la televisión -dijo Havaleh.

Y el hombre volvió a asentir diciendo:

– Eso es, eres el subsecretario del partido, ¿verdad? -y luego repitió la pregunta relativa a la movilización del día siguiente.

Moish respondió con concisión y terminó diciendo:

– Consulta el cuadro del tablón de anuncios; ahí se especifican los puntos.

– ¿Qué puntos? -preguntó Aarón una vez que se hubo alejado el hombre.

– ¿Qué te crees? ¿Que la gente sigue presentándose voluntaria como en los viejos tiempos? -gruñó Moish-. La encargada de organizar los turnos de trabajo está enferma, y, en cualquier caso, la tarea le supera. Así que cada vez que hay una movilización me vuelven loco, porque hoy día concedemos puntos por apuntarse a las movilizaciones, y bonificaciones, y todo ese tipo de cosas. Pero no es competencia mía en absoluto. Que se lo vayan a preguntar a Osnat.

– ¿Osnat? -preguntó Aarón, sintiendo que se le encogía el estómago.

– ¿No te lo había contado? Ahora Osnat es la secretaria del kibbutz -dijo Moish, y sonrió-. Nos hemos hecho mayores, ¿verdad? Somos adultos responsables -luego volvió la cabeza y comentó preocupado-. Qué escándalo hay, no sé cómo van a representar las escenas cómicas -dirigió la vista al escenario, donde habían comenzado los preparativos para la segunda parte del programa-. ¿Desde hace cuántos años no ves una comedia en un kibbutz?

– No creo haber visto ninguna desde la última vez que actué en una -respondió Aarón pausadamente, encogiéndose de hombros-, y en aquel entonces no había tantos niños -añadió, esforzándose en no pensar en el persistente dolor de brazo.

– Sí había niños -dijo Moish-, pero sólo de primer curso para arriba. Los más pequeños no asistían a las fiestas. Ahora todo está cambiando y eso ya se ve en las costumbres. Tenemos que empezar temprano porque hay niños pequeños. Antes nunca se organizaba una fiesta antes de las nueve y media o las diez, después de que hubiéramos acostado a los niños. Y, como podrás ver, tampoco habrá baile. Tal vez para los jóvenes, pero no para nosotros, que tendremos que retirarnos pronto para acostar a los niños -y, comiéndose otro encurtido, se levantó.

– No veo a Srulke por ningún lado -dijo Havaleh-, estoy empezando a preocuparme.

– ¿Dónde está? -preguntó Aarón-. ¿Por qué no ha venido con vosotros?

– Dijo que tenía que ir un momento a su habitación y que volvería enseguida -explicó Havaleh mirando en derredor-. Me había olvidado por completo.