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– ¡Sobre mi cadáver! -se oyó decir a Guta en voz alta y clara.

Después estalló un alboroto y la pantalla se quedó en blanco.

19

– Está conforme -dijo Guta, empujando a Yankele hacia la habitación-. Pero no se olvide de lo que hemos hablado.

Michael hizo un gesto de asentimiento.

– Ni se le ocurra pensar en Fania. A ella no la meta en esto -dijo severamente Guta; luego lo miró, se ablandó y añadió-: Es que Fania tiene que cuidarse, Yankele ya se encuentra mal de todas formas.

Hablaba delante de él como si no estuviera presente, pensó Michael, tal como hablan los adultos de los niños pequeños. La miró expectante. Guta se pasó la mano por el pelo y le sostuvo la mirada obstinadamente.

– Quiero hablar a solas con él -dijo Michael.

– ¿Es que tiene secretos? -preguntó Guta, embutiendo los puños en los bolsillos de su bata-. No voy a dejarlo a solas con la policía -dijo con resolución.

– Guta -le rogó Michael-, yo no soy la policía. Yo soy yo. Ya hemos hablado de esto. Si quiere que la verdad salga a la luz, tiene que ayudarme.

– No me voy a ir -replicó Guta sosegadamente-. Y no me puede obligar. Y ya puede ir dejando de mirarme con sus bonitos ojos. Yankele está bajo mi responsabilidad. No lo voy a dejar solo.

Michael suspiró.

– Si le pido que se vaya es por su propio bien más que por Yankele -dijo al fin.

– Por mí no se preocupe -dijo Guta, desviando la vista-. Estoy preparada para oír cualquier cosa. No me va a pasar nada.

Yankele se sentó en el borde de la desvencijada cama. Aún no había pronunciado una palabra. Se quedó mirándose las sandalias y de pronto comenzó a temblar.

– Yo no le he hecho nada -dijo-. No he hecho nada.

– Pero estabas allí por la noche, y viste a Aarón Meroz cuando llegó y cuando se fue.

– Estaba cuidándola. Tenía que cuidarla -dijo Yankele. Hablaba con dificultad, como si tuviera piedras en la boca. Un violento temblor sacudía su enjuto cuerpo. En pie junto a la puerta cerrada, Guta encendió un cigarrillo.

– ¿Por qué los tratas con tantos miramientos? -le había reconvenido Nahari hacía poco-. ¿A qué viene mimarlos así? Nos sobran pruebas para detenerlos a todos, y no hay más que hablar. ¿A qué estás jugando? Arréstalos y les sacarás lo que quieras. Después de una noche encerrados responderán a todas tus preguntas.

– Si no colaboran durante las próximas veinticuatro horas, los arrestaré -había replicado Michael-, pero la experiencia me ha demostrado que con las personas que no tienen nada que perder es mejor emplear mis métodos.

– ¿Nada que perder? -había refunfuñado Nahari-. ¿Qué pretendes decir con eso? ¿Cómo sabes que no tienen nada que perder?

– Sé cómo son. Las dos hermanas. He conocido a personas como ellas.

– ¿Qué significa «como ellas»? -había insistido Nahari-, como ellas ¿en qué sentido?

– Como ellas -Michael se había negado a explicárselo.

Ahora, mirando a Yankele, que parecía aterrorizado y encerrado en sí mismo, Michael se preguntaba quién de los dos tendría razón. Guta seguía inmóvil junto a la puerta. Ni siquiera su respiración era audible. Por el rabillo del ojo, Michael vio que un cigarrillo le colgaba de la boca.

– No me interesa hablar de lo que hacías de noche -dijo Michael-. Sólo quería que hablásemos de tu turno de cocina.

Yankele lo miró sorprendido. Sin más, dejó de temblar. Bajo sus largas y oscuras pestañas se veía una mirada atemorizada.

– ¿Qué turno de cocina? -preguntó a trompicones-. Ya no estoy de turno de cocina, fue en las fiestas cuando me tocó la última vez.

– De eso precisamente quiero que hablemos. Dave me ha contado que estuviste junto a la puerta de atrás durante la cena y el espectáculo.

