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– No lo sé. No tengo la menor idea.

16

Sobre la raída alfombra de la antigua secretaría, donde Ohayon había establecido su cuartel general, estaban desparramados los números atrasados de la revista del kibbutz Corrientes de Nuestra Época. Un ladrillo sustituía a la pata que le faltaba a la desfondada butaca en la que reposaba Michael Ohayon. Se recostó, tocó su fría taza de café y dirigió la vista hacia la revista que tenía en las manos.

Había repasado páginas y páginas impresas en ciclostil. Y al fin, entre una recomendación para modificar el sistema de puntos concedidos por el trabajo y una reseña de la futura programación de vídeos, había encontrado un artículo que le había hecho olvidarse de los demás números de la revista. En el número en cuestión había comenzado leyendo un informe sobre la conclusión de la cosecha de algodón, «una ocasión señalada con la tradicional ceremonia en que las cosechadoras, decoradas con el azul y el blanco de la bandera nacional y con la roja bandera de la clase trabajadora, desfilan en formación con las luces encendidas para recoger el algodón de las últimas plantas y dejarlo al unísono en los depósitos…». El humor forzado con que se narraban los incidentes desafortunados de la cosecha («La mano de Mickey estaba donde no debía estar y se quedó atrapada entre las cuchillas») le irritaba profundamente. Y ese mismo humor, combinado con la actitud suficiente de una descripción de la heroica reparación de urgencias de una máquina, lo llevó a aplastar con furia la colilla en el tiesto resquebrajado que estaba usando de cenicero.

Después de despedirse de Avigail, había pasado toda la noche leyendo los números atrasados de la revista del kibbutz. Ni siquiera se había saltado los comunicados ni los mensajes de agradecimiento o de felicitación. Cuando una luz pálida empezó a filtrarse por las rendijas de la persiana rota a las cinco de la mañana, las sienes le palpitaban al mismo ritmo que el eco de la voz de Nahari. Trató de aliviar los espasmos de dolor que le hacían rechinar los dientes, lo que a su vez le provocaba el habitual dolor de mandíbulas. Tenía la garganta seca e irritada. De pronto imaginó la voz reprobadora y desengañada de Yuval diciéndole: «Papá, ¿cómo has podido hacer eso? ¿Cómo…?». La última palabra se repitió varias veces y luego Michael vio una expresión de lástima en los ojos de su hijo mientras pasaba a considerar qué podría hacer llegado el caso de que algún miembro del kibbutz se suicidara. Pensó en la expresión atormentada de Yankele, en los roncos sollozos de Fania cuando regresó del hospital de Asquelón, después de haber aguardado a la puerta de la habitación donde interrogaron a un reticente Yankele. Y en la cólera de Guta, en el tono amarillo grisáceo del rostro de Aarón Meroz, en las negras ojeras de Yoyo. La mirada de Dvorka lo perseguía allá donde fuera, desconfiada y acusadora. Repentinamente se acordó también del hijo soldado de Osnat y se preguntó cómo iba a ser capaz de enfrentarse a los ataques de histeria, a la conmoción, al dolor y a la tristeza de los miembros del kibbutz.

El aire estaba limpio y fresco, pero respirarlo a lentas bocanadas junto a la puerta no bastó para disipar lo que sabía que era un ataque de pánico.

– ¿Por qué te gusta tanto alborotar el corral? -le había recriminado Nahari, y esa pregunta volvía a inquietarle ahora, mientras miraba de nuevo la revista de finales de febrero.

– Para que salte la liebre -Michael había usado esa metáfora banal sin pararse a pensar en el significado de las palabras.

– ¿Y qué te lleva a pensar que saltará? -replicó Nahari-. ¿Simplemente que es lo que te conviene?

Sin hacer caso del sarcasmo de su jefe, Michael le había explicado con mucha seriedad:

– Quizá salte para protegerse a sí misma. O, tal vez, por miedo a que alguien la haya descubierto.

– En ese caso, será mejor que consideres seriamente las implicaciones -le advirtió Nahari-. No sé si se te habrá ocurrido, por ejemplo, proteger a las personas allegadas a Osnat. Porque si salta la liebre, y más que una liebre es un tigre, puede ser peligrosa para otros.

