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El médico callaba.

– ¿No nos haría falta una ambulancia?

El médico seguía sin responder.

– ¿Cómo es que el kibbutz no tiene una ambulancia? -le preguntó entonces a Moish.

– Sí que tenemos una ambulancia -explicó Moish-, pero está averiada. Me lo han comunicado hoy mismo, y para cuando consigamos dar con un mecánico… Esta misma tarde me dijeron que no arrancaba, y me olvidé de pedirle a Chilik que le echara un vistazo porque esta semana no está previsto ningún parto… -lanzó un gemido y repitió con voz ahogada-: Me olvidé de decírselo a Chilik.

– No tiene importancia, tampoco así habríamos llegado a tiempo -intervino el médico-. Si llamásemos a una ambulancia, para cuando llegáramos a Asquelón… -dejó la frase inacabada y desvió su atención hacia el sonido de rápidas pisadas y resuellos procedente del fondo del camino-. ¿Rickie? -preguntó, y cuando una joven emergió jadeante de la oscuridad, le dijo-: Deprisa, en primer lugar vamos a ponerle una inyección.

Rickie clavó una enorme aguja en el brazo de Srulke mientras el médico le introducía un tubo por la garganta. Aarón volvió la cabeza.

– Ahora el respirador, rápido -dijo el médico.

Rickie le tendió el aparato; trabajaban muy concentrados y, de tanto en tanto, el médico mascullaba que los músculos estaban muy contraídos. Pasado un largo rato sin que Srulke diera señales de vida, el médico alzó los ojos, miró a Moish y meneó la cabeza.

Con las piernas temblorosas, Moish se sentó en el murete que rodeaba el macizo de flores y acarició el semblante arrugado de su padre.

– ¿Quieres que lo traslademos al hospital?

Mirando al médico, Moish preguntó aturdido:

– ¿Para qué? ¿Serviría de algo?

– No -respondió el médico con voz queda, después de carraspear-. Pero si no le hacen la autopsia no sabremos qué ha sucedido.

– No -dijo Moish con firmeza-. ¿Para qué? ¿Qué íbamos a ganar con eso? -tras un breve silencio, añadió-: ¿Qué ha sido? ¿El corazón?

– Eso parece -dijo el médico asintiendo con la cabeza-, un paro cardiaco.

– Desde el punto de vista legal, ¿es posible no trasladarlo a ningún sitio? -preguntó Aarón.

– Sí, desde luego, puedo firmar… -el médico miró a Moish antes de proseguir-: puedo firmar un certificado de defunción… a su edad.

Entre Aarón y el médico trasladaron el cuerpo de Srulke a su habitación y lo tendieron sobre la cama de matrimonio. El médico le cerró los ojos y lo tapó con una sábana almidonada que estaba cuidadosamente doblada a los pies de la cama.

2

El entierro de Srulke se celebró la tarde del día siguiente, durante la fiesta.

– No hay alternativa -explicó Zeev HaCohen a Yojeved, que había protestado en nombre de los ancianos padres de Ruti.

Aquella pareja se había instalado años atrás en el kibbutz, donde seguía observando todas las prácticas de la tradición judía, incluida la de tomar alimentos kosher. Y ahora se había quejado de la transgresión que suponía celebrar un entierro en una festividad religiosa.

– No estamos preparados para conservar el cuerpo -susurró Zeev HaCohen, y echó una ansiosa ojeada a Moish para comprobar que no le había oído. Posó la mano en el hombro de Yojeved-. Tendremos que explicarles que lo hacemos sin mala intención. Diles que me pasaré a verlos esta tarde. Yo me encargo de hablar con ellos -concluyó con el tono autoritario y tranquilizador que reservaba para las situaciones de crisis.

Aarón permaneció en el kibbutz hasta después del entierro. Aunque no quería reconocerlo ante sí mismo, albergaba esperanzas con respecto a Osnat. Tampoco quiso establecer ninguna relación entre la muerte y el deseo, pero lo cierto era que el entierro, el gesto flemático de Havaleh y la seriedad de Amit, el sonido de la tos de Moish después de vomitar en plena noche, el abatido silencio de Dvorka, con los ojos enrojecidos después de haber pasado la mañana velando a Srulke, todo eso lo había sumido en un torbellino de emociones y ansiedad que trataba en vano de aquietar. No comprendía sus propios sentimientos. La muerte de Srulke debería haberle producido alivio. Siempre lo había visto como un testigo de sus pasadas humillaciones.

