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– Lo que quiero saber -dijo Michael pausadamente- es si fue la propia Osnat la que redactó esa frase o si estaba citando las palabras de algún participante en el seminario. ¿A qué se refería exactamente?

Moish hizo una mueca como diciendo: «A mí que me registren», y Michael, sintiéndose de nuevo apremiado y en la necesidad de actuar con premura, dijo:

– ¿Cómo puedo hacerme con las actas del seminario?

– No sé si habrá actas, supongo que no. Ese tipo de seminarios se celebran anualmente y acuden a ellos montones de personas, secretarios de todos los kibbutzim.

– En tal caso, ¿quién más asistió?

– Personas de los kibbutzim de esta zona. Del norte; no podría precisarle quién.

– ¿Osnat nunca le comentó nada sobre ese tema?

– A mí no, pero quizá hablara con alguien, tal vez con Dvorka, tal vez con… No lo sé.

– ¿Con quién más?

– Le digo que no lo sé. ¿Por qué no habla con Dvorka?

– Está bien, hablaré con ella, pero, si no le importa, también quiero que me ponga en contacto con el secretario de algún kibbutz vecino -insistió Michael.

– ¿Quién va a recordar algo así? -preguntó Moish con un suspiro; a pesar de todo, cogió el sofisticado teléfono y oprimió uno de sus botones. Luego dijo-: ¿Quién eres? ¿Misha? -y luego-: No, soy Moish Ayal -y tras un silencio-: Sí, resulta muy difícil, con la invasión que se nos ha venido encima… -su voz se apagó a la vez que dirigía una mirada a Michael-. Quería preguntarte algo, Misha; ¿te acuerdas del seminario para secretarios de kibbutz del pasado febrero?… No te preocupes, es que necesito enterarme de algo. ¿Asististe a él?… ¿Y Osnat fue la única de nuestro kibbutz que acudió o había alguien más?… Sólo Osnat -dijo, y miró a Michael, quien encendió un cigarrillo, estiró las piernas y le sostuvo obstinadamente la mirada-. No, por teléfono no. ¿Puedes venir?… Sí, lo sé, pero está relacionado con… Es urgente, sería mejor que vinieras tú en lugar de hacerle desplazarse a él, y no quiero comentar nada más por teléfono. ¿Cuánto tardarás en llegar? Veinte minutos -le dijo a Michael-, y creo que sabe que es un asunto… relacionado con… -su voz se apagó; revolvió los cajones de su escritorio hasta que dio con un rollo de papel higiénico del que arrancó un trozo para sonarse con gran estrépito-. Tengo alergia -explicó-. Me pasa todos los años -formó una bola con el papel y lo arrojó violentamente a la papelera-, Dave me ha dado un cactus que por lo visto la alivia, pero no creo en esas tonterías -dijo turbado.

– ¿Cómo se ha enterado el secretario con el que acaba de hablar? -inquirió Michael.

Moish profirió un sonido mitad risa, mitad bufido.

– Desde el mismo instante en que la noticia se hizo pública aquí, fue imposible evitar que se propagara. Nuestros hijos acuden al mismo colegio regional, tenemos proyectos en común, actividades culturales, todo tipo de contactos. Y la gente habla por teléfono. Apuesto a que no queda un solo kibbutz en el país donde no esté circulando la historia. Lo que no comprendo es cómo todavía no se nos han echado encima los periodistas.

Michael recordó las burlonas palabras de Shorer: «¿Cuánto tiempo crees que se mantendrá en secreto? No eres Dios, ¿sabes?, ni siquiera ahora que estás en la UNIGD». Después había tomado ruidosamente un sorbo de una lata de cerveza y había sonreído. «¿Cuánto tiempo crees que te va a salir bien la jugada? ¿Cuánto va a durar tu cortina de humo? Supongamos que logras que no se comente en la radio, pero siempre habrá alguien de La revista de la mujer aburrida o de Informaciones pseudocientíficas que se entere. ¿Qué te crees? ¿Que en el kibbutz nadie tiene un sobrino que echa unas horitas como «reportero policial» en algún periodicucho? ¿Cuánto tiempo confías en mantenerlos a distancia con el discursito equívoco que les echaste ayer?»

La voz de Moish reforzó el martilleo que Michael volvía a sentir en las sienes:

– Hay que ser muy ingenuo para pensar que puede mantenerse en secreto; cada minuto que pasa sin que llame algún periodista me parece un milagro.

Michael rompió súbitamente el silencio que se había hecho entre ellos:

– ¿Está al corriente de algún hecho de este estilo que haya sucedido aquí?

– ¿Algún hecho de qué estilo?

– Malversación de fondos, robos, ventas de propiedades públicas… cualquiera de los hechos que menciona Osnat en su columna.

Después de meditar largo rato, Moish dijo:

– Lo cierto es que no. En tiempos hubo una racha de robos en las habitaciones, pero no recurrimos a la policía; descubrimos al culpable y lo resolvimos a nuestra manera. Y Osnat no tuvo la menor relación con ese asunto. Había sido un voluntario metido en problemas de drogas, pero esos detalles no nos interesan ahora. Y también tuvimos que vérnoslas con unos robos muy desagradables descubiertos por nuestro enlace de seguridad.

Michael arqueó las cejas con curiosidad y Moish lo miró abochornado.

– Fue hace muchos años, cuando Alex estaba a cargo de la seguridad. Son cosas que pasan en todos los kibbutzim. De pronto algún miembro pierde la cabeza, no comprendo cómo… -dijo sin dirigirse a Michael, estudiándose las manos-. Es como robar a tus propios padres. Si te van a dar lo que quieres, ¿para qué robar? La cuestión es que sucedió; Alex pidió unos sabuesos a la policía fronteriza y lo llevaron directamente a la puerta de la habitación de un compañero. Uno de los veteranos. ¿Qué podía hacer? Les dio las gracias a los adiestradores de los perros y se marchó a dormir. Yo no me enteré por Alex, sino por un policía. Sigo sin saber quién era el ladrón.

– ¿Y la policía fronteriza mantuvo la boca cerrada?

– Hay una especie de acuerdo tácito en virtud del cual a los kibbutzim se nos permite resolver ese tipo de problemas a nuestra manera -explicó Moish, cortando una larga tira de papel del rollo-. Son comprensivos. Como dice aquí, es una cuestión de «responsabilidad colectiva» -luego añadió con aplomo-: Aquí nunca se han malversado fondos, pero sé que en un kibbutz cercano se acusó a la encargada del taller de costura de llevarse ropa del almacén para enviársela a sus parientes de la ciudad sin que la pagaran. Y también sé de un kibbutz del norte donde hubo un desfalco importante, alguien que se dedicaba a transferir fondos a la cuenta personal que tenía en la ciudad; pero tampoco recurrieron a la policía. El kibbutz aplicó su propia solución.

– ¿Cómo? -preguntó Michael.

– Hay muchos sistemas -repuso Moish con desasosiego-. En este caso concreto, sé que expulsaron al culpable y que él les devolvió hasta el último shékel, pero el caso acabó en tragedia, porque la mujer y los hijos se quedaron en el kibbutz y todo el mundo les retiró la palabra. Esto ocurrió hace dos años, y todavía siguen volviéndoles la espalda. Pero ellos no quieren marcharse.

– ¿Y qué me dice de este kibbutz?

– Ya se lo he dicho. Hemos tenido pequeños problemas, pero los hemos podido resolver. Si es que a eso se lo puede llamar «resolver» -dijo con amargura-. Pero nunca han tenido lugar hechos como esos a los que se refiere Osnat, no alcanzo a entender a qué se refiere cuando habla de «vender». No creo que sea nada concreto, supongo que se dejó llevar por la exaltación. Osnat tenía tendencia a exaltarse así.

– ¿Así? ¿Qué quiere decir? -preguntó Michael abruptamente-. ¿En qué otro lugar ha visto algo «así»?

– Quizá no algo exactamente igual, pero puede comprobar por sí mismo que se lo tomaba todo muy en serio. Lea el resto de sus artículos.

– Ya los he leído -dijo Michael-. Y no he encontrado nada comparable en ninguno.

– Todas las semanas trataba asuntos semejantes, y muchas veces hacía hincapié en que sólo eran casos hipotéticos, no reales.

– Está bien, preguntémonos entonces qué la pudo llevar a exponer precisamente ese caso hipotético.

– Ni idea -dijo Moish tras una larga pausa de reflexión-. No tengo ni la menor idea. No sé qué quiere insinuar con eso de «vender propiedades públicas».