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Entre otras muchas cuestiones discutidas (entre ellas, si la responsabilidad colectiva existe en cualquier circunstancia, incluso, por ejemplo, cuando se malversan fondos públicos o cuando se vende una propiedad pública supuestamente para beneficio del kibbutz, como han hecho algunos cargos públicos que se han portado como si ellos personificaran la ley y tuvieran derecho a actuar de acuerdo con sus propios planes), el sentir general era que nos enfrentamos a una crisis profunda e importante, que no podrá resolverse mediante la simple modificación de este o aquel artículo, sino sólo mediante una revisión valerosa e inteligente de los principios básicos.

Luego su vista volvió a caer sobre un informe relativo a «los créditos concedidos a hijos-hijas del kibbutz que se marchan a pasar un año fuera». Leyó mecánicamente la frase «una cantidad de dinero para permitirles instalarse y que habrán de devolver en un plazo de cuatro meses», y luego volvió a «Línea directa con la secretaria».

El último párrafo de la columna de Osnat decía así:

El kibbutz debe reestructurarse como una sociedad en la que el objetivo es el individuo y la comunidad colectivista e igualitaria no es más que un medio (superior a otros) para el desarrollo y la realización de las aspiraciones de aquél. Un kibbutz de estas características tendrá capacidad para competir con sus rivales en el mercado del «buen vivir», que ha cobrado aún mayor importancia a raíz de la pérdida de atractivo de la ideología y la praxis de los valores fundacionales del sionismo. La perspectiva dista mucho de ser desesperada o desalentadora, lo que se observa es un movimiento de enorme potencial humano que ha llegado a una encrucijada y está considerando qué camino tomar. Y que, una vez que haya visto claro su camino, tendrá la fuerza necesaria para lanzarse por él a toda velocidad.

Todo aquello no era más que una serie de estereotipos altisonantes y generalizaciones entusiastas en los que se entreveía una transcripción casi literal de las ponencias presentadas en el seminario. Lo que había despertado el vivo interés de Michael había sido el pasaje entre paréntesis del párrafo anterior, con su tono concreto y casi pragmático.

La apremiante sensación de que debía actuar de inmediato se impuso sobre su ansiedad. Dobló cuidadosamente la revista y salió en dirección al comedor. Al no encontrar allí a Moish, se sirvió una taza de café de la máquina, le añadió leche tibia, untó un panecillo con paté de queso y aceitunas y se sentó a una mesa vacía de un rincón de la amplia sala. Eran las siete y cuarto de la mañana y el comedor estaba muy poco concurrido. Alguien le saludó con un gesto, sin sonreír. Los cuatro hombres sentados a la mesa que tenía detrás, vestidos con ropa de trabajo, desayunaban en silencio. Divisó a Dvorka en el extremo opuesto de la sala, cortando verduras para hacerse una ensalada. Contempló su taza vacía y apartó el panecillo hacia el borde de la mesa, incapaz de obligarse a echarlo en el receptáculo para restos de comida que había en medio de la mesa, y salió del comedor. De camino a la secretaría, recordó el doble significado del nombre de aquel desagradable objeto usado en los kibbutzim. Kolboinik no sólo designaba aquel recipiente para desperdicios sino también a las personas que, como Dave, eran muy manitas y sabían arreglarlo todo. Se preguntó por qué usarían el mismo término para un cubo de desperdicios y para el ingenio y la habilidad humana. Y, sobre todo, se preguntaba qué decía ese término de las personas que lo usaban.

Moish ya estaba en su despacho. Michael oyó su voz a través de la puerta abierta y lo vio de espaldas al asomarse. Hablaba por un teléfono gris mirando hacia el gran ventanal, la silla girada de lado. Michael también dirigió la vista hacia el verde césped y los altos cipreses que rodeaban el blanco edificio nuevo de la secretaría del kibbutz. Cuando dijo «disculpe» y dio unos golpecitos en la puerta, Moish al fin giró su silla y señaló con gesto nervioso e irritado la que tenía enfrente. Con la tez pálida y la expresión crispada, concluyó su conversación diciendo abruptamente: «Cuando hayáis hecho una estimación de los daños, házmelo saber». Se volvió hacia Michael, quien le preguntó si había algún problema.