De pequeño se sentía acobardado ante aquel hombre que trabajaba tanto y con tan buenos resultados, cubriendo el kibbutz con alfombras de césped salpicadas de docenas de variedades de flores y dotándole, hasta el día de hoy, de un aire irreal de jardín del Edén en medio de un yermo amarillo y marrón. En la exposición fotográfica que habían colgado en el vestíbulo del comedor con ocasión del jubileo, unas cuantas fotografías antiguas en blanco y negro mostraban un erial donde sólo crecía algún que otro taray. Junto a ellas, una gran fotografía en color del jardín que daba acceso al comedor tenía el siguiente rótulo: «Entonces… y ahora». Bajo las fotografías del invernadero de Srulke, nacido como entretenimiento experimental en una pequeña construcción levantada junto al cobertizo de las herramientas y convertido con los años en auténtica empresa profesional y lugar de peregrinación para los kibbutzim de la zona, el rótulo citaba las palabras de Herzclass="underline" «Si lo deseas no es un sueño».

Srulke había sido un hombre taciturno que nunca se tomaba la molestia de hacer más agradable la vida a quienes lo rodeaban, aunque sólo fuera con una sonrisa o una palabra. Pero tampoco pretendía molestar a nadie. Parecía totalmente ajeno a la influencia que pudiera ejercer en su entorno. Cuando regresaba a casa después de un día de trabajo, solía preguntar a los niños cómo habían empleado la jornada, poniendo más hincapié en el trabajo que en los estudios, y después de darse una ducha y vestirse con una camiseta gris claro y unos pantalones azul marino, se encaminaba al jardín, donde, inclinado sobre las flores, acariciaba los pétalos de las grandes rosas, examinaba las hileras de tiestos de fucsias de multitud de variedades, cuyas ramas se doblaban bajo el peso de auténticas cascadas de flores encarnadas, rosas y purpúreas; y sólo entonces, después de haber aspirado el aroma de los jazmines amarillos, tomaba asiento y desplegaba su Al Hamishmar [5]. Y cuando comenzaba a caer la noche, Srulke suspiraba, doblaba cuidadosamente el periódico, echaba un vistazo en torno y luego se levantaba para poner en marcha el aspersor, mover la manguera o, sencillamente, tocar una hoja.

Al irse haciendo mayor, a Aarón cada vez le sorprendía más ver que Moish no demostraba el menor temor hacia su padre. Y, con el paso de los años, también fue comprendiendo que Moish amaba tiernamente a su padre, que aquel hombre cuya industriosa presencia a menudo bastaba para paralizarlo de miedo no asustaba a su hijo. Lo cierto era, pensaba Aarón, que siempre había esperado de Srulke una palabra cariñosa, alguna demostración de afecto y de que apreciaba su valía, pero cuando era niño apenas si había habido relación alguna entre ellos. Srulke casi nunca se dirigía a él directamente y Aarón no recordaba una sola ocasión en que hubieran estado a solas.

Ahora se le ocurría por primera vez que Srulke había sido un hombre muy tímido, y que si rara vez le dirigía la palabra era porque no encontraba nada que decirle que no pareciera forzado. Sin duda había comprendido intuitivamente que cualquier intento de acercamiento a Aarón resultaría hipócrita, falso. Pensó con tristeza que a Srulke le habían sido más fáciles las cosas con Osnat. Con ella tampoco hablaba, pero sí le dedicaba mudas sonrisas de afecto. Era como si aún estuviera viendo el gesto de intensa concentración con que Srulke escuchaba a Osnat mientras ella le contaba a Miriam lo que había hecho durante el día, sentados todos en el césped, frente a la habitación, en las largas tardes veraniegas.

Aarón se sumó al cortejo fúnebre sin sentir alivio ni dolor, tan sólo la obligación de estar junto a Moish. No podía menos de preguntarse por qué su visita al kibbutz había coincidido precisamente con la muerte de Srulke. Durante su anterior visita, ocho años atrás, se había celebrado el entierro de Miriam, la madre de Moish, que había fallecido tras muchos padecimientos. Fue entonces cuando Aarón se acostó con Osnat por primera y última vez, la noche de después del entierro, en la habitación donde lo alojaron después de que se le averiase el coche. Osnat lo acompañó a la habitación, situada al fondo de la sección de casas prefabricadas, llevando ropa de cama limpia. Era invierno y el informe meteorológico había advertido del peligro de heladas. Aarón recordaba muy bien los comentarios sobre la cosecha de aguacates. De camino al cementerio, la gente hablaba de eso en susurros. Osnat había sacado una estufita eléctrica del armario y la había encendido.

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[5] Periódico del partido de izquierdas MAPAM, al que está afiliado el Movimiento Kibbutz Artzi.