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– ¿Cómo no le dan una habitación individual a un parlamentario? -preguntó Michael.

Meroz repuso que en condiciones normales se la habrían dado pero que:

– Ayer me preguntaron si estaba dispuesto a compartir habitación, porque están faltos de camas. ¿Qué podía hacer? ¿Armar un alboroto? -y, con su característica sonrisa forzada, añadió-: Nobleza obliga, o, más bien, en mi caso, lo contrario. A fin de cuentas, se supone que los funcionarios públicos estamos al servicio del pueblo.

Aarón Meroz volvió a sonreír cuando tuvo en las manos la revista del kibbutz.

– En mis tiempos fui el editor -dijo con expresión lánguida-. En realidad, nada ha cambiado -añadió con extrañeza-, todo está como siempre. Mire, mire el resumen de la sijá: han aceptado a fulano como miembro del kibbutz, a mengano le han concedido un permiso de un año y los problemas de vivienda de perengano se han resuelto. Los cambios sólo son aparentes; en el fondo, todo sigue igual.

– No exactamente -dijo Michael.

– No -convino Meroz-, no exactamente, sobre todo en nuestro caso. Ya no falta mucho para que pueda someterme a la prueba poligráfica. Se lo he comunicado al compañero suyo que ha estado aquí hoy… ¿Cómo se llama? Levy, el del anillo, que me darán el alta dentro de una semana y no tengo nada que objetar a la prueba -Michael asintió con la cabeza.

– A mí su consentimiento me parecería altamente sospechoso -le había advertido Nahari-. Podría librarse de nosotros fácilmente si quisiera; ¿por qué no utiliza sus prerrogativas?

– ¿Y qué móvil podría haber tenido en tu opinión? -había preguntado Michael.

– Mira -había dicho Nahari en vena didáctico-filosófica-, en las relaciones entre un hombre y una mujer, sólo ellos dos saben qué es lo que sucede realmente. Aun cuando se confíen a otras personas, y no digamos ya si es una relación clandestina. En realidad, ¿qué sabes de él?

– Aquí dispongo de mucho tiempo para pensar -le decía ahora Meroz-. Sobre la vida en general, y sobre Osnat y lo que ha sucedido. Lo mire por donde lo mire, cada vez me parece más inexplicable. Es una locura. No logro imaginar cómo se lo están tomando en el kibbutz. El hecho en sí mismo, y la presencia policial. ¿Qué tal lo sobrellevan? -le preguntó con una voz que revelaba muchas cosas, entre otras una satisfacción que ya había percibido en él anteriormente, una satisfacción similar a la de Nahari cuando había dicho: «Así que no son inmunes a todo»-. Pero no era de eso de lo que usted quería hablar. Quería que habláramos de la revista. ¿Qué tiene de especial este número? -preguntó Meroz pasando las páginas-. Ah, el final de la cosecha del algodón. Así que continúan celebrándolo a lo grande -y ahora había en su voz una tristeza y una añoranza que a Michael le recordaron su manera de hablar de Osnat. Meroz hojeó la revista hasta llegar al pasaje señalado con rotulador; allí se detuvo para leerlo con concentración. Al cabo, suspiró y dejó la revista-. ¿Qué le ha llamado la atención? -le preguntó a Michael-. ¿Por qué lo ha señalado?

Por la ventana entraba la suave luz vespertina de Jerusalén, iluminando los rincones polvorientos y pintando de dorado los rebordes metálicos de las mesas de plástico. Una joven vestida con un elegante traje sastre rosa golpeaba el teléfono público con su puño de uñas pintadas queriendo recuperar la ficha que se había tragado. Se oía el sonido de un televisor.

– ¿Ha venido hasta aquí sólo por esto? -preguntó Meroz, arropándose mejor con la bata, cuyo cinturón no alcanzaba a rodearle la cintura-. ¿Qué le parece tan importante?

– No acabo de saber qué es lo importante -repuso Michael-, pero me parece extraño. La frase entre paréntesis.

Meroz la releyó.

– Pensaba que tal vez Osnat lo habría comentado con usted. Ya que últimamente tenían mucha confianza y quizá era algo que le venía preocupando desde hacía tiempo.

