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– Ni tienes por qué hacerlo -dijo Nahari, cerrando de golpe el cajón tras guardar en él los puros-. Permíteme que te recuerde, por si lo habías olvidado, que tienes doce personas en tu sección y no estás obligado a trabajar solo. Ella -señaló a Sarit- es perfectamente capaz de ocuparse de Yoyo, y también puedes recurrir a personas que has asignado a otros casos.

– Me marcho -dijo Michael, recogiendo sus papeles. Notó que Nahari no se levantaba hasta verlo en la puerta. Y hasta que no la hubo cerrado tras de sí, ninguno de los presentes se movió de su sitio.

18

Avigail echó una ojeada en derredor y tapó el micrófono del teléfono público con la mano. Aunque el vestíbulo del comedor estaba vacío y ella se había escondido tras una gran columna de cemento, sentía el miedo convirtiéndose en sudor frío y manándole a chorros por la espalda. Mientras volvía a hablar, bajó la vista y descubrió una mancha amarilla en el borde de su blanca bata de enfermera.

En el vestíbulo hacía fresco, acababan de fregar el suelo. En las zonas adonde no llegaba la luz del sol de aquel Shabbat quedaban parches de humedad y huellas de la fregona con que una jovencita, con unos escuetos pantalones cortos ciñéndole los bronceados muslos, había recogido los baldes de agua vertidos sobre el suelo de mármol. Avigail consultó su reloj y dijo que aquélla era la hora muerta de antes de la comida, pero que enseguida empezaría a llegar gente y ya no podría hablar más.

– Creía que él no se iba a mover de aquí -dijo por el auricular-. Creía que no teníamos tiempo que perder, que estábamos trabajando contrarreloj -le sorprendió oír un deje de resentimiento en su voz-. Me dejáis aquí sola para que me enfrente a la histeria desencadenada por el asunto de Yoyo y… Pero ¿qué dices? -replicó airadamente a los murmullos aplacadores procedentes del otro extremo del hilo-. ¿Qué os creíais? ¿Que no iba a haber murmuraciones? ¿Estáis locos o qué?

»Estoy sometida a mucha presión -se excusó por el teléfono, esforzándose en eliminar aquel tono quejumbroso que tanto le molestaba a ella misma-. Llevo dos días sin hablar con nadie y el ambiente está tan cargado que saltan chispas. No paro de recibir pacientes con dolor de cabeza y de estómago, y los chavales están haciendo todo tipo de locuras, y el hecho de que Yoyo lleve dos días con vosotros, con nosotros, quería decir, tampoco mejora la situación; y precisamente ahora -dijo con creciente amargura- tiene que desaparecer él.

»No es el único que puede interrogar a los sospechosos, en el cuerpo hay más gente -dijo, y respiró hondo-. No puedo estar poniendo al día a una persona distinta cada cinco minutos; él ya conoce la situación y a las personas. Que lo interrogue Nahari o quien sea. ¡Qué ocurrencia! ¿Majluf Levy? Todo tiene un límite, ¿no te parece?

Avigail se enjugó la frente con la mano libre. Los codos le habían dolido todo el día y ahora el escozor le quemaba la piel. A través de la cristalera que separaba el vestíbulo de la plazoleta de delante vio a las primeras personas que acudían a comer; algunas venían directamente desde la piscina y colgaban sus toallas en las perchas junto a bolsos y sombreros. Vio acercarse a un grupito: una familia pastoreada por Shula hacia el comedor; la mujer, maquillada y bien vestida, caminaba con paso inseguro junto a Shula sobre sus zapatos de tacón alto, y el marido afectaba desenvoltura acompañando a Arik, el marido de Shula; dos chicas adolescentes los seguían soltando risitas nerviosas, que delataban su condición de visitantes de la ciudad. Sólo Shula y su hijo pequeño, con el pulgar en la boca y gesto lánguido, no daban muestra alguna de nerviosismo.

