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Dvorka se agachó para sacar de debajo de su silla un libro de tapas oscuras y dijo:

– Compañeros, compañeros, concededme un momento -poco a poco se hizo el silencio y todos volvieron a sentarse salvo Dvorka, que permaneció en pie con el libro en las manos-. En momentos difíciles como éste, debemos prestar oído a lo que puedan decirnos los pioneros de los viejos tiempos, aquellos comuneros que compartieron con los demás sus pensamientos más íntimos para que pudiéramos extraer de ellos algún consuelo en situaciones como ésta. Me gustaría leeros un pasaje de Kehilatenu. Son palabras de David Kahana, que figura aquí con el nombre de David K. Como veis, no se sentían en la necesidad de inmortalizar sus nombres, e incluso hoy día, los compañeros que colaboran en nuestra revista no firman con el nombre completo sino sólo con su nombre y la inicial de su apellido, porque lo importante es lo que se dice y no quién lo dice. Nosotros tenemos la suerte de vivir el ideal más elevado al que puede aspirar el hombre: la felicidad individual lograda mediante la integridad del colectivo, como dice David Kahana -Dvorka se sacó del bolsillo de su negro pantalón unas gafas de leer, inclinó la cabeza y dio comienzo a la lectura:

Yo os digo, hermanos, que aun cuando supiera que al final nos íbamos a hundir en el cenagal de la vida, no abandonaría mi puesto; tal vez me detendría un instante a buscar compañeros de fatigas y de audacias, pero no renunciaría a la visión. A veces regreso a casa después del duro trabajo abatido y desesperanzado, y me da la impresión de que a mi alrededor todo se ha sumido en terrible confusión. Entonces, inconscientemente, comienzo a revisar todos los días de mi vida, desde el infierno vienés, pasando por las reuniones y los acontecimientos externos y por las luchas internas a bordo del barco, hasta el «crisol purificador» de Galilea y el kibbutz, y el recuerdo de las derrotas y fracasos me quema la carne como una llama y oscurece mis ojos con pensamientos sobre mi caída en la Tierra… Mas ¿puedo rendirme? No, hermanos, no abandonaré mi puesto, porque no establezco distinciones entre los días de lucha y de vacilación y los de consecución de la visión. La búsqueda eterna y la incesante lucha son nuestro destino. Nos acompañarán todos los días de nuestra vida, mientras caemos y nos levantamos una y otra vez, de tarea en tarea, de sacrificio en sacrificio; y cuanto más crezca nuestra empresa, más dura se volverá la lucha interna, y cuanto más nos apriete la mano del destino, más corrosiva se volverá la duda entre nosotros.

Dvorka cerró el libro, lo dejó en la silla y se quitó lentamente las gafas.

– No lo puedo creer -dijo Michael. Respiraba con dificultad y sudaba-. Esa mujer… al fin está revelando su verdadera personalidad -se levantó para ir a la pila, donde echó un trago del grifo.

– ¿Es que ha perdido la cabeza? -preguntó Avigail sin dirigirse a él-. ¿A cuento de qué venía todo eso?

Michael volvió a sentarse y se quedó mirando la pantalla de hito en hito. La cámara enfocó a Dvorka.

– No lo entiendes -dijo con voz ronca-, Dvorka no se pasea por ahí con Kehilatenu en el bolsillo; seguro que lo tenía preparado. Ahora que lo pienso, estoy convencido de que todo ha sido una puesta en escena, ella ya sabía lo que iba a pasar esta noche.

– Esos ojos suyos dan miedo -comentó Avigail-, no me gusta.

Michael trató de aquietar su respiración. Encendió un cigarrillo y se levantó sin apartar la vista de la pantalla. Había caído presa de la ansiedad, del pánico casi. En aquel momento veía a Dvorka con otros ojos. El rostro le ardía y tenía la sensación de estar presenciando algo tremendamente amenazador.

– Os he leído este pasaje fundamentalmente por la última frase -decía ahora Dvorka, poniendo énfasis en cada palabra-, y también para demostraros que en otros tiempos a la gente no le daba miedo expresar sus sentimientos y que dentro de la familia, de la gran familia del kibbutz, era legítimo hablar con toda franqueza. Debemos someternos a un examen permanente para averiguar si el mundo que hemos construido es el correcto y, en tal caso, para conservarlo.

Dave la miraba con los ojos abiertos de par en par y meneaba la cabeza como quien escucha impartir sabiduría a un maestro o como quien contempla a un extraño espécimen.

