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Al llegar al kibbutz por la mañana («¿qué llevas aquí? ¿Piedras?», le había preguntado Yoska riéndose mientras dejaba en el suelo las maletas donde llevaba sus seis pares de vaqueros y seis holgadas camisas blancas de corte masculino junto a un montón de libros), sintió que le ardían los codos y, aun antes de remangarse, supo que la psoriaris había empeorado. También las placas de las corvas, donde su madre solía decirle de pequeña que iban a crecer patatas si no se las lavaba bien, parecían en peor estado. Avigail no sabía si atribuir la irritación de su piel a la necesidad de volver a vestir el blanco uniforme o al miedo que le había inculcado Shorer la noche anterior al decir que tendría que enfrentarse a todo un kibbutz conmocionado.

Ahora, mientras examinaba el armario de los medicamentos, volvió a sentir un fuerte picor. Se quitó la bata y se remangó. Las placas habían adquirido un tono escarlata, según observó, horrorizada por la fealdad de la piel escamada. Abrió su bolso y sacó un tubo azul de pomada de cortisona.

Una mujer irrumpió en el cuarto de baño cuando, de cara al espejo, Avigail se frotaba las manos con jabón desinfectante para borrar toda huella de la pomada; se precipitó a estirar las mangas de su camisa. Se fijó en las huellas de barro dejadas por las negras botas de goma de la mujer sobre los resplandecientes baldosines y oyó voces ahogadas al otro lado de la puerta.

Aquella mujer corpulenta y entrada en años le decía casi a voz en grito desde la puerta:

– ¡Necesita tomar algo pero se niega a tomar nada!

Avigail trató de echar un vistazo por encima del hombro de la mujer y dijo:

– ¿Qué ha pasado? -disimulando su inquietud bajo el tono profesional. Si la mujer hubiera entrado un instante antes, habría visto las placas de sus codos.

– Mi hermana no se encuentra bien -le repuso la mujer asiéndole de la mano-. ¡Venga, venga!

Salieron juntas del cuarto de baño. Frente a la puerta, otra anciana de menor estatura se apretaba el pecho con el puño. Respiraba con dificultad, entre sollozos y quejidos.

– ¡Llame a la ambulancia! -gritó la mujer fornida-, Fania no puede respirar.

Y a pesar de la confusión del momento, Avigail tuvo la presencia de ánimo necesaria para darse cuenta de quiénes eran aquellas mujeres. Más adelante, ni ella misma sería capaz de explicarse de dónde había sacado la voz autoritaria que le permitió conducir a Fania a la clínica y acostarla en una cama, donde le quitó las botas de trabajo y los calcetines de lana. Guta la siguió con paso pesado. Su rojiza nariz ganchuda resaltaba en su pálido semblante y su corto cabello gris se encrespaba en todas las direcciones mientras se pasaba por él sus grandes dedos con un movimiento compulsivo. Después, Avigail le contaría a Michael que parecían un par de brujas salidas de un libro ilustrado que tenía de niña. Levantó los pies de Fania y los colocó sobre una gran almohada. Fania no se quejaba de ningún dolor ni de sentir náuseas. Su tensión arterial era normal y su pulso rápido pero regular. A pesar de todo, respiraba con dificultad.

– ¿Es algo del corazón? -preguntó Guta respetuosamente mientras Avigail le tomaba la tensión.

– No lo creo -repuso Avigail mirándola-; a usted quizá le convendría beber algo, en la nevera hay agua fría; y, ahora, ¿por qué no me cuenta lo que ha pasado? -esta última frase iba dirigida a Fania, que cerró los ojos e hizo una mueca.

– ¿Le duele algo? -preguntó Avigail cariñosamente.

– ¿Qué te duele? -aulló Guta, echando chispas-. Fania, ¡dinos qué te duele! ¡Todo por culpa de esa panda de matones! -Avigail no dijo nada-. ¡Esos policías! -chilló Guta-. Primero se llevan a Yankele y luego desentierran el cuerpo de Srulke.

– Tranquilícese -dijo Avigail-. Cada cosa a su tiempo. Cuénteme cómo han sucedido las cosas exactamente.

Guta extrajo del bolsillo de su bata un despachurrado paquete de tabaco.

