Llevaba dos días en el kibbutz, por donde no habían dejado de pasearse policías ocupados en realizar corteses pero exhaustivos interrogatorios, ya en el propio kibbutz, ya en la sede de la Unidad de Grandes Delitos, y en buscar los restos del paratión. Por la mañana, policías uniformados visitaban las habitaciones de los miembros con su consentimiento, y a tal grado se había prestado a colaborar todo el kibbutz que no fue necesario mencionar la expresión «orden de registro» ni una sola vez.
Avigail no albergaba la ilusión de que con el registro se descubriera algo, «si es que había algo que descubrir», se dijo a sí misma mientras Majluf Levy y ella fingían no conocerse al cruzarse ante la oficina de contabilidad, donde él explicaba algo a dos policías en voz baja. Quizá el asesino había vaciado el frasco en el vertedero, o en el váter de su habitación, o en cualquier otro lado, o incluso cabía la posibilidad de que lo hubiera gastado todo para envenenar a Osnat. Pero había que continuar con el registro, se dijo. A primera hora de la tarde, al abrir la clínica con la agradable sonrisa que siempre lucía en esas ocasiones, se fijó en la gente que hacía cola a la puerta y de pronto le invadió el horror al imaginar el paratión en un frasco de perfume y una mano femenina de cuidadas uñas rodándolo sobre la piel desnuda de un cuerpo tendido en una cama.
Avigail comprendió que se le había contagiado el miedo que reflejaban los semblantes de las personas que veía en el comedor, frente a la enfermería, en la clínica, en la secretaría y en los caminos del kibbutz, que, según sabía por experiencia, deberían haber estado llenos de niños montando en bicicleta, pero estaban desiertos.
Durante las dos noches pasadas allí, dando vueltas y más vueltas en la cama, también ella había caído víctima del miedo engendrado por la idea de que cualquiera de las personas con quienes se cruzaba mientras se dirigía a su habitación, al comedor, a la casa infantil para examinar las cabezas de los niños en busca de piojos a petición de la encargada, que daba por hecho que entre sus funciones de enfermera se contaba la de estar a su lado cuando empuñaba el peine de apretados dientes, o de camino a tomar la tensión a alguien o a realizar cualquiera de las tareas que pretextaba para ir a todas partes y mantener los ojos y los oídos atentos a cualquier señal reveladora, cualquiera de aquellas personas desconocidas podía ser el asesino.
¿Qué estrategia había diseñado para cumplir una función útil?, le había preguntado Shorer. ¿Cómo se las iba a arreglar para pulsar la opinión de un grupo tan grande de personas desconocidas?, había insistido. «Haría falta un año entero para llegar a conocer a todos los personajes implicados en el caso», había dicho, pero Ohayon le había recordado que a Avigail, en su calidad de enfermera del kibbutz, «la información le vendría dada». Pero lo cierto era que en la clínica no se había producido la avalancha de pacientes con la que contaban. Se habían equivocado en sus previsiones, pensaba Avigail mientras llenaba pequeños papeles con notas de todo lo que había visto y oído y esperaba a que Michael Ohayon se pusiera en contacto con ella para poder transmitirle la información que, con tanto cuidado, iba recogiendo.
Sus días en el kibbutz donde estuvo con su grupo Nájal habían quedado muy atrás. En aquellos tiempos, siendo una joven soldado, apenas prestaba atención a lo que la rodeaba; estaba ocupada pensando en otras cosas. Pero de todo eso no les había contado nada a ellos… a Ohayon, Shorer, Nahari, el comisario jefe y todos cuantos le habían dado instrucciones y le habían advertido una y otra vez que no tratase de actuar por su cuenta, recordándole que «quien lo había hecho una vez podía hacerlo otra», y le habían repetido hasta la saciedad que tuviera cuidado. Oyó tantas veces las palabras «ten cuidado» que al final hubo de recordarles que había trabajado de enfermera durante varios años, que no iba a fingir ser lo que no era y que no había motivos para que la descubrieran.
