– Casi un millón y medio de dólares -susurró Yoyo-, pero no me quedaba alternativa. Si no lo hubiera hecho nos habríamos hundido y, de esta forma, incluso logramos sacar beneficios cuando las acciones se desplomaron y todos los demás kibbutzim se quedaron en cueros.
– ¿Osnat ni se planteó que pudiera tener usted una cuenta bancaria?
– No. Ya se lo he dicho, Osnat me conocía.
– Se está descubriendo que muchas personas creen conocer a otras, pero que a veces están equivocadas.
Yoyo no replicó.
– Y después ¿qué? -preguntó Michael.
– ¿Cómo que qué?
– Después de que Osnat le echara en cara lo que había descubierto, ¿qué ocurrió?
– Tuvimos una larga charla -repuso Yoyo con esfuerzo-. No puedo decir que me resultara agradable.
– ¿De cuándo estamos hablando?
– De hace unos meses. No sé cuántos con exactitud, tres o cuatro.
– ¿Y cómo terminó la charla? ¿Con qué ánimo?
Yoyo no dijo nada.
– ¿No tiene nada que decir? -dijo Michael.
– ¿Podría tomar ahora un poco de agua?
Michael salió a los aseos y volvió con un vaso de agua. En aquel momento era posible, y hasta aconsejable, hacer un descanso.
– Pues bien, ¿cómo concluyó aquella conversación? -volvió a preguntar Michael una vez que Yoyo hubo dejado el vaso en el suelo, junto a la cama.
– Con un desacuerdo.
– Explíquese mejor.
– Osnat consideraba que era un delito hacer algo así sin consultárselo a nadie.
– ¿Y pensaba hacer algo al respecto?
Yoyo permaneció callado.
– Sepa una cosa, amigo mío -dijo Michael impaciente-, al final averiguaremos todo y ya es más de media noche; no nos olvidemos de que tiene usted licencia para utilizar paratión. ¿Quiere que le presione todavía más?
– Osnat quería plantear la cuestión en la sijá -dijo el tesorero, pasándose una mano trémula por la sudorosa frente.
En el silencio de la habitación Michael oía el canto de los grillos y el croar de las ranas. Reparó por primera vez en una tela de araña que colgaba de un rincón del techo sobre la cama donde había pasado las dos últimas noches dando vueltas y más vueltas.
– ¿Y bien? -dijo al fin, encendiendo otro cigarrillo.
– Yo no la maté -dijo Yoyo.
Michael guardó silencio.
– Aun cuando lo hubiera planteado en la sijá, ¿qué podría haber pasado?
– No lo sé -dijo Michael-. Dígamelo usted.
– ¿Qué podría haber pasado? Se habría montado un buen griterío, un pequeño escándalo, pero a mí no me habría pasado nada. El kibbutz es como una familia, no me habrían expulsado.
– ¿Pero?
Yoyo no dijo nada.
– ¿Qué habrían hecho? -insistió Michael-. ¿Lo habrían sustituido en el puesto de tesorero?
– Ojalá -murmuró Yoyo-. ¿Cree que es muy divertido ser tesorero de un kibbutz?
– No lo sé -dijo Michael.
– Pues yo sí lo sé. No es divertido en absoluto. Habría vuelto al cultivo del algodón; así me habría ido mucho mejor -dijo Yoyo con voz ahogada.
– ¿Y el deshonor? -preguntó Michael-. Tenía la impresión de que es un factor de mucho peso en un kibbutz, ¿no es así?
– Sí -musitó Yoyo.
– ¿Y por qué Osnat no llegó a plantearlo en la sijá? -preguntó Michael.
– Estaba esperando a que le diera mi consentimiento.
– ¿Cómo dice? -exclamó Michael perplejo-. ¿Se quedó tres o cuatro meses en espera de su consentimiento?
– Sí -dijo Yoyo, y por primera vez alzó la vista para mirar directamente al policía, con tristeza y rabia en los ojos-. Se lo rogué, y ella me dijo que no haría nada hasta que comprendiera por mí mismo que era fundamental.
– A usted le resultaba muy duro -afirmó Michael, y Yoyo estalló en sollozos y sepultó el rostro entre las manos. También las tenía salpicadas de pecas, advirtió Michael, que ahora sentía el corazón frío como un témpano; volvió a oír un martilleo en sus sienes.
