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– Buenas noches a todos -dijo que le complacía mucho que hubiera cuarenta y tres miembros presentes, lo cual era «una mejora significativa, y confiamos en que sólo sea el principio y no una moda pasajera». Después de lanzar una mirada interrogante a Moish, continuó diciendo-: A pesar de todo lo que ha ocurrido, tenemos que seguir viviendo nuestras vidas como si… -trató de dar con las palabras adecuadas y una voz del público gritó: «Como siempre»-. Hoy no contamos con la presencia de Yoyo -dijo Shula abochornada-, así que dejaremos los asuntos financieros para la siguiente reunión -a continuación leyó el orden del día, que incluía un punto relativo a la movilización para recoger melocotones y, una vez pronunciada su alocución, Shula concluyó-: Compañeros, es necesario recoger las ciruelas; ¿queréis que contratemos a gente de fuera? Hemos organizado un campamento de trabajo con los scouts, y yo os insto a que colaboréis, la situación ya es bastante difícil tal como están las cosas.

Michael miró a Moish, que mordisqueaba el extremo de un lápiz y se mordía los labios cada vez que se retiraba el lápiz de la boca para tomar notas en un cuaderno; luego pasó la vista por la fila de ancianos: la cara de Yojeved, reluciente de sudor, el rostro arrugado como una pasa de Matilda, que estrujaba un delicado pañuelito, de esos que Michael no veía desde hacía años. Shula planteó el siguiente punto del orden del día: ¿Iban a conceder a Ilan T. tres días libres a la semana para que los dedicara a pintar?

– Para ser más exactos -dijo consultando la hoja que tenía delante-, dos días a la semana para pintar en la habitación que le hemos cedido junto al antiguo establo, y otro día para ir a Tel Aviv a estudiar.

– Ahora vas a ver lo que es un kibbutz -dijo Avigail-. Ya verás.

En la sala se oyeron murmullos y los ruidos que hacía la gente al removerse en sus asientos.

– La comisión de educación superior le ha denegado el permiso -prosiguió Shula alzando la voz-, y hemos decidido debatir la cuestión en la sijá.

Avigail se acercó al televisor y señaló a un joven de pelo largo, en pantalones cortos y con un cigarrillo entre los dedos, que, sentado en el extremo de la segunda fila, no dejaba de mirar a su alrededor meneando la cabeza.

Cinco personas tomaron la palabra sucesivamente. Matilda fue la última que habló en estos términos:

– No tenemos suficiente mano de obra y no vamos a contratar a nadie, y, además, Ilan ya tuvo tiempo libre el año pasado. ¿Hay que decir algo más? -Guta, sentada cerca de Matilda, asintió vigorosamente con la cabeza.

– Si todo el mundo conviniera en que Ilan es un artista… -dijo a voz en cuello Yojeved.

Y entonces Ilan T., con el rostro encendido, estalló con desatada furia:

– Me dais risa. Ya he hecho exposiciones en la ciudad y el mundo entero me reconoce como artista, todos salvo vosotros. Éste es el único lugar del mundo donde uno tiene que avergonzarse de ser artista -por encima del vocerío que había desencadenado, Ilan gritó-: Éste es el único lugar del Estado de Israel donde ser artista no sólo no es un honor, es una vergüenza, porque no es un trabajo productivo. No tengo por qué pediros permiso para nada.

– Un momento -dijo Zeev HaCohen poniéndose en pie y volviéndose hacia Ilan-. ¡Cálmate, Ilan, por favor! -y, dándose la vuelta para dirigirse a los reunidos, dijo-: Quiero hacer una sugerencia. ¿Por qué no tratamos de ser constructivos y pensar con lógica? -Dvorka hizo un gesto de asentimiento. Ilan T. permaneció callado y se pasó una mano trémula por el largo cabello. La mujer que estaba a su lado le posó una mano en la rodilla.

– Es Ditza, su mujer -explicó Avigail-, es de Haifa. Los dos formaban parte de una unidad Nájal, y, terminado su servicio, se quedaron en el kibbutz; llevan aquí doce años.

