Esa misma noche, tras una larga conversación con Dave, Michael llamó a la puerta de Yoyo y le pidió que saliera. Yoyo se volvió titubeante para echar una mirada a la habitación, donde titilaba la luz azul de un televisor, y dijo:
– Enseguida vuelvo -una vez fuera, preguntó con aprensión-: ¿Está seguro de que no prefiere entrar?
– Será más sencillo que me acompañe a mi habitación -repuso Michael, mirando las delgadas piernas de Yoyo y sus anchos pantalones cortos. Incluso a la tenue luz de la farola del final del camino distinguía el sudor que le perlaba la frente.
– Acabo de volver de una reunión, estoy bastante cansado -dijo Yoyo, pero Michael no le hizo caso y se encaminó a grandes zancadas hacia la antigua secretaría.
Yoyo no lograba dominar el temblor de sus manos ni siquiera apoyándolas en las rodillas. Leyó la página impresa en ciclostil que Michael le puso delante y luego la dejó cuidadosamente a su lado, sobre la cama. Michael se había sentado en la butaca tras enderezar el ladrillo, demasiado pequeño para cumplir sus funciones.
Yoyo callaba.
– ¿No tiene nada que decir? -preguntó Michael, esforzándose por hablar en un tono calmado.
Yoyo se encogió de hombros. De su garganta tan sólo emergió un gruñido ronco cuando trató de decir algo. Tenía la vista fija en el suelo y Michael hubo de reprimirse para no zarandearlo. «Puede que no haya sido buena idea hablar con él ahora, después de un día tan largo», se dijo a sí mismo, pero el martilleo que volvía a reverberar entre sus sienes le recordó que no tenía tiempo para el descanso ni la holganza. «¿No prefieres que lo haga alguien por ti?», le había preguntado Sarit cuando llamó a la UNIGD desde el hospital de Jerusalén. «¿O pretendes volver allí esta noche? Majluf Levy está por la zona, y otras personas, no es necesario que siempre seas tú quien…»
En ese punto Michael la había interrumpido afirmando rotundamente que iba a ponerse en camino en ese momento. Ahora meditaba sobre su preferencia por trabajar solo. «Aquí no puedes actuar por libre, como tenías por costumbre en Jerusalén», le había advertido Nahari, «y si quieres resolver pronto este caso, antes de que se produzca una catástrofe, ya puedes ir cambiando de métodos. Hay algo perverso en tu dinámica de relación. Ya lo habíamos oído comentar antes de que te incorporases a nuestro equipo», dijo sin sonreír, «pero aquí no te puedes salir con la tuya».
– Vamos a ver -dijo Michael, inclinándose hacia la cama donde Yoyo seguía sentado, retraído en sí mismo, la vista clavada en la punta de sus dedos, cuyo temblor trataba de disimular-, no tiene sentido andarse con rodeos, será mejor que me diga directamente lo que tenga que decirme, créame.
– ¿Qué tengo que decirle? -preguntó Yoyo. A la luz de la bombilla desnuda que se balanceaba en el techo, Michael vio empalidecer sus pecas.
– ¿Y usted me lo pregunta? -le espetó Michael-. Lo sabe muy bien, ¿qué sentido tiene disimular? Y yo también lo sé, sobre todo después de haber hablado largo y tendido con Ronny, el director de la fábrica de cosméticos.
– ¿De qué quiere hablar? -perseveró Yoyo.
Con una fatiga que apenas si le permitía dominar la voz, Michael se oyó diciendo casi a gritos:
– ¡Del tiempo no!, ¡eso desde luego! ¡Quiero que me hable del enfrentamiento que tuvo con Osnat con respecto a la fábrica!
Yoyo no dijo nada.
Michael encendió un cigarrillo y consultó su reloj.
– Vamos a quedarnos aquí hasta que hable -dijo airadamente-. Deberíamos haber hablado de esto hace mucho, hace tres días.
Pero Yoyo persistía en su silencio.
– Mire -dijo Michael, estirando su paciencia al máximo-, sé incluso cómo se llama la crema facial que les pasó a los suizos, y también sé que después el kibbutz se recuperó de la caída de las acciones de bolsa. Estoy al tanto de casi todos los detalles, así que ¿por qué no me cuenta cómo lo descubrió Osnat?
