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Yoska continuó con su cháchara y, cuando llegaron a Yavne, ya había hecho referencia a su vida de casado, lanzándole una mirada de reojo, y también había comentado que la enfermera anterior, Rickie, los había dejado en la estacada en un momento de crisis. «Pero, claro, tú no sabes nada de la crisis», dijo, y procedió a contarle la muerte de Osnat. Avigail esperaba que dijera algo sobre el asesinato, sobre el envenenamiento premeditado, porque sabía, igual que los demás, que la noticia de cómo había muerto Osnat se había propagado por el kibbutz como un incendio, pero Yoska no aludió a ello. Empleó la palabra «tragedia», y Avigail tomó nota mentalmente de que debía hablarle a Michael Ohayon de aquel parlanchín, con su bigote y su tripa y sus chorretones de sudor y sus canciones hebreas tarareadas, sobre aquel chismoso que sabía mantener la boca cerrada. Había tratado de imaginar, de camino al kibbutz, cómo un miembro del kibbutz le contaría la manera en que había muerto Osnat, que la habían matado. Pero comprendía que hasta la barrera que la separaba de esa confidencia sería difícil de derribar.

Por otro lado, Yoska había hablado desinhibidamente de las dificultades de su mujer para quedarse embarazada, de los tratamientos contra la infertilidad y de los efectos secundarios del Pergonal, de los trillizos y los otros dos hijos que su mujer había tenido tras recibir diversos tratamientos, del tartamudeo de uno de los trillizos y las continuas enfermedades de su hijo menor… e incluso de los problemas mentales de su anciana suegra, que se había trasladado al kibbutz con su marido, aquejado de la enfermedad de Alzheimer, y de lo difícil que era cuidarlos. «No hace falta que te lo explique. Eres enfermera», repitió varias veces durante el viaje, mientras ella escuchaba atentamente cada una de sus palabras, limitándose a animarlo o a mostrarle su simpatía con alguna que otra frase mientras esperaba pacientemente que le dijera algo de Osnat. Pero todo lo que le dijo de Osnat fue: «Hemos sufrido una tragedia».

En la clínica, su primer día en el kibbutz, oyendo el piar de los pájaros y observando lo que la rodeaba, Avigail comprendió que su miedo a volver a vestir el uniforme de enfermera carecía de fundamento. Como era de prever, allí todo era distinto: nada le recordaba a la triste sección de medicina interna del hospital Íjilov de Tel Aviv, una de las ocho secciones de aquel centro donde había trabajado durante nueve años enteros viendo cómo iba deteriorándose año tras año, y donde un tufo semejante al de la boca de un anciano al despertar por la mañana impregnaba las salas llenas de pacientes geriátricos. Pero aun apreciando las diferencias, volvió a sentir la fatiga derivada de la desesperación que se apoderaba de ella cada mañana durante sus últimos tiempos en el hospital. «Es un reflejo condicionado», pensaba, «ahora no hay motivos para sentirse así, esto no tiene nada que ver. Tres horas de trabajo al día, un trabajo facilísimo, mucho más sencillo que una noche de interrogatorio, pasar aquí tres horas al día, ocuparme de los problemas de los pacientes, dispensar medicamentos y fijarme en todo sin que nadie sepa que no soy lo que se supone que soy». Mas, a pesar de todo, volvió a sentir que la fatiga de antaño se extendía por su cuerpo mientras se abotonaba la bata blanca.

Cuando inició sus estudios en la escuela de Enfermería, pese a todo lo que había oído contar, que debería haber bastado para desilusionarla, Avigail se imaginaba como un ángel de la misericordia, toda de blanco, salvando vidas y curando a la gente.