Del piso superior empezaban a emanar olores y Avigail identificó algunos sin problemas: el pollo de la víspera, hojaldres de salchicha, albóndigas y repollo hervido. A punto estuvo de sonreír al pensar que podía describir el menú con los ojos cerrados, pero el auricular estaba húmedo del sudor de su mano y había algo casi grotesco en los movimientos lentos y relajados con que un hombre de mediana edad apoyaba su bicicleta contra la barra diseñada con ese propósito y se quedaba a la espera de los dos niños que lo seguían pedaleando enérgicamente en sendos triciclos. El hombre aguardó a que aparcaran los triciclos junto a su bicicleta, observándolos con una expresión atenta, reveladora entre otras cosas de su consciencia de la importancia pedagógica de que a esa tierna edad se desarrollen el sentido de la independencia y la seguridad, y por ello no se precipitó hacia el más pequeño cuando éste se cayó al tropezar contra un pedal de la bici, sino que esperó a que se levantara solo. Cuando el pequeñuelo, que debía de rondar los tres años, empezó a berrear a todo pulmón, su padre se decidió a decirle: «Ven aquí, Avishai, vamos a ver qué te ha pasado». Y Avishai, vestido tan sólo con unos pantalones cortos, no se movió de su sitio, se golpeó los muslos regordetes y morenos con las manos, y su cara, también bronceada, se contrajo en un puchero bajo su pelo muy rubio. Su padre no fue hacia él, se quedó a la espera junto a la cristalera del comedor.

A Avigail le sorprendió captar la escena con tanta precisión. No oía el llanto del niño, sólo las palabras de su padre, que continuaba mirándolo desde la puerta. La niñita, de brazos gordezuelos y firmes, el rostro lleno de hoyitos medio oculto por una descuidada mata de pelo rubio liso, estaba ahora junto a su padre, también vestida con unos simples pantalones cortos. Avigail miró al niño, que al fin se enjugó las lágrimas con el dorso del puño y se dirigió hacia su padre y su hermana; cuando entraron en el vestíbulo y pasaron de largo junto a ella, oyó que Avishai decía: «Sé hacerlo muy bien, pero esta vez no me ha salido», y que su padre respondía con la misma paciencia didáctica: «Ya sé que sabes hacerlo, pero también tienes que acostumbrarte a la idea de que a veces no te salga bien».

Luego oyó una voz masculina explicando a una chica que acababa de salir de detrás de una columna: «No puedes entrar descalza en el comedor», y vio al otro lado del cristal a tres voluntarios escandinavos, uno de ellos muy quemado por el sol y los otros con ampollas en las manos, les había curado el día anterior; le sonrieron afectuosamente.

Avigail se volvió hacia la cristalera y susurró por el auricular:

– Mira, lo que pienso es que debe venir para la sijá de hoy, y él lo sabe muy bien. No -dijo con un grito ahogado-, eso es imposible, lo sabe tan bien como yo. A mí tampoco me permiten asistir, tendré que verla por el circuito cerrado de televisión. Y no puedo grabarla, cómo quieres que la grabe, que traiga él un vídeo, o que lo traiga Majluf Levy. No lo sé, pero ninguno de nosotros puede asistir. Claro que sí -dijo enfadada-, aquí tiene libertad para hacer lo que quiera, aparentemente, pero la reunión no sería igual si él estuviera presente.

»Qué va, no pienso tirar la toalla -susurró secamente-. No me compadezcas, sencillamente estoy nerviosa, a ti te pasaría lo mismo si estuvieras en mi lugar. Me da la sensación de que la situación va a explotar.

»Nadie me va a hacer daño -dijo suspirando-. Ya lo sé, pero puede que sí hagan daño a alguna otra persona. Dile que quiero recordarle que la sijá se celebra hoy y que tiene que prescindir del resto de sus compromisos para asistir a ella. Ni siquiera ha visto el orden del día, y es digno de verse.

»Por teléfono no. Ahora empieza a llegar la gente, tengo que dejarte, basta con que le digas que venga.

Mirando con atención la pequeña pantalla, Michael Ohayon casi sonrió al ver a Guta sentada junto a Fania, quien, como era de prever, tejía a gran velocidad con las agujas que empuñaba rígidamente. Michael reparó en su boca desdentada de labios fruncidos antes de que la cámara pasara de largo y él desviara la vista hacia Avigail, que estaba a su lado, enroscada en un butacón marrón que desprendía un rancio olor a lana. Vestía vaqueros y una camisa blanca holgada con las mangas abotonadas. Michael tenía una taza de café en las manos y un platito blanco delante, del que se elevaba el humo del cigarrillo que se consumía sin que él lo tocara.