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– ¿Cómo se ha enterado? -preguntó el parlamentario desde la sala de médicos.

Sin dar importancia a la respiración agitada de su interlocutor y reprimiendo la cólera, Michael dijo:

– ¿Por qué no me lo había dicho antes en alguna de nuestras numerosas conversaciones?

– Porque le había prometido que no la abriría hasta una fecha concreta, dentro de un par de semanas, más o menos. Está en mi caja fuerte, en el banco. Yo no la he abierto, no tengo ni idea de qué trata, se lo juro.

– ¿Y qué más daba que se lo hubiera prometido? -le increpó Michael-. ¡Está muerta!

– A veces nos tomamos así las cosas -respondió Aarón Meroz tras un largo silencio-. Si la persona a la que hemos prometido algo se muere, nos parece aún más importante mantener la promesa. Ella me dijo que no era nada relacionado con nadie. Que era un asunto personal.

– Eso ya no importa -dijo Michael-. Sólo espero que sea lo que buscamos. Iré a verlo en persona, pero antes voy a mandarle a alguien para que le entregue una autorización para abrir la caja fuerte -se quedó un momento a la escucha y antes de colgar, dijo-: No se preocupe, irá con un abogado y llevará los documentos precisos para que los firme.

Su inquietud fue creciendo en intensidad cuando salió al pasillo y se dirigió casi a la carrera al despacho de Benny. Mientras le dictaba las instrucciones pertinentes y Benny las iba anotando con una letra sesgada, curva, sorprendentemente femenina, Michael tenía la sensación de que su voz interior le ponía en guardia diciéndole «cuidado», «atención». Benny al fin alzó la cabeza y, después de pasarse una mano adornada con un grueso anillo de boda por la bien rasurada mejilla, dijo titubeante:

– Con tus contactos en Jerusalén, ¿no sería más sencillo…? Olvídalo.

– De esto dependen demasiadas cosas -dijo Michael con sensación de apremio-. Ahora no puedo ponerme a buscar a mis contactos. La necesito hoy mismo.

– Creía que tenías prisa -dijo Nahari, echando una ojeada a su reloj-. Ya ha pasado media hora desde que me has dicho, una vez más, que cada minuto que estás aquí es un minuto de peligro en el kibbutz.

Estaban en el ancho pasillo, junto al despacho de Nahari.

– Es cierto, no nos podemos permitir perder tiempo -dijo Michael-; pero Benny ya ha salido hacia allá y va a traerla aquí más tarde. No sé cuándo encontraré un momento para hablar con Yoyo, pero si tienes un minuto, tal vez podrías consultarle a Sarit cómo va el interrogatorio.

– Hoy no tengo ni un minuto libre -repuso Nahari en tono pomposo-, porque estoy citado con el fiscal general dentro de quince minutos, pero no creo que sea mala idea que hables con ella esta tarde.

Michael se despidió con un ademán de desesperación y salió corriendo hacia el aparcamiento.

Cuando su vista recayó sobre el velocímetro y vio la aguja oscilando entre los 130 y los 140 kilómetros por hora, trató de relajar la presión del pie sobre el acelerador a la vez que acallaba la voz interior que sonaba como la de Avigail. Al sentir el habitual dolor de mandíbulas, encendió otro cigarrillo. Su inquietud aumentaba a medida que se aproximaba al kibbutz. Aparcó junto al comedor y hubo de contenerse para no dirigirse corriendo a la clínica. «¿Por qué crees que le va a pasar algo?», se preguntó casi en voz alta mientras se encaminaba a la secretaría a zancadas. Un cartel escrito a mano que colgaba torcido bajo el rótulo de bronce de la secretaría anunciaba: «Vuelvo dentro de un momento».

Se detuvo en el umbral del despacho de la tesorería, junto a la secretaría, respirando con dificultad. La mujer que allí hablaba por teléfono levantó la vista inquisitivamente. Sin hacer caso de las miradas perentorias de Michael ni de la pregunta que comenzó a formular, terminó de hablar con toda tranquilidad. Entonces Michael le preguntó dónde podía encontrar a Moish y ella dijo:

– Ha tenido que salir un momento; no ha dicho adonde iba, pero sí que volvería enseguida.