No podría haber previsto entonces hasta qué punto se desgastaría, cómo llegaría a pesarle su corazón petrificado, ni la fatiga que embotaría sus sentimientos las noches en que se quedaba a cargo, a veces sola, a veces con otra enfermera, de toda una sala, cuarenta y dos pacientes si todas las camas estaban ocupadas, y en ocasiones más, cuando sometían a los pacientes a la humillación de ocupar camas en los pasillos. No sabía, aunque debiera haberlo sabido, cómo la atormentaría la imagen de las mujeres tirando de las sábanas para tapar aquellos pijamas que nunca les quedaban bien, o las frenéticas búsquedas nocturnas de una almohada o una sábana. Lo que los medios de comunicación describían como «el estado de carencia de los hospitales» y «la crisis del sistema sanitario» se convirtió para Avigail en una experiencia que se renovaba cada mañana, en fuente de una desesperación creciente que paralizaba su iniciativa, su voluntad e incluso su capacidad de compasión.

«¿Por qué enfermería?», había dicho su madre indignada. «Con un expediente académico como el tuyo podrías haber elegido algo más serio y, a la vez, más fácil, incluso podrías haber estudiado medicina. Siempre habíamos dado por hecho que escogerías una profesión seria.» Pero Avigail quería ser enfermera. Probablemente por Esther, la hermana menor de su padre. Esther era enfermera. Murió sola en Tel Aviv, en su pequeño y viejo apartamento de la calle Ben Yehuda, atestado de recuerdos y fotografías dedicadas por pacientes agradecidos, a algunos de los cuales había atendido gratis. Había ocasiones, recordaba Avigail, en que la tía Esther pasaba la noche en vela junto al lecho de los moribundos, administrándoles analgésicos, tranquilizándolos, cogiéndoles de la mano y esperando con ellos a que el cielo nocturno clarease y se disiparan sus miedos a la soledad y a la muerte.

Esther le había explicado a menudo que nada había más noble que el acto de acompañar a una persona hacia la muerte aliviando su soledad. Cuando Avigail iba de visita al hospital donde trabajaba su tía y donde a veces incluso le pedían que echara una mano, los pacientes decían: «¿Es tu madre? ¿Eres su hija? Es un ángel», y hacían notar su gran parecido. Desde que era pequeña Avigail había oído hablar de Florence Nightingale, la heroína de la infancia de Esther, y había absorbido acríticamente la admiración ingenua y anticuada de su tía. Sólo después de la muerte de Esther, al meditar sobre su vida, se preguntó Avigail por qué su tía había elegido vivir sola, en una soledad sin amargura.

Esther era la menor de seis hijos, de los que sólo ella, la única mujer, y el hijo mayor, que era el padre de Avigail (y que había huido a Rusia antes de la invasión alemana), habían sobrevivido al Holocausto. Sobre ese tema Esther nunca estuvo dispuesta a decir nada salvo que había salido de casa a acompañar a una amiga («que no era judía», según recordaba Avigail) y que, a su regreso, «todos estaban muertos». E incluso eso lo había contado a regañadientes, en respuesta a los ruegos de su sobrina una noche de invierno. Sobre sus padres y sus hermanos muertos nunca comentaba nada. Y cuando hablaba del día en que estalló la guerra, decía: «Sólo se ama una vez en la vida, y eso sucede a los dieciséis años».

Avigail tenía diecisiete cuando falleció Esther. Fue una muerte repentina. Pasó dos días muerta en su apartamento de la calle Ben Yehuda sin que nadie lo supiera. Después, al recibir una llamada del hospital, el padre de Avigail descolgó del oxidado clavo de detrás de la nevera la llave que guardaban para casos de emergencia y salió de casa con paso resuelto, guardando para sí su inquietud. Ya después del entierro, Avigail nunca se perdonó no haber tenido una premonición de aquel desastre ni el hecho de que mientras Esther moría de un ataque apoplético («Demos gracias a Dios porque haya terminado así. Sólo Dios sabe qué habría sucedido si se hubiera quedado inválida para el resto de sus días», había dicho su madre), ella estaba en el cine, viendo El pasajero, sin otra preocupación que la incógnita de si Ohad la cogería o no de la mano. Ohad había sido su primer novio y también, como se demostró con el tiempo, el último. Ya entonces Avigail comenzaba a pensar que todo lo que se decía sobre las relaciones íntimas y los amigos del alma eran vanos desatinos.