Yankele se estremeció.

– ¿Eso le ha contado Dave? -musitó-. Me prometió que no le contaría nada sin pedirme permiso.

– Es lo único que me ha dicho -lo tranquilizó Michael-. No me ha contado nada más.

Guta aplastó la colilla en un tiesto resquebrajado que había en un rincón y encendió otro. Michael no apartaba la mirada de Yankele.

– Eres el único que puede decirme quién salió por la puerta de atrás a mitad de la fiesta -dijo-. Eres el único.

Yankele guardó silencio durante todo un minuto. Michael contenía el aliento.

– Ella se marchó -dijo al fin-. Por la puerta de atrás, sigilosamente. Muy deprisa. Nadie la vio marcharse.

Ahora la respiración de Guta era claramente audible. No dijo nada.

– ¿Y tú qué hiciste? -inquirió Michael. Puso la mano en el brazo de Yankele, que estaba húmedo de sudor-. Cuéntamelo con todo detalle -dijo en el tono que usaba con Yuval cuando era pequeño, ese tono con el que pretendía transmitir una promesa de absoluta protección, la capacidad de comprenderlo y soportarlo todo.

– La seguí un trecho, luego ella se dio la vuelta y yo eché acorrer hacia el comedor -repuso Yankele. Bajó la vista-. Me pareció que… que… estaba triste o algo así.

– Y querías cuidarla -dijo Michael.

– No quería que le pasase nada -dijo Yankele-. Quería… yo qué sé -tartamudeó, y elevó la mirada hacia Guta. Ésta no se movió. Con los ojos ardiendo, se apoyó en el dintel de la puerta, la espalda contra la pared. Su tez estaba pálida.

– ¿Sólo un trecho? -preguntó Michael-. ¿No la seguiste todo el camino?

Yankele negó con la cabeza.

Guta despegó los labios, y Michael, atento a todos sus movimientos, le dirigió una mirada admonitoria.

– Entonces, ¿por qué dijiste no sé qué de un frasco? -preguntó súbitamente, en un tono distinto-. Si no la seguiste todo el camino, no pudiste verla junto a Srulke.

Yankele empezó a tartamudear. Todo su cuerpo temblaba.

– Lo sé todo sobre Dvorka -dijo-. Todo.

Guta profirió un gemido y empezó a toser.

– ¡Se refería a Dvorka! -musitó-. ¿Lleva todo el tiempo refiriéndose a Dvorka?

Yankele sepultó el rostro entre las manos.

– Ya te puedes marchar -le dijo Michael suavemente.

Nadie se movió. Al cabo, Guta se acercó a la cama y tomó asiento. Tras un momento de espera, Michael salió de la habitación, cerrando delicadamente la puerta tras de sí.

Sólo tuvo que llamar una vez a la puerta para que una voz respondiera desde dentro: «Adelante».

No le sorprendía verlo allí, pero se quedó mirándolo con aire inquisitivo sin invitarlo a pasar.

– Quiero hablar con usted -dijo Michael, y entró en la habitación.

Ella apagó el televisor y señaló una butaca. Hacía calor, el aire acondicionado no estaba puesto. Dvorka se arregló los pantalones y apoyó una mano sobre su rodilla. Lo miraba con una expectación aparentemente sosegada, pero el silencio que se hizo en la habitación estaba cargado de electricidad. Pasaron unos segundos antes de que Michael dijera:

– No me había dicho que salió del comedor durante la celebración del jubileo; no me dijo nada de que había visto a Srulke.

– Si no le dije nada -replicó Dvorka tranquilamente-, tal vez fue porque no podía contarle lo que no había pasado.

Michael escudriñó su rostro. Mantenía una expresión pétrea.

– Pero sí se marchó del comedor -dijo al cabo.

– Me marché del comedor -reconoció Dvorka-. ¿Y qué deduce de eso? ¿Por qué cree que fui a ver a Srulke?

– No lo creo -afirmó Michael-. Lo sé.

Dvorka lo miró sin miedo.

– Sólo puedo decir que está equivocado -dijo al fin.