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Avigail había trabajado nueve años de enfermera. A los treinta y tres ya había llegado al límite de su resistencia. La imagen de Esther, que durante tantas horas difíciles la había acompañado, comenzó a desvanecerse y, con ella, la tremenda importancia que concediera a los quehaceres diarios de su sobrina. Había días en que ni su cara conseguía recordar. Ya no veía ante ella su mirada mientras enjugaba la frente de algún enfermo doliente una noche cualquiera ni tampoco su cálida sonrisa cuando extendía una sábana sobre un paciente recién fallecido. El mundo de Avigail se transformó al deshacerse el hechizo de Esther. La gente le parecía más cruel, más fría y distante, más dura. El romanticismo de Esther, que tanto le satisficiera en su día, había quedado fuera de lugar.

El dolor de espalda fue el primer síntoma. Había comenzado a notarlo durante su cuarto año de trabajo, cuando abandonó el departamento de medicina interna del hospital Levinson por la sección infantil del Íjilov, de donde luego la trasladarían a la sección de medicina interna de ese mismo hospital. Se había resistido a las presiones para que se especializara como enfermera de cirugía, negándose asimismo a emprender el camino que la llevaría a ser enfermera jefe, y también había rechazado la posibilidad de hacer un curso de obstetricia, porque en el fondo de su corazón aspiraba al contacto directo con el sufrimiento, sin propósito práctico ni final feliz. Más allá del sufrimiento no había nada. Y, cuando la psoriasis empezó a manifestarse, supo que había llegado el momento de escapar.

Apareció de pronto. Un día se descubrió una erupción roja en el codo derecho y después otra en el izquierdo. El prurito y la necesidad de rascarse vendrían después, cuando las placas se engrosaron y extendieron, empezaron a cubrirse de feas escamas y su color cambió del rojo al púrpura plateado. Luego llegó el dolor. Avigail comprendió inmediatamente qué eran aquellas placas, pero pretendió engañarse diciéndose que era una alergia pasajera, y comenzó a vestir uniformes de manga larga, sin nunca remangarse por encima del codo. Cuando aparecieron las primeras placas en sus corvas, fue a ver a un dermatólogo y, cuando éste confirmó con su diagnóstico lo que ya sabía, rompió a llorar.

El médico, de la vieja generación, estaba a punto de jubilarse. Las manos le temblaban mientras la exploraba y Avigail recordó los rumores de que estaba enfermo. Carecía de la cruel eficacia característica de la joven generación de médicos, así como de la insensibilidad que permitía a éstos encargar pruebas complejas y agotadoras sin otro propósito que ratificarse en lo que ya sabían y utilizar los resultados para publicar un artículo más en una revista especializada. El dermatólogo sólo le mandó hacerse un par de pruebas, y ambos sabían que no eran realmente necesarias. Cuando se despedían en la puerta de su consulta, le dijo con una sonrisa triste y paternaclass="underline" «Joven enfermera, sabrá tan bien como yo que esta enfermedad es de origen psicológico; si está sometida a estrés por algún motivo concreto, debe tratar de reducirlo, y yo no desdeñaría una visita al psicólogo».

Avigail no fue a ver a ningún psicólogo. Solicitó un año de permiso y empezó a estudiar criminología mientras cavilaba sobre cómo se iba a ganar la vida. Una amiga de la policía le describió sus condiciones de empleo y le habló con entusiasmo de lo interesante que era su trabajo y Avigail anunció, fingiendo no ver el gesto malhumorado de su madre, que iba a ingresar en la policía. Tras su primer año de trabajo fue convocada a una entrevista donde se pronunciaron expresiones como «sus aptitudes especiales» y «su brillante labor» y se la asignó a un equipo de la Unidad de Grandes Delitos, donde, en aquel entonces, era la única mujer entre once hombres (Sarit se incorporaría más adelante). El trabajo policial mitigaba su malestar crónico y cotidiano, pero la psoriasis no mejoró. Y, en verano, la época en que se suponía que esa enfermedad mejoraba, se descubrió otra placa en el pecho.

