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– Por primera vez tengo la impresión de que estar aquí vale para algo -dijo de pronto, y Avigail lo miró con expresión atenta e inquisitiva.

Michael se sentía sorprendentemente cómodo en su presencia. Avigail le inspiraba un poderoso deseo de hacerla feliz, de verla reír. «Lo que quieres es deslumbrarla, conquistarla», se dijo con dureza. El celo con que ella protegía su intimidad lo tenía intrigado. Además percibía su vulnerabilidad y su incertidumbre, que despertaban en él el deseo de protegerla, de ser amable con ella. Avigail ni lo acosaba ni daba muestras de estar expectante ante una posible relación, esperando que sucediera algo, mas, al propio tiempo, Michael estaba seguro de que él le interesaba y la atraía. Viendo su tez clara y suave, sentía deseos de acariciarle la mejilla. Y, por encima de todo, quería asomarse debajo de aquellas mangas que le cubrían los brazos. Pero se limitó a estirar las piernas, con el café entre las manos, y a mirarla mientras ella removía su té; se quedó a la espera. También ella esperaba.

– ¿Tienes algo para mí? -dijo Michael al fin, sorprendiéndose de las palabras que había elegido.

– Sí y no -repuso Avigail-. En general, te puedo decir lo que ya habrás percibido tú durante este par de días: que se les ve a todos con el alma en vilo. Pero no he detectado nada concreto, ninguna pista. Excepto lo que ya te he dicho sobre Guta y Fania.

– Entonces cuéntame con detalle lo que has visto -le pidió Michael.

Avigail cogió de encima del aparador un par de papelitos escritos con letra apretada. Michael extendió el brazo para quitárselos de las manos.

– A ti no te van a servir de mucho -dijo Avigail, inclinándose sobre las notas-. No vas a entender nada, son para mi uso exclusivo… En general -dijo tras una pausa-, ninguna de las personas que ha venido a la enfermería ha mencionado el asunto. Y no sólo eso; en el comedor, en los recorridos para que me enseñaran el kibbutz, en la casa de los niños, cuando fui a examinarlos por si tenían piojos, allá donde fuera, se podía saber si estaban hablando de eso por la manera en que de pronto se callaban. Cuando me acercaba a un grupo en el comedor, se hacía un silencio que se podía cortar con cuchillo.

– ¿Nadie te ha dicho nada? -preguntó Michael.

– Nadie me ha dicho nada concreto. Como mucho soltaban la frasecita: «dadas las circunstancias»; esa chica, por ejemplo, ¿cómo se llama? -se inclinó sobre sus notas-. Ronit. Ella me pidió que le diera una pastilla para dormir «dadas las circunstancias». Le di un válium. Ha sido esta tarde; estaba pálida y ojerosa, como si llevara varias noches sin dormir. Luego ha venido un tal Zvika, a quien ya había visto en mi habitación, y me ha hablado de un proyecto que estaba organizando para los niños, y me ha causado una impresión rara.

– ¿Rara por qué?

– Estaba muy emocionado y desbordante de energía, y oír en su boca «en vista de la situación» no parecía apropiado. Yo repetí sus palabras en tono interrogativo: «¿En vista de la situación?», pero no me explicó nada. Lo único que noté fue que estaba muy ocupado con su proyecto, una búsqueda del tesoro o algo así, para la que quería utilizar la clínica. Por cierto, anoche estuvo aquí el tipo ese de Asquelón, el de los perros, y lo puso todo patas arriba. Ni rastro de paratión.

– Ya he renunciado a encontrar paratión -dijo Michael, la vista fija en su taza de café.

– Y, aparte de eso, aquí se está muy tranquilo -continuó Avigail, remueve que remueve su té-. Por lo demás -dijo pensativa-, te puedo decir que muchas personas se han quedado viendo la televisión por cable del kibbutz hasta muy tarde, y que hay una tal Matilda que te pone la cabeza como un bombo quieras o no. La estuve oyendo mientras esperaba para que le diera no sé qué medicación que toma habitualmente. Es todo un personaje.

– Sí, la conozco, la mujer que trabaja en el supermercado.