– Mi propuesta es -dijo Zeev HaCohen en el silencio que se había hecho- que actuemos como ya lo hicimos en un caso previo: solicitemos que venga una comisión de expertos del Kibbutz Artzi para que examinen la obra de Ilan y nos aconsejen qué pasos debemos dar. Que sean los expertos quienes decidan si merece que se le conceda la categoría especial de artista.

– Sé a qué otro caso te estás refiriendo -le espetó Ilan-, y que vuestra brillante comisión de expertos decidió que el artista necesitaba someterse a un tratamiento psicológico. Dijeron que, a juzgar por su obra, estaba desequilibrado. Y permitidme que os diga -continuó, con las venas del cuello hinchadas- que hoy día es un artista de fama reconocida gracias a que se marchó del kibbutz. Y eso mismo vamos a hacer nosotros, marcharnos. No quiero lanzar amenazas -dijo en un tono más calmado-, pero vamos a irnos, porque no nos ofrecéis otra alternativa; si esos idiotas que no tienen ni idea de arte ni de ninguna otra cosa se presentan aquí y dicen sobre mí lo que hace cuatro años dijeron sobre Yoel, cuya obra se aprecia hoy en todo el mundo, no pienso quedarme.

– Compañeros -dijo Dvorka calmadamente cuando el alboroto llegaba a su punto culminante y comenzaba a aquietarse-, quiero decir algo -se puso en pie-. Ésta no es la única forma posible de evitar las injusticias, de garantizar la igualdad por la que luchamos, la síntesis entre las necesidades privadas y las necesidades comunes. Vamos a tratar de pensar si no hay un medio mejor de sostener una sociedad como la nuestra -la cámara mostró la expresión de pasmo de Guta. Fania seguía tejiendo como si no hubiera pasado nada-. Necesitamos artistas -dijo Dvorka con aplomo y tranquilidad-, aquí necesitamos artistas y necesitamos del arte. No debemos ser rígidos. No hay motivos para que pongamos obstáculos en el camino de un compañero de talento. Nuestra situación económica es buena y no es necesario denegar una petición de este tipo por ahorrar dinero. Y tal vez -continuó, posando la vista en el grupo de jóvenes sentados detrás de Tova-, tal vez, en lugar de pensar en que los niños duerman con sus padres y en asignar nuestros recursos a proyectos acordes con el espíritu de los tiempos, deberíamos modificar nuestra actitud hacia el individuo.

– ¿Qué propones entonces, Dvorka? -preguntó Shula con gesto de desconcierto.

– Propongo que nos replanteemos la cuestión con un espíritu diferente -dijo Dvorka con calma. Matilda pegó un brinco y Zeev HaCohen la tranquilizó poniéndole la mano en el brazo.

Los miembros del kibbutz votaron a favor de posponer la votación y Shula se disponía a plantear el siguiente punto del orden del día cuando Ilan T., la vista fija en Matilda, que no había dejado de mascullar, dijo abruptamente:

– Osnat era la única persona que demostraba respeto por los artistas, que apreciaba el arte, que sabía de qué iba el tema.

– Todos estamos muy apenados por su pérdida -intervino Zeev HaCohen-, pero entre nosotros hay muchas personas que respetan a los artistas y, además, debemos intentar mantener un espíritu fraternal en la sijá. Hay otros asuntos que tratar. No digas nada de lo que luego puedas arrepentirte, Ilan; estás en tu casa.

La pantalla azulada no mostró la réplica verbal de Ilan, pero sí se le vio levantarse y encaminarse hacia la puerta seguido por su mujer mientras todos fingían que no había pasado nada y se apresuraban a votar sobre la petición de ingreso presentada por la familia Yaffe, que llevaba año y medio en el kibbutz en calidad de candidata. La opinión general era que la familia se había adaptado con éxito al kibbutz, y así quedó reflejado en una clara mayoría a su favor cuando Shula anunció que sólo había diez votos en contra y dos abstenciones.