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– Tenemos que ser fuertes -se dijo Guta a sí misma, y se inclinó sobre la papelera blanca para apagar la colilla en su costado-. Creíamos que… ¿Qué le pedíamos a la vida? Nada, salvo disfrutar de un poco de paz. Nada más. Pero no nos dejan en paz, y eso era lo único que queríamos.

Avigail disparó una pregunta tras otra. No, le dijo Guta, Fania no había sufrido ningún infarto ni ninguna otra enfermedad. Nunca habían estado enfermas, salvo cuando llegaron a Israel, en aquel entonces Fania tenía tuberculosis, pero se había repuesto y todas las radiografías eran absolutamente normales, aquello se debió a la guerra y al hambre, había explicado como disculpándola, a lo mal que lo habían pasado. Aparte de la tuberculosis, no había tenido ninguna otra enfermedad.

Avigail depositó una pastillita amarilla en la mano de Guta y le dijo:

– Tómese una usted también -luego alzó la cabeza de Fania, que se tragó obedientemente la pastilla con el agua que le daba-. Están atravesando tiempos difíciles, todo el mundo lo está pasando mal -le dijo a Guta, que se puso la pastilla en la lengua.

– ¿Qué es? -preguntó Guta después de tragársela.

– Un tranquilizante -repuso Avigail.

– Estaba echando espuma por la boca -dijo Guta-, he visto que tenía espuma en los labios, y todo por culpa de los chismorreos del taller de costura y porque el policía alto se ha llevado a Yankele para interrogarlo. Piensa que ha podido matar a Osnat sólo porque solía pasearse de noche. Pero si ni siquiera estaba allí -añadió Guta como si acabara de recordarlo-, estuvo todo el rato con Dave. ¿Cómo podría haberlo hecho?

– Tal vez sólo pretenden que Yankele les eche una mano, es posible que haya visto algo interesante -sugirió Avigail.

– Y el día de fiesta en que murió Srulke, Yankele estuvo con nosotras a todas horas, y luego se fue a hacer el turno de cocina.

– Ya verá cómo todo sale bien – la tranquilizó Avigail.

– Y ahora el policía ese del bigote le dice a Fania que tiene que acompañarlos para que hablen con ella. No voy a permitir que se vaya. No puede ir a ningún lado.

– Cuando llegue el médico, le pediré que venga a verla -dijo Avigail.

Fania se incorporó.

– No es necesario -dijo con voz opaca-. No necesito un médico.

– Así son las cosas -le dijo Guta al dibujo de Anna Tijo-, con nosotros sí que se pueden meter. A Yoyo no lo van a interrogar. A pesar de que sabe todo lo que hay que saber sobre el paratión. Sólo interrogan a Yankele, que no lo ha tocado en su vida.

– ¿Yoyo tiene conocimientos sobre el paratión? -preguntó Avigail.

– Hasta tiene un diploma, que lo sé yo -explicó Guta a la habitación en general-. Era fumigador diplomado siendo todavía un mocoso, pero a él nadie le pregunta nada. Ni de eso ni de otras cosas. Es con Yankele con quien tienen que emprenderla.

– Sólo lo van a interrogar – la apaciguó Avigail -. No tiene la menor importancia.

– Para eso nos hemos dejado aquí la piel trabajando como muías, para que venga la policía a detenernos -gruñó Fania mientras comenzaba a enfundarse lentamente los calcetines de lana.

15

Como había previsto Shorer, ya era muy tarde cuando Michael entró a hurtadillas en la habitación de Avigail, situada en un extremo del kibbutz, en la fila de casas que precedía a las ocupadas por el grupo Nájal. Un haz de luz amarilla se filtraba por entre las cortinas echadas y se fundía con la luz de la luna llena, que daba al camino un resplandor metálico, plateado. Se sintió ridículo al llamar a la puerta escudriñando los desiertos contornos, pero también era consciente de su excitación, de su pulso galopante, y estaba turbado como un niño.