– Comentó algo sobre otra mujer que se pasa todo el día viendo la televisión; ah, y luego está Moish… Yo creo que tiene una úlcera sangrante, y después de la exhumación y de todo el asunto de su padre, probablemente se le va a poner peor y al final tendremos que mandarlo al hospital. En todo caso -prosiguió Avigail, mirándose las manos-, estoy segura de que muchas cosas que ocurren aquí están conectadas entre sí; por cierto, que haya salido en la prensa de hoy nos lo va a poner aún más difícil; ya he oído comentar que hoy han tenido que echar a un periodista. Fue un golpe de suerte que yo llegara en el momento en que llegué.

– Moish se lo tomó muy mal cuando le explicamos lo de su padre -dijo Michael-. También le hemos dicho que, a diferencia del caso de Osnat, es imposible saber si había sido un accidente o un asesinato, pero no le ha servido de consuelo.

– Algunas personas parecen haber entrado en una especie de coma; no hablan con nadie. Y luego hay otras, como una de las mujeres, la mujer del tesorero…

– La mujer de Yoyo -dijo Michael.

– Ella parece estar pasándoselo en grande, como si estuviera en su salsa, yendo de una persona a otra para hablar por los codos. La he visto en el comedor, y también he oído la conversación de la mesa que tenía detrás; una mujer chilló: «No ha sido uno de nosotros», y luego llegó otra mujer, no sé quién es, pero podría señalártela, y entonces las oí hablar de Yankele y de que su madre, Guta, no para de dar vueltas como un animal enjaulado. Y apenas sale de la lechería, que es donde trabaja.

– Avigail -dijo Michael, paladeando su nombre-, Guta no es la madre de Yankele. Su madre es Fania, la costurera, ya te he hablado de ella.

– Es una mujer enfermiza -dijo Avigail-. Quería decir su tía. Las dos dan miedo, pero lo están pasando muy mal -se enjugó los labios con el dorso de la mano-. En resumen, que, como ya he dicho antes, no he descubierto una sola pista, pero quizá podría escribir un libro sobre un kibbutz convertido en una casa de locos, y te aseguro que es bastante contagioso, y también bastante alarmante. Y no sólo eso… -se quedó callada y ambos se pusieron en tensión al oír pasos y el crujido de hojas secas pisoteadas, y, a continuación, unos vacilantes golpes en la puerta.

Avigail contuvo el aliento y miró el cerrojo, y Michael se levantó sigilosamente y se dirigió a la habitación contigua. Mientras cerraba la puerta, Avigail dijo con voz trémula:

– Un momento -y sin preguntar quién era, abrió la puerta.

Michael se sentó en la cama de matrimonio y examinó el ropero abierto. Vio las camisas blancas colgadas en fila y el montón de vaqueros doblados, un par de batas blancas y unos cuantos cosméticos; luego observó los libros de la mesilla de noche a la vez que trataba de identificar la voz amortiguada del hombre que hablaba al otro lado de la puerta. La voz de Avigail la oía claramente: en ella vibraba una emoción que no lograba identificar. Se levantó y pegó el oído a la puerta. Aquella voz era de un hombre que no conocía. Oyó la frase «me da miedo estar solo» y a Avigail replicándole en un tono cargado de ira que no trató de camuflar: «Eso no es asunto mío; además, a estas horas debería usted estar con su mujer. Según tengo entendido, está casado. ¿No le parece que está fuera de lugar venir a mi habitación a las dos de la mañana con un pretexto tan estúpido? ¿No podría haber esperado a mañana por la mañana para pedirme la aspirina? ¿No podría haber despertado a media noche a otra persona con la que tenga más confianza?». Luego Michael volvió a oír murmullos ininteligibles de una voz masculina y después a Avigaiclass="underline" «No. Si se lo cuento o no se lo cuento a nadie ya lo decidiré yo. Hágame el favor de no volver por aquí sin que lo haya invitado, aun cuando le parezca que tengo la luz encendida». Oyó un portazo y la llave girando en la cerradura. Después Avigail le dijo desde la puerta del dormitorio: