En aquel momento llamaron a la puerta y a continuación entró un hombre de mediana edad, que se pasaba la mano por la sudorosa coronilla calva.
– Aquí estoy. ¿Qué pasa?
– ¿Un café? -preguntó Moish al recién llegado mientras éste se dejaba caer en una silla que había cogido de un rincón.
– ¿Por qué no? No seré yo quien rechace un café -dijo Misha con una sonrisa que revelaba un hueco en su dentadura-. Solo, sin azúcar.
Moish se dirigió hacia la vieja cafetera eléctrica cuyo cable estaba precariamente pegado con cinta aislante.
– Ese arreglo es una chapuza, tienes que cambiar el cable -dijo Misha acercándose-. Te puede pegar una descarga. Tienen que arreglártelo. No lo entiendo, si tenéis una centralita automática y teléfonos inalámbricos, ¿cómo no os habéis hecho con una cafetera automática?
– La tenía, pero se estropeó -se excusó Moish mientras Misha volvía a sentarse-. La están arreglando, me he olvidado de ir a recogerla.
Con voz titubeante e insegura, Moish presentó a Michael Ohayon a Misha, en cuyos ojos se veía un brillo que delataba su emoción ante el posible escándalo y contradecía la grave expresión de su rostro.
– Pues bien, ¿qué desea saber sobre el seminario? -se apresuró a preguntar tras haber murmurado que aquello era «una tragedia para todos, para todo el movimiento de kibbutzim».
Michael se enteró de que Osnat había sido la única representante del kibbutz en el seminario y, después de que Misha le hubiera explicado cuál era el programa y la manera de estructurarlo, para asegurarse de haberlo entendido bien, preguntó:
– Entonces, en esencia era un foro para debatir cuestiones de principios de índole general y también su aplicación a casos concretos de diversos kibbutzim.
Misha asintió con la cabeza y pasó a exponer la parte social del evento:
– Es un saludable intercambio de ideas y métodos. Desacuerdos aparte, es uno de los medios que nos permiten sentirnos parte de un movimiento, y además es divertido, ya se lo imaginará, eso de comer juntos y volver a ver a todo el mundo.
– ¿Recuerda si sucedió algo especial? ¿Si habló con alguien en particular? -lo apremió Michael.
– Como puede suponer, no es un tipo de convocatoria de la que se recuerde todo lo que se dijo -se excusó Misha-. Yo publiqué una nota sobre el seminario en nuestra revista, y recuerdo que se trató la cuestión de la responsabilidad colectiva, pero no soy joven como Osnat, he asistido a montones de seminarios, y no me lo tomo tan en serio como ella -dijo con sonrisa turbada-. Más bien soy partidario de concentrarme en sacar adelante el trabajo, lo que ya es bastante difícil; por otro lado, aquel día en particular me dediqué fundamentalmente a charlar con unos viejos amigos del norte. Apenas tuve ocasión de hablar con ella, y tampoco volvimos a casa juntos -echó una ojeada a la cafetera -. Ese trasto todavía no hierve -dijo, e inmediatamente borró la sonrisa de su cara para adoptar una expresión responsable-. Lo único que puedo decirle es que si Osnat hubiera dicho algo… ¿cómo podría expresarlo?… algo insólito o dramático, lo recordaría -suspiró-. ¡Qué guapa era! -exclamó inopinadamente.
– Lo que me inquieta -dijo Michael- es este artículo -y le tendió a Misha la revista impresa en ciclostil.
Con mucha aparatosidad, Misha tiró del cordel que le colgaba del cuello y extrajo unas gafitas de leer de debajo de su holgada camisa azul, cuyas mangas llevaba enrolladas de cualquier manera a la altura de los codos. Una vez que lo hubo leído, dejó la revista sobre la mesa, más cerca de Moish que de Michael, y se quitó las gafas. No dijo nada.
– ¿Qué le parece? -preguntó Michael.
– No sé qué decirle; estoy haciendo un esfuerzo por recordar. Fueron tantas las cosas que se dijeron.
– ¿No recuerda si se trataron estos temas? -preguntó Michael sorprendido.