– Por casualidad, igual que usted -dijo al cabo Yoyo-. Ella no conocía todos los pormenores del asunto, pero la convencí de que yo había obrado bien y, al final, tan sólo le parecía mal la manera en que lo había hecho.
– ¿Cuándo hablaron del tema? -preguntó Michael en tono pragmático, como si estuviera rellenando un formulario.
– Después de que Osnat escribiera ese artículo. No fui yo quien inició la conversación, ni siquiera había visto el artículo. En principio tenía previsto asistir con ella al seminario en cuestión, pero al final no fui porque… -Yoyo trató de dominar los violentos temblores que le acometían.
– ¿Por qué? -preguntó Michael.
– Por unas pruebas que me tenía que hacer ese mismo día, y que no podía posponer -respondió de mala gana-, en el hospital Barzilai… una revisión de la vista -añadió con evidente dificultad mientras Michael lo observaba en silencio-. Sospechaban que tenía un tumor detrás de un ojo -soltó de pronto-, por si le interesa -y como Michael no cambiaba de expresión, Yoyo continuó-: Y al final resultó que no tenía nada.
Michael seguía en silencio.
Yoyo parecía buscar las palabras precisas, y al fin dijo vacilante:
– No sé qué le habrá contado Ronny, pero las apariencias engañan.
Michael callaba. Había sido Shorer quien le había enseñado esa estrategia tiempo atrás. «También tienes que saber cuándo hay que callarse. Y la manera de hacerlo. Hay muchas maneras de mantener la boca cerrada, con el tiempo uno aprende a percibirlo.” Y ahora a Yoyo no le quedaba más remedio que hablar, no había vuelta atrás.
– Después de que se publicara el artículo, Osnat vino a mi habitación a revisar conmigo las cuentas. Yo ya había visto el artículo, pero no quise preguntarle nada directamente. Me limité a interesarme por el seminario, y entonces ella me dijo: «Estaba esperando que vinieras a hablar conmigo, ese artículo iba específicamente dirigido a ti». ¿Podría darme un poco de agua?
Michael titubeó. No quería romper el ritmo del interrogatorio. Para traerle agua tendría que salir de la habitación y le daba miedo que esa interrupción de la sesión cara a cara hiciera que Yoyo volviera a cerrarse en banda. Por otro lado, sentía lástima del tesorero, que no cesaba de pasarse la reseca lengua por los labios agrietados.
– Dentro de unos minutos -dijo al fin-, le traeré agua dentro de unos minutos.
– Los detalles carecen de importancia… -dijo Yoyo, mirando inquisitivamente a Michael.
– Eso habrá que verlo.
– Osnat me contó que había hablado con Ronny y que se había enterado por él de la rivalidad con los suizos. En realidad ya estábamos enterados por un informe de la fábrica de hacía un año y medio, y además también había surgido el tema en la sijá, donde Ronny lo planteó con relación a la mano de obra contratada, pero ahora no hace al caso… -de nuevo una mirada inquisitiva y una rápida pasada de la lengua por los labios.
Michael guardó silencio.
– En resumen, Osnat ató cabos y llegó a la conclusión de que yo me había hecho con la fórmula y se la había vendido a los suizos para sacar al kibbutz del apuro de las acciones.
– ¿Y no se le ocurrió pensar que lo había hecho usted para su propio beneficio? -preguntó Michael sorprendido.
– ¿Qué beneficio? -preguntó Yoyo confuso. Luego hizo un airado ademán y dijo a voz en cuello-: ¿De qué demonios está hablando? ¿Dónde está el dinero, entonces?
– Yo no lo puedo saber. Pero he oído decir que hoy día los miembros de los kibbutzim abren cuentas bancarias personales, y los de este kibbutz también.
– Pues yo no tengo ninguna cuenta -dijo Yoyo furioso-. Ni herencias, ni regalos, ni indemnizaciones alemanas… y Osnat también lo sabía.
– ¿De cuánto dinero estamos hablando?