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Avigail guardaba un persistente silencio y la tensión que irradiaba era contagiosa. Mientras esperaban a que diera comienzo la asamblea, Michael volvió a pensar en Yoyo, pálido y sudoroso en la sala refrigerada de Pétaj Tikvá, repitiendo una y otra vez que el documento gris donde en medio de una orla negra se afirmaba que Elhanan (Yoyo) Eshel estaba autorizado a usar paratión «sólo era una coincidencia; no era el único que tenía esa licencia, que además era de años atrás, muchos años…».

El mutismo de Avigail le dificultaba concentrarse. Se preguntaba qué le habría ocurrido desde su último encuentro, anterior al arresto de Yoyo. Majluf Levy la había puesto al tanto de los resultados de todos los interrogatorios, y a Michael le había demostrado el gesto que había hecho Avigail mientras insistía en que «no tenían fundamentos para acusarlo». Pero cuando Michael le preguntó, nada más entrar en su habitación, por qué «no tenían fundamentos», ella se encogió de hombros y dijo: «Da igual», y Michael comprendió que no iba a sacarle una palabra más hasta que ella quisiera. La frase más larga que había oído de sus labios desde su llegada la había pronunciado cuando él aún estaba junto a la puerta (que Avigail se había apresurado a cerrar cuidadosamente con llave) y ella le leía el orden del día de la asamblea impreso en un hoja. Michael la había interrumpido para preguntarle: «¿Cómo estás, Avigail?», y había advertido el efecto que tenía en ella su tono cariñoso.

Avigail se limitó a decir:

– La inquietud y la tensión generales son contagiosas, y para colmo el plazo se te termina el lunes y ya es sábado por la noche.

Él hizo un gesto de complicidad y le dijo:

– Lo estás pasando mal, Avigail.

A ella se le empañaron los ojos y Michael no pudo reprimir un sentimiento de triunfo al ver que había abierto una brecha en los muros de la fortaleza. Deseaba tocarla, mas no podía apartar los ojos de la pantalla donde la sijá estaba a punto de comenzar; le cohibía también la vulnerabilidad de Avigail, hacía años que no se enfrentaba a nada semejante, y la sensación de triunfo por su pequeña victoria se tiñó de remordimientos. Mientras pronunciaba frases de efectividad probada con personas angustiadas, y especialmente cuando esas personas eran solitarias y escondían su angustia, gentes orgullosas resignadas a su soledad, Michael oía la voz de Maya diciéndole: «A veces demuestras una empatía que parece sincera a quien no te conoce, pero a mí me parece una estrategia diseñada para ablandar a tu interlocutor con muestras de sensibilidad. Y después ¿qué le ofreces?». Michael suspiró mirando el libro que reposaba boca abajo a los pies de Avigail, Crónica de una muerte anunciada, y pensó que de hecho Avigail le inspiraba poderosos sentimientos, sentimientos que llevaban largo tiempo dormidos, y era precisamente su sufrimiento lo que lo atraía. Pero aún no podía expresar con palabras lo que sentía.

Le preguntó si tenía alguna novedad que contarle.

– Si la tuviera, ya te la habría contado -le respondió Avigail malhumorada.

– ¿No ha pasado nada? -se oyó insistir.

– No, sólo las cosas que pasan en mi cabeza. Y la presión de tener un plazo límite…

– Avigail – la interrumpió Michael con aplomo-, eso no es responsabilidad tuya, tú te puedes desentender. El único que se ha comprometido a cumplir un plazo soy yo y, además, ¿quién sabe qué puede ocurrir de aquí al lunes? Todo es posible.

– Sólo en las novelas -replicó Avigail.

– Ya son las nueve -dijo Michael consultando su reloj-. ¿Por qué no empiezan?

– Estarán esperando a que llegue más gente -explicó Avigail, respirando hondo-. Se han pasado toda la semana hablando de cómo iban a conseguir que asistieran más de veinte personas a la sijá. En el comedor oí comentar a Moish que, si asistían más de treinta y cinco personas, lo consideraría todo un logro.

– Es un porcentaje muy bajo -reflexionó Michael en voz alta-. He visto en su revista que algunos kibbutzim ofrecen bonificaciones a sus miembros por asistir a las asambleas.

– Yo también lo he leído -dijo Avigail-, y también que en un kibbutz se sugirió la idea de servir un aperitivo para atraer a la gente.

– No los entiendo -comentó Michael atónito-. ¿Acaso tienen otra casa? A fin de cuentas ésta es su casa y la sijá es el lugar donde se decide todo.