– ¿Quién más lo sabía en el kibbutz?
– Nadie -repuso Yoyo, enjugándose la nariz con el dorso de la mano, como un niño.
– ¿Ni siquiera Ronny?
– No, Ronny sospechaba de Dave; él mismo me lo dijo, pero yo le dije, incluso antes de que Osnat lo descubriera, que estaba convencido de que no había sido Dave, porque no quería…
A las tres de la mañana, tras dejar una críptica nota a su mujer, Yoyo se dejó caer en el asiento de copiloto del Ford Fiesta.
Ninguno de los dos abrió la boca hasta que llegaron a las afueras de Pétaj Tikvá.
– Conduce como un poseso -dijo Yoyo entonces-. He hecho todo el camino con la esperanza de que se estrellara.
17
A las doce lo esperaban en la sala de reuniones.
– No paran de llamar del kibbutz, y además hay gente ahí fuera -le dijo Sarit nerviosa-, y pronto tendremos encima a la prensa, y no sé qué decirles -se habían encontrado a la entrada de la sede policial, cuya gran puerta metálica se cerró estrepitosamente cuando Sarit la soltó-. ¿Qué has descubierto? ¿Es verdad al final lo que se nos había ocurrido? -preguntó ansiosa, pero Michael no respondió. Subió a saltos la escalera hasta la sala de reuniones, donde Nahari ocupaba la cabecera de la larga mesa, con un cenicero al lado desde el que se elevaba el humo de su grueso puro.
– De una cosa estoy satisfecho -dijo Nahari una vez que todos hubieron tomado asiento-. No acababa de creerme que no se hubiera quedado con nada. «¿Cómo es posible tanta santidad?», me preguntaba. «¿Se ha metido en un lío tan espantoso sólo por salvar al kibbutz?» No me parecía lógico. Los santos me asustan. Ahora todo encaja mejor.
– Creo que sería un error dar por hecho que actuó movido exclusivamente por motivos personales -intervino Michael con tacto.
– Los desfalcos no son nada nuevo en los kibbutzim -dijo Nahari haciendo una mueca-. Hemos tenido que archivar tres casos porque decidieron no presentar cargos. Casi todos los delitos cometidos en kibbutzim han consistido en tejemanejes con los fondos del kibbutz, y los culpables siempre abren una cuenta corriente en la ciudad para depositar el dinero. Eso es lo que esperaba descubrir esta vez. Y, en efecto, es lo que hemos descubierto.
– Sí, pero la cuenta no está a su nombre -le recordó Sarit-. Está a nombre de Osnat.
– Tenemos que entrelazar todos los hechos -dijo Nahari- de todas las formas posibles. Y vamos a comenzar por el final. ¿La has visto? ¿Es cierto lo de su hermana?
Michael asintió. Aun después de tomarse el café caliente que le había traído Sarit y de haber estado largo rato en la sala de reuniones, seguía sin poder borrar de su mente aquellas imágenes y voces. «Hola, encanto, eres un superencanto, ¿tienes un cigarrillo?», le había dicho una mujer gorda que había empezado a sobarlo en el ascensor. Se había manoseado los botones de su bata de cuadros y había entreabierto los labios, dejando al aire unos cuantos dientes en el agujero negro de su grotesca sonrisa que ella sin duda imaginaba dulce y seductora. Michael se bajó en la tercera planta y se dirigió a paso rápido al despacho del médico, con la mujer a su zaga. «Qué pedazo de hombre tan goloso, para mí quisiera uno así. Así de alto, con esos bonitos ojos castaños. ¿Por qué huyes de mí?» Se fue quedando atrás porque no podía correr, pero siguió preguntándole alternativamente: «¿Echamos un polvito?» y «¿Tienes un cigarrillo?».
Ahora, observando el semblante bronceado de Nahari, sus brillantes ojos azules y su pelo gris cortado al estilo romano, la imagen del hospital psiquiátrico se le antojaba remota y casi irreal. Sin describir aquel lugar, se limitó a decir:
– Todo es verdad. Lo de su hermana gemela. Ya antes de que vinieran a Israel, él solicitó que lo separasen de ella. En aquel entonces ya estaba enferma. Y nadie, salvo Srulke, sabía de su existencia.
– ¿Por qué lo sabía Srulke? -preguntó Sarit. Nahari miraba por la ventana en silencio.