– Han ido a avisarme a la lechería, estaba trabajando. Debe de ser la segunda vez en la vida que me obligan a dejar a medias el trabajo. Fania estaba en el taller de costura. Cuando le contaron lo de Srulke, estuvo a punto de desmayarse.

– ¿Qué le ha pasado a Srulke? -preguntó Avigail, observando el segundero de su reloj mientras le asía la muñeca a Fania. Su pulso se había ralentizado.

– Srulke… -Guta miró a Avigail como si la viera por primera vez-. Srulke falleció hace un mes y medio. Murió repentinamente, el primer día de Shavout. De un infarto de miocardio. Srulke… -se quedó callada y ahogó sus sollozos pegando una honda calada a su cigarrillo.

Fania abrió los ojos y miró a su hermana con ojos aturdidos, amedrentados. Su respiración se aquietó y el gesto de dolor de su rostro se trocó en otro de alarma. El miedo que había sentido Avigail al ver irrumpir a Guta en la clínica retornaba ahora, mientras se debatía entre la enfermera que tomaba competentemente el pulso a una paciente y la policía tan sólo interesada en indagar en los hechos.

– ¿Sabía usted que hemos tenido una muerte aquí, en el kibbutz? Un asesinato -dijo Guta-. ¿Le han contado ya que alguien envenenó a Osnat? -Avigail callaba-. Alguien le dio paratión y murió -dijo Guta, la vista fija en la pared blanca junto a la que estaba la cama. Clavó la mirada en el dibujo de las colinas de Jerusalén, obra de Anna Tijo, que allí colgaba. Fania profirió un quejido. Avigail redobló la presión sobre su muñeca y notó que el pulso se aceleraba-. Anoche exhumaron el cadáver de Srulke y vieron que él también. Esta mañana han ido a contárselo al taller de costura -dijo Guta, mirando a su hermana.

– ¿Y qué ha pasado? -preguntó Avigail-. ¿Qué le han contado?

– Que él también -repuso Guta, dando una calada.

– ¿Él también?

– También han encontrado paratión en su cuerpo. Y ahora han reanudado sus interrogatorios y han vuelto a llevarse a Yankele.

Fania cerró los párpados. Su boca se torció de nuevo en un rictus de dolor y su respiración rápida y acelerada se volvió audible.

– Lo van a detener por sospechoso, a él, que nunca ha hecho daño a una mosca. Discúlpeme -dijo Guta, y se sacó del bolsillo un trozo de papel higiénico para sonarse. Tenía los ojos secos-. Esto ya no lo podemos soportar. Y encima lo de Srulke.

Fania comenzó a quejarse. Sus quejidos fueron creciendo en intensidad y había algo pavoroso en aquellos sonidos que emergían de las profundidades de su garganta.

– Histeria -le diría Avigail a Michael más tarde-. Histeria pura y dura. Lo supe desde el principio.

Mirando a su hermana, Guta dijo:

– Para nosotras Srulke era… -volvió a respirar hondo y luego tosió- era como un hermano -concluyó al fin-. Fue él quien nos trajo aquí. Nos salvó la vida. Siempre cuidaba de Fania. Y también de Yankele. Y ahora van y le dicen a Fania que como a Yankele le gustaba pasearse de noche se lo van a llevar para interrogarlo. Y no podemos hablar con nadie, ni siquiera con Moish… Y yo querría… -posó la vista en la estrecha cama-. ¿Te sientes mejor? -le preguntó a Fania. Fania no respondió. Sus desnudos pies hinchados parecían un par de terrones rojizos sobre la blanca sábana. De las anchas mangas de su desteñido traje asomaban unos brazos finos y arrugados. Llevaba el cabello, castaño entreverado de blanco, más largo que su hermana. Sus arrugas eran tenues. No se apreciaba ningún parecido entre ellas-. Han exhumado a Srulke, lo han sacado de la tierra -murmuró Guta-, por eso se ha puesto mala -le temblaban las manos-. Dicen que él también ha muerto a causa del paratión. Y ahora dicen que Yankele le quitó el paratión a Srulke y que, que…

Fania empezó a mascullar medias palabras en yidish.