– Limítate a informarnos inmediatamente de cualquier cosa sospechosa -le habían dicho cuando habló por teléfono con ellos por última vez antes de salir de su piso de Tel Aviv, cerrar la puerta con llave y subir a la furgoneta que la llevaría con sus dos maletas al kibbutz.
Había pasado todo el viaje respondiendo amablemente a las impertinentes preguntas de Yoska, quien, a su vez, le había contado su vida sin que se la preguntara.
Yoska le había preguntado cuánto tiempo llevaba trabajando de enfermera, cuál había sido su destino anterior y por qué quería trabajar en un kibbutz. También le preguntó si estaba casada o si había estado casada alguna vez, y había lanzado un suspiro ante sus respuestas negativas. Yoska volvía al kibbutz después de tramitar «un gran pedido» realizado a la fábrica de cosméticos, donde estaba a cargo de la contabilidad. En respuesta a la pregunta cortés de Avigail, explicó que, en efecto, la fábrica era sobradamente grande para tener un departamento de contabilidad independiente y, tras enumerar todos los países adonde exportaban sus productos («¡trece países!», exclamó con orgullo), había procedido a darle cuenta del resto de sus actividades sin que ella le preguntara nada. En su tiempo libre se dedicaba a otras cosas, le anunció con una sonrisa que ensanchó su bigote y reveló su blanca dentadura, y se dio una palmadita en la tripa.
Observando los pantalones cortos de Yoska y su ancho pie, calzado con una gran sandalia, sobre el pedal del acelerador, Avigail había pensado en la tragedia de la generación del Palmaj, que iba envejeciendo aunque se negara a envejecer. Pasó el dedo sobre la junta de goma de la ventanilla abierta pensando que, en todo caso, Yoska no pertenecía exactamente a esa generación; ella había calculado acertadamente su edad antes de que le dijera que tenía «cincuenta y tres años, pero estaba muy bien conservado. Me siento como si tuviera cincuenta y uno, ni uno más», y se había reído de su chiste, que a ella le pareció patético. Por lo tanto, calculó Avigail, no había luchado en 1948, pero sí pertenecía a la generación que había idealizado a quienes lucharon en el Palmaj y trataba de emularlos. Imaginaba con toda certeza que en invierno Yoska usaría botas militares con los calcetines enrollados encima y pantalones cortos de los que asomaría el forro de los bolsillos. Todo aquel fenómeno era lastimoso, pensaba Avigail, pero debía sobreponerse a su repulsión porque no tenía derecho a sentirla. «Es una buena persona», se dijo a sí misma mientras él continuaba parloteando en su vena chismosa y le preguntaba:
– ¿Cómo es posible que una chica tan guapa nunca se haya casado?
«Tiene buenas intenciones», pensó Avigail, reprimiendo una desbordante oleada de ira; y, en lugar de decirle, como hubiera querido, que no metiera las narices donde nadie le había llamado, volvió a recordarse que sus intenciones eran buenas y que con su charla tan sólo pretendía llenar el vacío que todos sentían después de enterarse de los devastadores hechos. Pero su ira volvía a inflamarse con cada nueva pregunta y con cada nuevo chiste rancio que Yoska debía de estar repitiendo por enésima vez.
En una ocasión, hacía mucho tiempo, cuando trabajaba en la sección de medicina interna de un hospital, había oído sin querer, desde la puerta de la sala de médicos, que otra enfermera decía: «Puede que sea una esnob, como tú dices, puede que sea estirada y que no trate con nadie, pero no se puede negar que sabe escuchar, y la gente lo nota. Quieren hablar con ella porque saben que les va a prestar atención, y ésa es una cualidad importante para una enfermera». Era como si aún estuviera viendo la expresión abochornada que pusieron sus compañeras cuando abrió la puerta y entró apresuradamente, poniendo fin a aquella conversación que, estaba segura, no era más que una entre las muchas que, suscitadas por su actitud reservada, tenían lugar a sus espaldas.