Desde su relación con Ohad, que había perdurado a lo largo de todo el servicio militar de ambos y del periodo en que se quedaron en un kibbutz con su grupo Nájal después de que los licenciaran del servicio activo, no había vuelto a tener ningún novio. Alguien podría haber explicado que la herida nunca restañada del abandono sufrido le había enseñado a ser cautelosa, y lo cierto es que no volvió a permitir que nadie se le aproximase demasiado.

Años atrás, su profesor de literatura había dicho que, según Freud, el ego está hecho de parches y que el esfuerzo de sobreponerse a cada separación lo reforzaba con un nuevo parche, pero Avigail pensaba que en su vida las separaciones no habían sido parches de refuerzo y que nunca había logrado convertirlas en material de construcción para el ego. Para ella, cada separación era un nuevo desgarrón en la ropa. Se sentía desnuda en su soledad cuando alguien se acercaba a ella. Nunca le había hablado a nadie de su psoriaris y, pese a los reiterados consejos médicos, nunca había ido a bañarse al mar Muerto ni expuesto su cuerpo al aire y al sol. Comprendía que su comportamiento era autodestructivo. La tía Esther había fallecido a los cuarenta y seis años y Avigail se preguntaba si no estaría tratando de seguir sus pasos.

Aunque a veces se sentía sola y anhelaba el abrazo de un hombre, una voz masculina en su dormitorio, y también la intimidad y el afecto de una conversación sincera con una mujer, y pese a que alguna que otra mujer despertaba su interés y su simpatía, e incluso el deseo de intimar con ella, suprimía sus impulsos para aferrarse a la muda condena que ella misma se había impuesto, sin permitir que nadie invadiera su intimidad. Leía mucho. Se embebía en su trabajo, que le proporcionaba mucha actividad y, de vez en cuando, nuevos intereses, y también en sus estudios, abordados con una curiosa mezcla de seriedad en el cumplimiento de sus obligaciones y de escepticismo con respecto a los contenidos. Al final de la jornada, regresaba exhausta a su apartamento de una habitación.

A veces despertaba de sus sueños inflamada de deseo, de esos sueños que se centraban en Ohad, a quien no había vuelto a ver desde su ruptura, hacía trece años, después de que él pasara meses buscando excusas para su necesidad de libertad, hablando del miedo al compromiso y de su incapacidad para conectar con «otra persona». Avigail sabía que Ohad no era responsable de que hubiera acabado viviendo así, él no era el motivo, y ni siquiera el pretexto, de su actual soledad, pues ésta emanaba de algo más profundo. A pesar de todo, a veces le culpaba con furia de todo. Las noches en que despertaba con el cuerpo ardiendo y la imagen de Ohad ante sus ojos, se levantaba y salía a pasear por las calles de Tel Aviv y a reflexionar estoicamente sobre la vacuidad de una vida desperdiciada sin ser capaz de transformarla en lo esencial.

Las noches estivales eran particularmente duras de soportar; por las ventanas abiertas a la calle se colaba el sonido de risas, y las voces desenvueltas y espontáneas del exterior iluminaban su castigo autoinfligido con una luz casi grotesca.

Aquel abril, la carretera de Pétaj Tikvá estaba embalsamada por el aroma del azahar y las flores de acacia. Atormentada por esos perfumes, comenzó a despertarse frecuentemente de noche, agitada por sueños que amenazaban el equilibrio de su soledad. El rostro del hombre de sus sueños era a veces el de Michael Ohayon. Nunca habían cruzado una sola palabra que no se refiriese al trabajo y Avigail no sabía nada de su vida privada.

Tal era la situación cuando Avigail llegó al kibbutz el día después de que Ohayon «soltara el bombazo», como le había dicho Yoyo con voz trémula mientras la acompañaba a la clínica desde la secretaría, donde Yoska la había dejado tras ayudarla con torpe caballerosidad a dejar su equipaje en la habitación que le habían asignado. Yoyo tampoco mencionó cómo había sido la muerte de Osnat, pero masculló algo relativo a la crisis que vivía el kibbutz y a que estaban recibiendo ayuda y atención de los organismos autorizados y de la policía, que seguía rondando por allí y «poniendo nerviosos a todos».