– Sí, algo se dijo al respecto de la delincuencia en los kibbutzim y de que protegemos en exceso a nuestros compañeros, y ahora acabo de acordarme de que Osnat se excitó mucho por algún motivo, pero los detalles… -pronunció una larga frase en yidish, que Michael no comprendió, aunque sí captó las palabras alte kop, vieja cabeza, que se repitieron varias veces. Al fin, Misha meneó la cabeza lenta y solemnemente y dijo-: No le puedo ayudar.
Después, con mal disimulada solicitud maternal, le preguntó a Moish:
– ¿Qué tal van las cosas? ¿Cómo lo estáis sobrellevando? -y tras algunos intentos de entablar un intercambio de cortesías, sonrió y dijo-: Bueno, bueno, el café lo tomaremos en alguna otra ocasión, tengo que marcharme, Uri está esperando la furgoneta.
Y, justo entonces, el hervor de la cafetera comenzó a oírse y su tapa a saltar; Moish la desenchufó con cuidado y dijo:
– ¿De verdad no quieres un café?
– No, en serio -repuso Misha.
– Te acompaño al coche -dijo Moish, y salió con él, cerrando suavemente la puerta tras de sí. Michael se quedó escuchando sus voces cada vez más apagadas hasta que se extinguieron. Al cabo de unos minutos, Moish regresó y dijo:
– Eso es todo. No puedo decirle nada más. Hable con Dvorka.
Tampoco su conversación con Dvorka, mantenida en la sala de lectura anexa a la biblioteca, produjo ningún resultado. La anciana examinó detenidamente la página que le enseñó. Sus penetrantes ojos azules, sumidos profundamente en las órbitas, centellearon cuando lo miró por encima del rimero de libros y papeles colocado sobre la mesa. Aunque estaban solos en la sala, Dvorka habló en un susurro:
– No tengo ni idea. Recuerdo vagamente que Osnat volvió del seminario preocupada, y que dijo que había sido muy esclarecedor. Pero, incluso en aquel momento, cuando leí su informe, no me llamó la atención por nada especial. Aunque ahora que usted lo ha señalado, estoy de acuerdo en que parece un tanto extraño. En todo caso, dudo muchísimo que estuviera refiriéndose a algo concreto… Eso sí que no lo sé -dijo Dvorka en tono ofendido cuando Michael le preguntó con quién habría compartido Osnat sus inquietudes, y posó la mano sobre el montón de libros.
Michael volvía a sentir la tensión que despertaba en él aquella mujer. Contempló sus manos envejecidas, sin anillos y casi masculinas por su aspecto, se fijó en las manchas marrones del dorso, y luego sintió que la poderosa atracción de sus ojos arrastraba irresistiblemente su mirada. Volvió a preguntarse si Dvorka habría sido hermosa de joven y cómo habría sobrellevado la muerte de sus seres queridos y la soledad. Y también qué le ocultaba, pues se la veía claramente vigilante y en guardia. Pero en esto último sólo reparó cuando iba de camino al aparcamiento, antes de que comenzaran a servir el almuerzo en el comedor, donde todos lo esquivaban como a un apestado. Aunque le habían dicho repetidas veces que se sintiera como en su casa, Michael iba al comedor lo menos posible y prefería compartir los bocadillos y las verduras rellenas preparadas por la mujer de Majluf Levy, que le recordaban los tentempiés que Balilty solía comprarle al viejo del puestecillo de un rincón del barrio ruso de Jerusalén.
Aarón Meroz ya había salido de la UCI y estaba instalado en la sección de medicina interna, en una habitación de dos camas. Sonrió desvaídamente a Michael y empujó hacia un lado la bandeja donde se veían restos del puré de patata que había impregnado con su olor la habitación. Trasladó un montón de periódicos de su cama a la silla negra para las visitas y dijo:
– Espéreme fuera un momento. Enseguida salgo.
Mientras esperaba, Michael reflexionó, y no por primera vez, sobre la extraña relación que había entablado con Aarón Meroz. Pese a que éste aún no se había repuesto por completo del infarto ni había recobrado las fuerzas, y a pesar de que tenía motivos y medios para esquivarlo, cooperaba de buena gana y demostraba interés por todo lo que decía Michael. Tal vez demasiado interés, pensó Michael, aguardando en tensión junto al cenicero montado en la pared de mármol de la sala de espera. Un ventanal daba al jardín interior del hospital, el Hadassah de Ein Karem. Meroz apareció con una bata de rayas sobre el pijama azul, se le acercó con paso lento y señaló un par de sillas de un rincón.