Michael no dijo nada.

– Me refiero a que debes tener bien vigilados a Dvorka, a Moish y a todos los demás.

Este diálogo había tenido lugar en la misma reunión en que se planteó la cuestión de los plazos. A diferencia de los refunfuños de Ariyeh Levy, el jefe del subdistrito de Jerusalén, las severas críticas de Nahari no se podían desdeñar como una simple molestia a la que había que acostumbrarse.

– Me importa un pimiento lo que piense la gente -había explicado Nahari con mucha calma-. En principio, no me importa que se tarde unos días más de la cuenta en estructurar un caso para que pase la prueba de fuego en los tribunales, pero en este caso, debido a su dinámica especial y a los inusuales riesgos que estamos corriendo, el factor tiempo es crucial. No se puede poner policía en un kibbutz durante mucho tiempo sin que todo el movimiento de kibbutzim se alborote y la cuestión se plantee en la Knéset. Y eso es secundario. Lo que de verdad me preocupa es el hecho de que tu liebre-tigre no llegue a saltar en un plazo de una o dos semanas y tengas que enfrentarte a todo un kibbutz en estado de histeria. Lo que realmente me interesa no es el Kibbutz Artzi, ni la Knéset, ni Meroz, ni el escándalo, sino el bienestar de los implicados, y si no consigues avanzar más deprisa con el caso, dentro de pocos días empezarás a pagar las consecuencias: no serán capaces de soportar la tensión y se vendrán abajo. Piensa en esto: es como tener que vivir día a día creyendo que en tu familia hay un asesino. Quién sabe qué reacciones pueden desatarse. ¿Qué harías si se suicidara alguien? No sería la primera vez que ocurriera.

Michael había despegado los labios para intervenir, pero Nahari alzó la mano y dijo:

– Ya lo sé, ya sé que están atendidos por todo tipo de especialistas en salud mental, pero hay cosas que escapan a nuestro control. Y, además, el estrés prolongado vuelve peligrosa a la liebre. Tienes que descubrir algo pronto, si no la solución, al menos una pista. Dicen que eres un tipo listo, que obras milagros -llegado a ese punto, Nahari interrumpió su largo discurso, pronunciado en la sala de reuniones de la sección dirigida por Michael, para humedecer con la lengua un grueso puro. Y sólo después de encenderlo con mucha ceremonia, prosiguió-: Y aún no me he referido al hecho de que hayas introducido allí a Avigail. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que alguien recuerde haberla visto en algún lugar? En un país tan pequeño como éste es difícil ocultar las cosas mucho tiempo. Seguro que aparece alguien que compartió orinal con su madre o que la ha visto de camino a Pétaj Tikvá, o que se tropezaba con ella por los pasillos de la universidad. O, si no, alguien te verá yendo a visitarla de noche, o quizá os oigan hablar.

Ahora Michael dejó la revista en el suelo y se encaminó fatigosamente al aseo que estaba junto al antiguo edificio de la secretaría; allí, sobre un lavabo agrietado, metió la cabeza bajo el chorro de agua fría. Mientras se secaba el pelo con la toalla de cuadros del ejército que Moish le había dejado sobre una cama de su habitación, pensó en Avigail y en la vulnerabilidad que se ocultaba tras el cabello sedoso que le caía sobre la cara; entonces lo traspasó un doloroso anhelo de Maya, casi abstracto pero muy real, y de nuevo se sintió abrumado por la ansiedad, y las palabras de Nahari volvieron a martillearle en el cerebro. Vio el semblante pálido y tenso de Moish, y a Yoyo, bajando la mirada y palideciendo cada vez que le dirigía la palabra, y al hijo soldado de Osnat, mordiéndose las uñas.

La columna que Osnat publicaba en la revista con el título «Línea directa con la secretaria» estaba embutida entre una foto de la cosecha de algodón y una nota de enhorabuena a Deddi por haber terminado su curso de aviación. Era un informe sobre un seminario al que habían asistido los secretarios de multitud de comunidades agrícolas y versaba sobre «La responsabilidad colectiva en el kibbutz». Michael lo leyó una vez más de principio a fin, como si quisiera memorizarlo: