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– Entonces, ¿por qué no está dispuesta a que le hagamos una prueba con el detector de mentiras? -preguntó él rápidamente-. Quien no tiene nada que ocultar no se opone a esa prueba.

– No estoy acostumbrada a someter mis afirmaciones a pruebas tan simplistas -dijo Dvorka orgullosamente-. Nadie ha dudado nunca de mi palabra. Tengo setenta y dos años, jovencito, no debería olvidarlo.

– Quería preguntarle otra cosa -dijo Michael de pronto-, que no tiene ninguna relación con esto -vio que el interés alumbraba su mirada-. Me gustaría saber por qué tenía preparado ese pasaje de Kehilatenu para la asamblea del kibbutz, para la sijá de anoche.

En los segundos que tardó en recobrarse, Michael vio el destello de sorpresa y la oleada de inquietud que cruzó por sus ojos antes de que volviera a caer un velo sobre ellos.

– No comprendo su pregunta -dijo después.

– Nadie se pasea llevando encima ese libro como si fuera la Biblia -dijo Michael-. Puede que nadie más se haya fijado, pero yo me di cuenta de que lo tenía todo preparado.

– Joven -dijo Dvorka-, no sé de dónde habrá sacado la información sobre la sijá de anoche, aunque supongo que empleará todo tipo de métodos tortuosos… -había adoptado un gesto de repugnancia.

– Ésa no es la cuestión -dijo Michael-, no es la cuestión en absoluto; no cambie de tema.

– Es usted un impertinente. Yo no me dedico a jueguecitos como cambiar de tema -dijo Dvorka-. De camino a la sijá, me pasé por la biblioteca a sacar ese libro. Suelo leérselo a mis alumnos, para que lo sepa -le dirigió una mirada crítica-. Ni siquiera sé por qué me molesto en responderle, tal vez porque no es mi costumbre tratar a los demás con descortesía. Quizá la tensión de estos últimos días puede disculparle de su impertinencia. No todo el mundo sabe dominarse. A lo mejor hasta me da lástima -dijo sin emoción alguna.

– Es una pena que Osnat no le diera lástima -dijo Michael.

Ahora se quedó pasmada.

– ¿Ha perdido el juicio? -inquirió-. Pero ¿de qué me está hablando?

– Del envenenamiento -repuso Michael secamente. Hubo de recordarse que sólo él notaba cómo le galopaba el corazón, que nadie más podía advertir su aceleración.

– Por lo visto usted no comprende nada -dijo Dvorka como si estuviera echando una regañina a un alumno-. No parece darse cuenta de que fui yo quien educó a Osnat, que yo… -su voz se apagó.

– Sí, sí, me doy perfecta cuenta de cuál es su posición en el kibbutz -dijo Michael-. Usted se cree por encima de toda sospecha, contaba con eso.

– Jovencito -dijo Dvorka, con los ojos desorbitados pero sin alzar la voz-, está usted insinuando algo tan inverosímil que escapa a mi capacidad de comprensión, y las estupideces que estoy dispuesta a tolerar tienen un límite. Esta conversación es absurda, ridícula. Está usted comportándose con una irresponsabilidad pasmosa. Otras consideraciones aparte, piense en nuestra diferencia de edad, ¿cómo se atreve? -alzó la voz por primera vez-. Váyase ahora mismo, por favor -dijo tras aquietar su respiración-, ¡ahora mismo! ¡No tengo nada más que decirle! -señaló la puerta sin apartar de él los ojos.

Michael tenía la impresión de que de nada valdría amenazarla ni tratar de conmoverla de algún otro modo. Oía como en un eco la voz de Simjá Malul. «No vi a nadie», había repetido lastimosamente. «Si hubiera visto a alguien se lo diría.” Lo había jurado por sus hijos llevándose la mano al corazón. No había visto a nadie ni en el camino de ida ni en el de vuelta. «Me echaría a llorar», le había contestado cuando él le pidió que lo simulase. «Siempre lloro cuando digo una mentira, y, si no, me río. No puede pedírmelo. ¿Por qué quiere que diga que la vi saliendo de la enfermería si en realidad no vi nada?»

Mientras hablaba en frases entrecortadas, Simjá Malul, el pelo cubierto por un pañuelo blanco, frotaba y restregaba un plato reluciente en la pila de la cocina de la enfermería. Al final le había dicho: «Usted es uno de los nuestros… ¿Cómo puede pedirme que cuente una mentira así sobre una mujer como ella?». Michael la había mirado implorante. Y por fin ella había dejado el cuenco verde de plástico que tenía en las manos y se había sentado a la mesita de la cocina. «Mire», le había dicho en árabe marroquí, «si pudiera le ayudaría, pero de ahí a contar una mentira». Y luego, retomando el hebreo: «Es una señora, no puedo decir una cosa así de ella. Aquí le tienen mucho respeto. Nunca me ha hecho ningún daño y yo no sé mentir, ni siquiera a mi marido».

Ahora Michael contemplaba el brazo extendido de Dvorka. Señalaba la puerta sin el menor temblor. Michael se levantó y salió de la habitación.

20

– ¿Todavía estás aquí? -le preguntó a Michael una sorprendida telefonista cuando él se dirigía a su despacho-. Una mujer ha preguntado por ti y yo creía que ya te habías ido.

– ¿Y…?

– No ha dejado ningún recado. ¿Vas a estar por aquí? Por si alguien más quiere hablar contigo…

– Tengo que hacer unas cuantas llamadas -respondió Michael, despidiéndose con la mano mientras se apresuraba pasillo adelante.

Ni siquiera oyó el último comentario de la telefonista. Al abrir la puerta de su despacho, observó los papeles acumulados en su mesa y colocó sobre ellos el archivador; luego miró por la ventana, que daba a un patio desnudo de vegetación, y sintió nostalgia de la hiedra polvorienta que enmarcaba su ventana en las dependencias policiales del barrio ruso. Pensó en que aquí cada vez se esforzaba menos en cultivar su relación con las telefonistas y las secretarias. Lo que solía resultarle tan fácil, como una parte más de su trabajo, se había vuelto una tarea insípida, mecánica. Recordó a Gila, la secretaria de Ariyeh Levy, su jefe de Jerusalén, y echó un vistazo a su reloj. Vio mentalmente las largas uñas de Gila moviéndose sobre el teclado del ordenador que había sustituido recientemente a su máquina de escribir. A ella también la echaba de menos.

«Es por esta sensación de transitoriedad», se dijo, «que tú mismo has creado para no tomar apego a nada de lo que hay aquí. ¿Qué tienes en contra de este sitio?», se preguntó, y la respuesta, que no llegó a formular, estaba relacionada con la autoestima herida. En su nuevo trabajo ponían constantemente en entredicho su capacidad y, para colmo, ni siquiera le reconocían sus méritos, al contrario de Ariyeh Levy, que sí solía hacerlo aunque fuera a regañadientes.

Tomó asiento en el mullido sillón de detrás de la mesa de un despacho al menos el doble de grande que el que tenía en el barrio ruso y pasó las páginas del archivador. Después de leer y releer las transcripciones de los interrogatorios de Yoyo, marcó el número de la telefonista, quien, tras escuchar su petición, le dijo: «Ahora mismo». Durante los diez minutos transcurridos antes de que sonara el teléfono, Michael se fumó dos cigarrillos y limpió compulsivamente el polvo de su mesa con el dedo. Trató de examinar el rimero de documentos, pero no se concentraba. Las palabras no llegaban a componer frases. No se dio cuenta de lo tenso que estaba hasta que oyó a Aarón Meroz por el auricular.

Con voz lejana, indistinta, Meroz le dijo que se sentía mejor y Michael notó su tristeza por la reserva con que le dijo: «Tengo que pasar ingresado una semana más y luego ya veremos».

– Estoy hablando desde el control de enfermeras -dijo vacilante en respuesta a una pregunta de Michael. Al fondo se oían voces y murmullos-. Si no puede usted venir aquí…

– Dígales que le pasen la llamada a la sala de médicos -dijo Michael persuasivamente, y las voces de fondo se amortiguaron cuando Meroz tapó el auricular con la mano.

– La van a pasar -le comunicó finalmente Meroz.

Michael esperó al aparato tres minutos. Iba contando los segundos, la vista fija en el reloj. Mientras esperaba anotó sus preguntas con pulso inseguro en el dorso de un sobre.