El dramatismo y la pasión dieron paso a un tono prosaico cuando Dvorka siguió diciendo:

– Por lo que respecta a la cuestión de que los niños duerman con sus padres, he de decir que no veo ninguna desventaja en la actual disposición de las cosas. Pensad por un momento en vuestra propia generación, ¿tenéis algún problema especial? ¿Y qué me decís de los recuerdos y experiencias compartidos? ¿Y de la implicación de todos los miembros del kibbutz en la educación de cada uno de los niños? Tan implicados estábamos que todos nos enterábamos cuando os salía el primer diente, o cuando dabais vuestros primeros pasos. Vosotros sois la prueba viviente del éxito del experimento que llevamos a cabo con tanta fe y tanta dedicación.

Matilda, con la malévola sonrisa que Michael había llegado a reconocer, dijo:

– Está por ver hasta qué punto tenéis éxito, pero de momento podéis disfrutar del cumplido.

– ¿Y qué hay de la residencia de ancianos? -inquirió Guta-. Eso es lo que yo quiero saber.

– Es imposible debatir los dos temas al mismo tiempo -sentenció Dvorka.

– Osnat pensaba que era posible -terció Moish-. No sólo posible, necesario.

Dvorka apretó los labios en una fina línea y luego los separó para decir, haciendo un esfuerzo evidente por dominarse:

– Y tú sabes que yo no estaba de acuerdo con ella.

– Siempre habrá desacuerdos -intervino Zeev HaCohen, conciliador-, y no hay necesidad de precipitarse. Por mi parte, no tengo objeciones que hacer a una instalación comunitaria para la generación mayor, siempre y cuando no se nos retire el derecho a votar y a participar en la vida del kibbutz, y por lo que se refiere a que los niños duerman con sus padres, creo que deberíamos enfocarlo con amplitud de miras.

– En cualquier caso -lo interrumpió Dvorka con insólita impaciencia-, está claro que estos planes son absolutamente inaceptables en opinión de la mayoría, porque desvirtúan el concepto de base del kibbutz -tras respirar hondo, añadió con voz cargada de desprecio-: Y no mencionéis a otros kibbutzim como ejemplo. La idea de progresar con los tiempos y seguir modas desastrosas no tiene que guiar nuestros pasos. En el Movimiento Unido de Kibbutzim ya están hablando de pagar un salario a los miembros a cambio de su trabajo. A la vista de tales propuestas yo puedo parecer anacrónica, pero tengo el profundo convencimiento de que no encontraremos el sentido de nuestras vidas en las recompensas materiales sino en la realización interior.

– Hace un momento has dicho que el dinamismo y el cambio son necesarios -le recordó Zeev HaCohen.

– ¿Qué tiene de malo la manera en que hemos educado a nuestros hijos? -replicó Dvorka a voz en grito.

A Moish le temblaban las manos cuando se levantó y miró a Dvorka y a la fila de ancianos con una mirada diferente, dura y despiadada.

– Voy a deciros claramente lo que tenía de malo. Se cometieron muchos errores. Y el primero fue que nunca hablábamos del tema. Vosotros no lo permitíais, no queríais oírlo. Recuerdo muy bien que Srulke solía devolverme a la casa infantil cuando por las noches me escapaba a su habitación. El cambio principal que he vivido después de que Osnat muriera como ha muerto ha sido darme cuenta de que tengo que hablar. Voy a decir lo que pienso y vosotros me vais a escuchar. Vamos a tener una sesión del estilo de las de Kehilatenu. La lectura de esa recopilación de monólogos en que dejaban su alma al desnudo me ha dado que pensar, fundamentalmente que las cosas han cambiado mucho y que la sijá se ha convertido en un sello de aprobación para conceder o rechazar peticiones y para dar soluciones a los problemas organizativos. ¿Qué sabéis de nosotros? Puede que sepáis cuándo comenzamos a andar o a hablar y cuándo nos salió el primer diente, pero de nuestra vida interior no sabéis nada de nada. Nunca hemos tenido la oportunidad de expresarnos, sólo de manera solapada en los chistes y piezas cómicas que componíamos para las celebraciones y los bar mitzvás. No voy a decir que nuestra educación no tuviera nada de positivo, pero también hay que hablar de la tristeza, de las noches en que nos despertábamos y no encontrábamos a nuestra madre o a nuestro padre sino a un sustituto, como aquel tipo de un grupo Nájal que le ponía a Noga talco en la vagina cuando le dolía. Y en el kibbutz se consideró una anécdota divertidísima.