– No sé a cuántas asambleas de kibbutz habrás asistido -dijo Avigail-, pero, según tengo entendido, no son agradables.

Michael permaneció callado, mirando la pantalla.

– Y no sólo pueden ser desagradables, sino incluso repugnantes -continuó Avigail, poniendo el énfasis que requería el adjetivo.

– No te lo tomes tan a pecho.

– Espera y lo verás, vas a ver de todo, absolutamente de todo -remachó-. Se ajustan las cuentas, tratan de imponer su dominio, todo lo imaginable.

– Ése es el tipo que fue a verte, ¿verdad? -preguntó Michael cuando la cámara enfocó a Boaz, sentado junto a Tova y a Yoska.

Avigail no respondió.

– ¿Sigue molestándote? ¿Presentándose en tu habitación de madrugada y esas cosas?

Avigail hizo un gesto negativo y dijo:

– Él no, pero otra persona sí.

– ¿Quién? -preguntó Michael con fingida indiferencia, y encendió otro cigarrillo.

– El contable de la fábrica, Ronny.

– Lo conozco -dijo Michael con agresividad-. Ayer me pasé todo el día hablando con él.

– Sobre Yoyo, supongo -dijo Avigail-. ¿Cuándo me vas a contar lo que está pasando?

– Cuando termine esto -repuso Michael señalando la pantalla azulada.

– Me controla las llamadas telefónicas; ¿sabes que los números y todos los detalles quedan registrados?

Michael asintió con la cabeza.

– Quería saber si tengo novio en la ciudad, enterarse de todo.

Michael arrastró hacia sí el platito y apagó el cigarrillo.

– Quieren saberlo todo, no tienen vergüenza. No me invitan a sus habitaciones, aunque sí a los seminarios, claro, y, por otro lado, me preguntan qué problema tengo, como esa Yojeved. «Una chica guapa como tú…», bla, bla, bla. La única persona que me ha invitado a su habitación ha sido Moish, y sólo una vez. Ah, bueno, y también Dave.

– Sólo llevas aquí una semana -le recordó Michael.

Avigail hizo un cálculo mental.

– Sí, es verdad, se me ha hecho mucho más largo, y nos queda tan poco tiempo. Tengo que descubrir algo, a alguien, pero no he avanzado nada; todo va mal y yo no acabo de entenderlo. Me da la sensación de estar viviendo una película de terror, como si fuera a suceder algo espantoso y no supiera de dónde va a venir el golpe.

– ¿No tienes calor? -preguntó Michael asombrándose a sí mismo.

– No -repuso Avigail, y su rostro adoptó una expresión fría y severa para ponerlo en su sitio cuando a Michael se le escapó decirle: «Siempre con mangas largas».

Avigail no dijo nada más. Su silencio resultaba imponente. Era un silencio revelador de su fortaleza. Avigail sabía quedarse tranquilamente callada. No llenó la habitación con el sonido de su voz para disimular la tensión y ponerle las cosas más fáciles. Aquella fortaleza, sumada a su vulnerabilidad, inspiraba mucho respeto. Pero para Michael era un atractivo más.

Michael miró la pantalla y pensó, y no por primera vez, en Balilty, su antiguo compañero de Jerusalén, y en las posibilidades que se le habrían abierto si hubiera contado con él en lugar de con el agente de inteligencia del distrito de Lakish, un personaje poco inspirado que hasta el momento no había aportado nada salvo el contacto con el agente de bolsa.

Dave estaba sentado en la primera fila, no muy lejos de Tova y Boaz. Tenía a Yankele a su lado, y en la fila de atrás Michael vislumbró a Dvorka junto a Zeev HaCohen y Yojeved, y tras ellos a otros ancianos, los semblantes cargados de una tensión y una inquietud tan evidentes que hasta el cámara aficionado no pudo menos de reflejarlas. La cámara dio un brinco y una breve toma bastó para mostrar los labios fruncidos de Dvorka, su pelo estirado hacia atrás y sus ojos fulgurantes. Michael volvió a pensar que le recordaba a alguien, no sabía a quién. Quiso comentárselo a Avigail, pero al mirar hacia ella y verla acurrucada en la butaca con los brazos cruzados sobre el pecho desistió de la idea. Zeev HaCohen cruzó una pierna sobre la otra y empezó a bambolear rítmicamente su sandalia bíblica. La fila de sillas de cara al público estaba ocupada por Moish y los demás miembros de la junta directiva. Moish le susurró algo a Shula y ésta empezó a hablar.