– No me ha visto nadie -le dijo a Avigail una vez en la habitación. Había rechazado de entrada la idea de que se citaran fuera del kibbutz. «Imposible con la Intifada», había declarado, describiendo a continuación los peligros que acechaban de noche en los campos de alrededor del kibbutz, en los caminos de tierra, en los terrenos sin cultivar. «Esos lugares también son peligrosos. Las cosas ya no son como eran, cuando un chico podía salir a pasear por el campo con una chica», dijo, y Avigail se ruborizó-. Alguien debería estudiar los efectos de la Intifada sobre la vida romántica de los sin techo -añadió ahora para romper el embarazoso silencio que se impuso entre ellos en cuanto estuvieron cara a cara.

Michael había vuelto a consagrar todo el día a prolongados interrogatorios de los miembros del kibbutz, intentando realizarlos con el espíritu más amigable posible. Habían decidido no llevarlos a la sede de la UNIGD para interrogarlos. «Trescientas personas son demasiadas», había convenido Nahari. Pero algunos miembros se vieron obligados a ir a Pétaj Tikvá porque los técnicos de criminalística se habían negado a trasladar el equipo poligráfico al kibbutz.

– Ha sido un poco arriesgado que te parases a hablar con Benny en el camino, justo al lado del comedor -le dijo Michael a Avigail mientras ella examinaba el documento grisáceo que él traía. Michael le contó que se lo había enseñado al tesorero y que éste había dicho: «Me había olvidado de él por completo, es de hace casi treinta años».

– Veinticuatro -le había corregido Michael-, y usted no lo ha mencionado ni una sola vez. Dadas las circunstancias, parece un olvido un tanto extraño.

– Le juro que lo había olvidado -había insistido Yoyo-. Es de la época en que fumigaba el algodón. Ni siquiera me acordaba de que solía dedicarme a eso -se defendió aturdido-. ¿Por qué iba a querer ocultarlo?

La prueba poligráfica había demostrado que no mentía. El permiso que autorizaba al portador a fumigar con paratión de nada les había valido.

Tras la visita a la clínica, Fania y Guta se habían mostrado reacias a someterse a una prueba poligráfica. «Tendrá que demostrar que hay un motivo para que la hagamos», le había dicho Guta a Michael haciendo un ademán amenazador, y Fania había mascullado aprobatoriamente.

– ¿Reacias? -había dicho Nahari-. ¿Qué significa eso, reacias? Arréstalas. Así dejarán de estar reacias, te lo aseguro.

– Preferiría esperar -había insistido Michael-. En todo caso, no son las personas que buscamos.

– ¿Sabes a quién se concedió el don de la profecía? -había preguntado Nahari retóricamente antes de reanudar la atenta lectura de los papeles que tenía delante.

Se demostró asimismo que tampoco Tova, la mujer de Boaz, había mentido al declarar que nunca se le había cruzado por la cabeza la idea de asesinar a Osnat. Se daba por satisfecha con el oprobio que había hecho caer sobre ella en el comedor. «Si hubiera tenido que envenenar a todas las mujeres a las que ha perseguido Boaz, en el kibbutz apenas quedarían mujeres con vida», le había dicho Tova a Majluf Levy, que citó sus palabras con abierto regocijo.

Entre una entrevista y otra, entre los millares de palabras que había escuchado durante los últimos tres días, Michael había tenido de vez en cuando ocasión de vislumbrar la pasmosa tranquilidad del entorno. Se le antojaba absurda la serenidad que emanaba de los caminos y jardines bien trazados, de los parques infantiles y la plaza de delante del comedor, del cementerio con su sección independiente para los caídos en cumplimiento del servicio militar. En comparación, el caso que tenía entre manos le parecía irreal y, a veces, al mirar a su alrededor cuando en el kibbutz no se veía ni un alma, ya de noche, ya bajo el asfixiante calor de primera hora de la tarde, Michael se preguntaba si en realidad se habría cometido un asesinato.

De madrugada se escabulló hacia la habitación de Avigail, que le abrió la puerta sigilosamente y echó el cerrojo en cuanto hubo entrado. La observó mientras removía cuidadosamente el café turco en el finyán, una ceremonia que por lo visto había aprendido de los kibbutzniks. Michael contempló su esbelta silueta, su cabello, que ondulaba con cada uno de sus movimientos, y sus delicadas manos. Vestía un quimono negro con los botoncitos cerrados hasta el cuello y las anchas mangas recogidas en las muñecas. El sonido del aire acondicionado los arrullaba y el canto de los grillos era inaudible en la habitación. Michael suspiró a la vez que tomaba asiento.