Contraviniendo todas las precauciones en las que él mismo había insistido, Michael le pidió la guía de teléfonos del kibbutz y marcó el número de la clínica. Se había colocado de espaldas a la mujer. Ella parecía absorta en sus asuntos. No le había preguntado quién era y, por el gesto con que le entregó la guía telefónica, los labios fruncidos, los ojos esquivos, y señaló el teléfono, Michael supo que sabía quién era y que estaba ocupándose de sus papeles sólo para disimular. Pero ni eso bastó para detenerlo. Al oír la voz de Avigail pronunciando un nervioso «¿Diga?», sólo logró articular con voz ahogada: «Buenos días».

– Ya casi es por la tarde -replicó Avigail, y esa respuesta seca lo tranquilizó tanto que se sentó en la silla frente a la mujer, quien seguía revolviendo sus papeles sin perderse una palabra. Michael sintió un temblor en las piernas cuando sus músculos se relajaron de pronto.

– Sólo quería saber si hay alguna novedad -dijo, midiendo cada palabra.

– No exactamente -repuso Avigail con cautela-. En este momento estoy acompañada, pero me alegraría mucho hablar contigo dentro de una media hora.

– Me pasaré por allí -dijo Michael haciendo caso omiso de las sirenas de alarma que sonaban en su cabeza advirtiéndole que fuera precavido. En el hilo telefónico se hizo el silencio. Michael tenía ante sus ojos el rostro vulnerable de Avigail, y, sabedor de que estaría retirándose la melena del cuello, vio su delicada mano bajo la cascada de pelo levantando los sedosos mechones castaños con aquel gesto tan suyo.

– ¿Te parece prudente? -dijo al fin su voz contenida, reservada.

– Ahora no puedo pararme a pensarlo -reconoció él-. Pero, dadas las circunstancias, me parece lo más natural.

Consultó su reloj y vio que no podría llegar a la clínica antes de las doce y veinte. Al dejar de oír la voz de Avigail, la inquietud volvió a adueñarse del ritmo de su respiración. Hizo un esfuerzo por relajarse y se oyó diciendo a la mujer unas palabras que le sonaron huecas:

– Entonces, ¿dice usted que volverá pronto?

– Dentro de cinco minutos -respondió la mujer; luego se encogió de hombros y añadió-: Eso es lo que dijo. Pero también ha estado aquí el otro hombre, el del bigote; me preguntó por él y se marchó.

Michael le dio las gracias y se encaminó hacia el antiguo edificio de la secretaría. Majluf Levy no estaba en la habitación que les habían cedido. Ni tampoco se veía por ningún lado al agente de inteligencia del subdistrito de Lakish. Michael se sintió perdido. Trató de dominar el pavor que se iba apoderando de él, de despertar en él las voces que lo ayudaban, y se preguntó adonde podría haber ido Moish al mediodía, justo antes de la comida.

Oyó los pesados pasos de Majluf Levy antes de que apareciera en el umbral. Tenía un aire grave y no cesaba de dar vueltas a su grueso anillo.

– ¿Qué pasa? -se oyó preguntar Michael con el mismo pánico que siempre oía en la voz de su ex suegra cuando la llamaba por teléfono-. ¿Qué pasa? -repitió titubeando, pero la ansiedad no se había disipado de su voz.

– No pasa nada -respondió Majluf Levy-, excepto que Moish de repente ha decidido ir a hablar con Dvorka. Antes estuvo hablando con Dave, ya sabes a quién me refiero.

– Sí, sí -dijo Michael impaciente-. ¿Qué ha hecho desde que se levantó por la mañana? ¿Desde que hicisteis el relevo?

– De noche no salió de su habitación. Su mujer le montó una escena, pero él no rechistó. Después no lograba dormirse. Creo -continuó Levy con gesto preocupado- que no se siente bien, la úlcera debe de estar machacándolo. Yo no lo vi, pero Ítzik, que ha hecho el turno de noche, me ha contado que no paraba de pasearse por la habitación. La persiana estaba levantada y lo vio todo sin problemas. También lo oíamos todo, pero no hubo nada que oír. Por la mañana fue al comedor pero apenas probó bocado. Y luego se marchó a trabajar a la secretaría. Hablé con él cuando estaba allí. Casi no podía articular palabra. No sé qué le estará fastidiando, o qué novedad le está fastidiando. Pero desde que me dijiste que no lo perdiera de vista, me he dado cuenta de que, como se suele decir, está perdiendo los papeles.