– Nada nuevo -respondió Moish suspirando-, un chacal se ha vuelto a meter en el gallinero y se ha pegado el gran festín.

Michael sacó la revista del sobre marrón que llevaba en la mano y la dejó ante Moish, sobre los papeles apilados ordenadamente en el centro de su mesa.

Moish la hojeó y alzó la mirada inquisitivamente.

– ¿Qué es esto? -preguntó al fin-. ¿Cuál es el problema?

– ¿No ve nada ahí que le resulte preocupante? -preguntó Michael.

Distraídamente, sacó un rotulador negro de un portalápiz hecho con el cilindro de cartón de un rollo de papel higiénico, pintado de azul y pegado a un soporte rectangular de cartón en el que estaba escrito con letras multicolores: PARA PAPÁ, ENHORABUENA POR SU NUEVO TRABAJO.

– No -dijo Moish con fatigado desconcierto y con un gesto que decía: «No tengo ánimos para andarme con jueguecitos»; luego añadió-: ¿Por qué no me dice cuál es el problema? ¿De dónde deriva? -volvió una página y contempló la fotografía de la cosecha de algodón. Sus ojos se nublaron mientras miraba al chico que estaba en un extremo-. Es mi hijo mayor, y el que está a su lado, el hijo de Osnat -suspiró. Después la tristeza de sus ojos se trocó en incomprensión-. ¿Qué ha encontrado aquí?

– ¿Por qué no lo lee usted mismo? -sugirió Michael lacónicamente, señalando con el rotulador la columna «Línea directa con la secretaria».

Moish se acercó la página a los ojos y empezó a leer. Michael advirtió que movía los labios mientras leía. Luego Moish dejó la revista en la mesa y se pasó una mano por los ojos.

– Ya la he leído. No veo nada especial, extraño, fuera de lo común -dijo con impaciencia-. ¿Qué está insinuando?

Michael puso tranquilamente la mano sobre la página y dijo:

– Aquí hay algo raro entre paréntesis.

Moish releyó la frase en silencio y luego en voz alta, pronunciando cada palabra por separado, como si fueran los apartados de una lista de la compra. Luego cerró los ojos y, meneando la cabeza, dijo:

– No entiendo qué pretende sugerirme.

– ¿Cómo interpreta esa frase? -preguntó Michael.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? No tengo ni idea. No asistí a ese seminario.

– ¿Asistió alguien más del kibbutz aparte de Osnat?

– No lo sé -repuso Moish con voz ronca-. ¿Hace cuánto se celebró? Esta revista es de finales de febrero, de hace unos seis meses. ¿Cómo quiere que me acuerde?

– ¿Y nadie notó nada raro?

– Sea sensato -rogó Moish, apartando un taco de papeles-. Esta revista se publica semanalmente; la gente no la lee con mucho detenimiento. No recuerdo, no oí nada especial. No recuerdo haber oído nada. Podría ayudarme diciéndome en qué está pensando -dijo con creciente fastidio, y luego estalló enfadado-: ¡Tantas preguntas a la vez me están volviendo loco! ¿Cuándo va a terminar esto? -y después-: Lo siento, estoy un poco tenso, he dormido mal; lo que está sucediendo no es precisamente agradable; y el asunto de mi padre no ha mejorado las cosas.

– ¿Pese a que le hayamos dicho que probablemente fue un accidente?

– Muy bien, un accidente, pero ¿dónde está el resto del paratión? ¿Quién lo tiene? ¿Para qué va a servir?

Michael guardaba silencio.

– ¿Cuándo podrá responderme a eso? -preguntó Moish. En su pregunta había más desesperación que cólera.