– Tenía todo tipo de obsesiones -Meroz suspiró-, cuestiones de principios. Estoy convencido de que encontrará más cosas de ese estilo en otros números de la revista.

– Sí, las he encontrado, pero no como esto. Esto es diferente. Se están dando por supuestas demasiadas cosas. ¿A qué propiedad pública cree usted que se estará refiriendo?

– No lo sé. ¿Qué tienen en el kibbutz que pueda venderse sin que la gente se dé cuenta?

– Nada material -reflexionó Michael en voz alta-, sólo algo como conocimientos, información -dijo, oyendo el deje de sorpresa con el que había terminado la frase-. ¿Le hablaba alguna vez de la fábrica de cosméticos? -preguntó de pronto.

– No -repuso Meroz-, apenas la mencionaba, salvo al tratar del tema de la mano de obra contratada y del problema de los turnos de trabajo. Pero ¿qué tiene que ver la fábrica con todo esto?

– Piénselo -dijo Michael, levantándose para sacarse el paquete de tabaco del bolsillo del pantalón-. ¿Qué se puede vender en un kibbutz sin que nadie se entere? En su kibbutz.

Aarón Meroz se rascó la incipiente barba gris de su mejilla, visible bajo la luz amarillenta.

– Una vez hubo un problema -dijo pensativo- con un aspersor que había inventado Félix: un fabricante le robó la idea. Pero de eso hace mucho tiempo, y fue imposible demostrar que era invención de Félix; no se lo había enseñado a nadie de fuera del kibbutz. Sencillamente fabricó un único modelo de ese aspersor y lo probamos. En aquel entonces no éramos conscientes del potencial comercial del kibbutz, y Félix sólo pretendía resolver una dificultad surgida con las cañerías de riego… -su voz se fue apagando y dirigió una mirada desconfiada a Michael-. ¿En qué está pensando?

– En la fábrica. En esa fábrica de ustedes.

– No diga «de ustedes» -replicó Meroz con aspereza-. En mis tiempos no había ninguna fábrica de cosméticos en el kibbutz.

– ¿Sabe cuánto vale la fórmula de una crema facial cara?

– No -reconoció Meroz-, no lo sé, pero me parece una maniobra de estilo demasiado americano para que sea cierta, y aun cuando lo fuera, ninguna persona del kibbutz sería capaz… -él mismo se dio cuenta del sin sentido de sus palabras-. En fin, después de lo que ha pasado ya no se puede pensar en nada que ningún miembro del kibbutz sea incapaz de hacer -admitió-, pero a mí se me antoja excesivamente sofisticado.

– ¿Ha visto alguna vez la cuenta de resultados de la fábrica? -preguntó Michael, y Meroz dijo que no, que nunca se había interesado en eso.

– Pues yo sí la he visto, y no iba usted a dar crédito a esas cifras astronómicas -comentó Michael-. Yo creía que sólo las macroempresas manejaban esas cantidades de dinero. El año pasado, cuando la industria del resto del país estaba en pleno estancamiento, la fábrica florecía y lograba enormes beneficios gracias a las patentes del kibbutz. La crema facial creada por Dave a base de cactus… e incluso la máquina de embalaje que inventó.

– Muy bien, así que la fábrica va viento en popa -dijo Meroz, y un gesto de dolor se pintó en su cara.

– ¿Se siente bien? -preguntó Michael con repentina inquietud.

– Sí -repuso Meroz-, me encuentro muy bien. No es más que uno de los ataques de debilidad que me dan, sobre todo cuando paso mucho rato levantado.

– ¿Osnat nunca le comentó nada de la fábrica? ¿Ni del espionaje industrial?

– Nada -le aseguró Meroz.

– ¿Puede deducir a quién aludía al referirse a algunos «cargos públicos»?

– No hay que ser un genio para imaginarlo -dijo Meroz-. ¿Cuántos altos cargos hay en un kibbutz? El secretario, el tesorero, el director general y los miembros de un par de comisiones. Y si pretende avanzar con el rumbo que ha adoptado, tendría que indagar en los cargos relacionados con las finanzas.